Por Eduardo Lolo
Hoy en día constituye un borroso trazo de pasado la
imagen del militarote golpista o del populista iracundo echando abajo las
puertas de la historia para tomar el poder por asalto: ahora de par en par se
las abren desde dentro. Los asaltantes llegan a manos de la democracia con la
intención, en la mayoría de los casos, de asfixiarla. Ya no se requiere
derramamiento de sangre alguno; basta saturar el tiempo de desesperanzas.
Las condiciones para el triunfo de los aprendices
de caudillos vitalicios son creadas, paradójicamente, por los partidos
políticos tradicionales que fomentaron o solidificaron la democracia en sus
respectivos países. La corrupción, la demagogia, la ineficiencia, la
indolencia, el nepotismo, el compadrazgo, el sectarismo y otras aberraciones
políticas afines de las cúpulas partidistas en decadencia crean en el
electorado la ilusión de que la única opción de lo malo es lo bueno, olvidando
que puede ser, en dirección contraria, lo peor.
El fenómeno no es nuevo:
baste recordar el trágico caso de Adolf Hitler. Más recientemente, y en nuestra
cercanía, sirve de ejemplo, aunque con buena dosis de sainete infausto, el caso
de Hugo Chávez y su caricaturesca extensión de ignorancia con tono doctoral que
han convertido la otrora próspera Venezuela en un estado fallido de mendicidad
generalizada. Los partidos demócratas que emergieron tras la dictadura de Pérez
Jiménez ya prácticamente desaparecieron por suicidio histórico. Como lógico
resultado, en la Venezuela chavista los nuevos ricos son mucho más ricos que
los del viejo régimen; y los pobres, mucho más pobres y numerosos.
En México, tras décadas de dictadura de partido,
lo que se creyó un cambio de sistema con el de institución no resultó ser otra
cosa que más de lo mismo, aunque con siglas diferentes. Una segunda oportunidad
al PRI fue del todo desaprovechada y el país quedó rendido ante un populista
obcecado por el poder que, tras militar en cuando partido creyó le serviría de
trampolín en su asalto al cielo, decidió frustrado crear una nomenclatura
propia de nada disimulada demagogia que lo llevara, finalmente, a la añorada
cúspide. La íntima relación de López Obrador con el totalitarismo cubano no
hace presagiar nada bueno. Es muy probable que al PRI y al PAN le esperen el
mismo destino que a COPEY y AD en Venezuela: inocuas notas al pie de una página
amarillenta de historia prematuramente envejecida.
En otras de nuestras naciones el poder real no
tiene cariz político alguno. Partidos y gobiernos han pasado a ser, en la
práctica, figuras decorativas, pues la delincuencia organizada rige los
destinos del país, distribuyéndose la nación como en feudos autónomos, aunque
no siempre pacíficamente coexistentes. No es de extrañar, entonces, que en
algunos países latinoamericanos se añoren viejos regímenes dictatoriales que
mantenían a raya la delincuencia, aunque fuese mediante el terror. En dichos
lugares el sueño sublime de la democracia se ha convertido en una pesadilla
aparentemente sin despertares.
De más reciente factura es la alianza táctica
entre malhechores y dictadores en crisis, quienes utilizan a los forajidos para
realizar el ‘trabajo sucio’ de controlar la oposición democrática, sin
descartar los asesinatos. Tal es el caso de Venezuela y Nicaragua, donde la
ciudadanía carece de protección alguna ante los desmanes de tal nefasta
coalición.
En el Viejo Mundo, las
políticas malogradas de la Unión Europea están dando lugar a la aparición de
frenéticos partidos antieuropeístas y/o secesionistas que, a no ser que se
enmienden, cuanto antes, las reglamentaciones erradas, es muy probable la
desgajen cual árbol carcomido ante fieros vientos nuevos. El descontrol
migratorio que muchos culpan no es causa del sueño fallido, sino uno de sus
efectos; la diseminación del “brexit”, la única opción tangible en la mente
popular, que ve a Bruselas como dogal extranjero. Mientras, nuevos y viejos
regímenes autoritarios vecinos observan con atención a la espera del convite,
que posiblemente haya comenzado con Crimea como la primera tajada del ansiado pastel.
Así las cosas, o la Unión Europea evoluciona hacia lo que pudiera ser Estados
Unidos de Europa, o habrá de quedar más fragmentada, disminuida y débil que
nunca, pues la Historia no es adicta a los términos medios. Una nación sin
control de sus fronteras no es nación, sino provincia de un país. En la
actualidad los países europeos son poco menos que provincias de una nación
todavía inexistente; frutos de un árbol que no fue en inexplicable inversión
histórica.
En España en particular, la exitosa transición
pacífica a la democracia tras la muerte de Franco no supo crear condiciones de
unidad nacional como en Francia tiempos ha, donde los catalanes, en sentido
general, se sienten tan franceses como los parisinos y orgullosos de ostentar
uno y otro gentilicio. Las concesiones de los gobiernos españoles
postfranquistas a las burocracias regionales superan, en algunos casos, el
grado de autonomía de sus homólogas de estados federales. Es más, recientemente
ha llegado al poder, mediante lo que no puede catalogarse como otra cosa que un
golpe parlamentario, quien había sido reiteradamente rechazado en elecciones
libres: ni un solo voto avala el mandato de Pedro Sánchez. Y lo más preocupante
es que su alianza para hacerse inquilino espurio de la Moncloa fue con partidos
que tienen como objetivo la destrucción de la nación española como unidad
histórica, tal cual una siniestra metáfora de la víctima afilando presurosa el
hacha de su verdugo.
Los Estados Unidos no han
sido inmunes a esa nueva rebelión de las masas en contra de los corroídos
partidos políticos tradicionales, pues aquí también la política ha degenerado
en botín de pedestales. Todos reconocen el fenómeno en el triunfo de Donald
Trump en las elecciones presidenciales y la sorprendente atmósfera subsiguiente,
que algunos ven alarmados como el preludio de una nueva Guerra Civil. Pero, en
realidad, el proceso tuvo lejanos antecedentes y muy recientes preámbulos.
Entre los primeros podrían contarse la deserción de Teddy Roosevelt del Partido
Republicano y la ‘traición’ de Lyndon Johnson a la poderosa jefatura demócrata
de los estados del sur. Los segundos nos son más cercanos y pueden
identificarse comenzando en el proceso electoral que llevó a la Casa Blanca al
primer Presidente mestizo de los Estados Unidos: Barack Obama.
En las primarias
presidenciales donde Obama hizo su aparición, resultaba evidente que la
preferida de la cúspide partidista era Hillary Clinton; como que ‘le
correspondía’ por su condición de mujer y su probada pertenencia a la cúpula
del Partido Demócrata desde que fuera, en dos ocasiones, Primera Dama. La
inserción de un novato y nada destacado senador de raza mixta (que no negra,
como se ha pretendido hacer creer) en el grupo de candidatos tenía un cariz del
todo demagógico: nadie le daba posibilidad alguna de ganar la nominación en
medio de tantos experimentados ‘pejes gordos’ que se la disputaban. Sin
embargo, el mensaje modular de “cambio” que esgrimiera el ‘recién llegado’, su
verborrea de mensaje directo, y su carisma personal, pronto lo situaron entre
las primeras posiciones en el favor de la masa de electores de su partido. Al
final quedaron, de punteros, la evidente preferida de la Dirección Nacional y
el emergente advenedizo seguro de alcanzar un triunfo que “sí se puede”. La mayoría
de los demócratas de base, hastiados de un tiempo político al parecer detenido,
votaron por el cambio. En las elecciones generales quedó demostrado que ese
hastío no era exclusivo de los militantes del Partido Demócrata. El “sí se
puede” devino en sí se pudo: Barack Obama llegó a la Casa Blanca porque supo
encender en el electorado en su conjunto la esperanza de un cambio para bien en
la administración de la nación.
No obstante ello, una vez
electo el cambio se hizo lento y, a la postre, casi caricaturesco. A la Clinton
se le concedió, como en “lista de espera”, el más importante cargo
gubernamental luego de la vicepresidencia ‒y con más tiempo en cámara. La
cacareada promesa de una nueva ley de inmigración en los primeros 100 días de
gobierno fue pospuesta una y otra vez ‒presumiblemente por presión de la
dirección partidista‒, hasta las elecciones intermedias que todos sabían
inclinarían la balanza a favor de los republicanos, de manera tal que su
fracaso pudiera achacársele, demagógicamente, a la oposición. (El negocio
billonario de la injusta explotación de los trabajadores ilegales en los
Estados Unidos solamente ha sido verdaderamente enfrentado, hasta ahora, por
Ronald Reagan).Obama sí logró un seguro médico universal que, aunque sin ser
perfecto, puso el cuidado de salud al alcance de la clase media que no recibía
los beneficios de los pobres. El temor de que su gestión hiciera un brusco
cambio a la izquierda que pusiera en peligro la estabilidad del status quo
nunca llegó a producirse. Posiblemente la única excepción haya sido su viaje a
Cuba, adonde fue a hacer el ridículo en una versión inversa del teatro bufo
cubano, pues por primera vez “el gallego” salía ganando por ser más listo que
“el negrito”. (Su aparición en un programa de la TV cubana diciendo “¿Qué
bolá?” resultó bochornoso; ¡y nadie se atrevió a decirle que se estaban
burlando de él!). Obama fue, en sentido general, asimilado por el
establecimiento político tradicional y garante de su supervivencia, aunque
fuese temporal. Probablemente sus mejores logros hayan sido haber vencido el
racismo remanente en la sociedad norteamericana, terminar exitosamente la caza
a Bin Laden, el llamado “Obamacare” a pesar de sus deficiencias, y el no haber
desestabilizado el entramado político estadounidense largo tiempo atrás
cimentado y, hasta entonces, exitoso.
Las masas del Partido
Republicano no estaban menos desesperanzadas. En la competencia a Obama se dio
el caso que la persona nominada a la Vicepresidencia tuviera más aceptación por
su mensaje, y carisma por su personalidad, que el candidato a la Presidencia.
Este último lo fue John McCain; pugnaba por la Vicepresidencia Sarah Palin. El
primero contaba en su haber una célebre carrera como Senador avalada por una
historia militar no por fracasada menos conocida y admirada; pero era el
representante del cansancio histórico de las bases de su partido. La joven
gobernadora de un estado ‘de segunda’ se convirtió en la variante republicana
de Obama por su voz fresca y enérgica, al margen de la maquinaria política
republicana, representando el cambio añorado o, al menos, la posibilidad de
alcanzarlo. Sin embargo, su puesto secundario (por no decir que insignificante
en las determinaciones políticas mientras el Presidente esté vivo), hacía poco
creíble que pudiera liderar el ansiado cambio. Si el binomio hubiera sido a la
inversa, es posible que habría espacio para la esperanza de los votantes. En
esas condiciones, la mayoría del electorado prefirió confiar en quien tenía la
posibilidad real de dar nacimiento a una nueva era política nacional, aunque a
la postre no llegara a fundarla.
Una vez concluido el
segundo mandato de Obama, se reinició el proceso de las primarias partidistas
para ocupar la Oficina Oval. En el Partido Demócrata era seguro que le correspondería
el turno a Hillary Clinton. Se siguieron, como siempre, las normas de varios
candidatos, aunque a ninguno de los otros se le concedía mucha atención. Pero
también esta vez surgió, inesperadamente, una figura que puso en peligro la
postergada nominación de la Clinton y la firme solidez del establecimiento
político: el septuagenario Bernard Sanders. Paradójicamente, el anciano senador
se convirtió en el aspirante más popular entre los jóvenes, aventajando a su
contrincante en múltiples encuestas, con lo que quedó demostrado que no se
trataba de una lucha generacional, sino ideológica. La cumbre política
demócrata no podía permitir que se repitiera la derrota de su representante, y
entonces ocurrió lo inverosímil: la propia Dirección Nacional del Partido
Demócrata le puso una especie de zancadilla a Bernie (como le llamaban sus
seguidores) para garantizar la candidatura de Clinton, a quien ‘le tocaba’ sin
excusa. Más increíble fue que, una vez conocida la mala jugada resultante, su
principal ejecutora no fuera expulsada del ente partidista ni se hubiera hecho
la investigación que la gravedad del caso ameritaba, sino que todo se resumió a
su renuncia a la Dirección Nacional. Huelga decir que la Clinton ganó la
candidatura de la Presidencia por el Partido Demócrata.
Las primarias republicanas
de ese año fueron más inverosímiles todavía. Donald Trump rompió todos los
moldes políticos hasta entonces conocidos, llevando su estilo de “reality show”
televisivo a los debates y mítines asociados a la carrera pública. Más que
políticamente incorrecto, Trump se proyectó del todo antipolítico, casi un
antisistema. Si utilizó la plataforma republicana fue porque no quiso repetir
el error de Teddy Roosevelt y Ross Perot, además de aspirar al apoyo de los
remanentes del Tea Party y, forzados por estos, el de algunos de los caudillos
históricos del GOP. En realidad, prácticamente nadie le auguraba éxito alguno
al mordaz personaje de la pequeña pantalla en su versión de carne y hueso; las
encuestas siempre lo situaban en desventaja ante sus experimentados
contrincantes. Algunas de sus infortunadas declaraciones lo separaban cada vez
más de lo que hasta entonces se consideraba un político ‘presidenciable’. Sin
embargo, para asombro de todos, mientras más sarcástico y hasta descortés se
comportaba, más popular se hacía (le subía el “rating”, en el argot
televisivo), hasta que llegó a alzarse con la candidatura presidencial de un
partido cuya dirección lo rechazaba.
La carrera por la
presidencia de Clinton y Trump, ‘sazonada’ de interferencias extranjeras, se
convirtió en una lucha de todos contra uno y uno contra todos. La polarización
resultante fue algo totalmente desconocido en la historia contemporánea de la
política norteamericana. La inmensa mayoría de los analistas políticos y las
encuestas daban por sentado el indiscutible fracaso de Trump. En los centros de
trabajo y planteles estudiantiles, se acosaba a quienes expresaban públicamente
su preferencia por el iconoclasta advenedizo, considerado poco menos que un
traidor (o, al menos, un peligro letal) a los principios democráticos del país.
Como paradójico remate, fuimos testigos de la más inusual de las alianzas: la
de un burgués billonario apoyado por obreros y desempleados preteridos.
Luego, la debacle de la noche de elecciones fue el
colofón de la inverosimilitud. Hillary Clinton había alquilado el Jacob K.
Javits Conventional Center de Nueva York (con capacidad para miles de personas)
ante quienes estaba segura acudiría a festejar su triunfo. En realidad, es la
primera vez de que tengo noticias que el candidato perdedor de las elecciones
presidenciales norteamericanas no haya podido dar la cara esa noche para
reconocer su derrota y felicitar al ganador. Conocido el resultado, el Javits
Center se convirtió en un mar de lágrimas incrédulas y, por lo tanto, más
dolorosas; me recordó a los japoneses cuando escucharon en la radio al
Emperador Hirohito anunciar la rendición del Japón.
La tenaz resistencia al
triunfo de Trump no se hizo esperar. Antes de tomar posesión ya se hablaba de
impugnarlo. Las ‘nomenklaturas’ de ambos partidos no perdieron un minuto en
atacarlo. La prensa, casi en su totalidad, ha hecho de la crítica al Presidente
su pan de cada día. Se le ataca por lo que dice o deja de decir; por lo que
hace o deja de hacer; por lo que propone o deja de proponer. Las críticas se
extienden a su círculo familiar, y no solamente por razones políticas, pues
cubren hasta el vestuario o gestos analizados con lupa parcializada. Incluso el
más pequeño de los Trump, sin tomarse en cuenta su temprana edad, ha sido
atacado con tan poca ética y respeto a la niñez que la hija de los Clinton tuvo
que salir en su defensa. Los funcionarios de la administración son acosados en
lugares públicos y discriminados hasta la expulsión en otros; se les viola toda
privacidad y su derecho al descanso como ciudadanos en sus tiempos libres. No
hay tregua en esa asociación de la política con la más impositiva
intransigencia, rayana con la persecución. Todo lo que pueda asociarse a Trump
es caza libre; hay que hacerles la vida imposible a sus seguidores. Ni siquiera
Richard Nixon y Bill Clinton fueron atacados con tanta ferocidad, a pesar de
haber denigrado con sus actitudes la Presidencia como institución hasta ellos
casi sagrada. Los resultados positivos de la política de la actual
administración son silenciados o ninguneados; los negativos, agigantados, etc.,
etc. Cada tuit insomne de Trump suena en la noche como un disparo ofensivo que
lo hunde más ante muchos y, por el contrario, lo asciende ante no pocos. Los
senadores McCain y Schumer son, respectivamente, las puntas de lanza de las
jefaturas de republicanos y demócratas en la resistencia a la Administración
Trump, secundados, en lo fundamental, por legisladores de minorías diversas. En
realidad los partidos que representan, en su caída desorientada, como que están
siendo secuestrados por las más absurdas facciones de extremos opuestos, al
punto de unos exigir la abolición del control fronterizo, y otros la
deportación de todos los inmigrantes ilegales; que es decir, el caos. No en
balde ya hasta se habla, incluso, de una posible Guerra Civil.
Toda esa atmósfera hasta
ahora desconocida en la historia contemporánea norteamericana tiene como
objetivo la revocación del titular o hacer del todo imposible su elección para
un segundo período. La Administración Trump no puede ser exitosa; es necesario
hacerla fracasar por todos los medios. ¿A qué se debe esa saña de las élites
políticas de demócratas y republicanos y la prensa que a ellas responde? En realidad
no es saña, sino aterrorizado instinto de conservación. Si Trump tiene éxito
como Presidente, tanto el Partido Demócrata como el Republicano corren el
riesgo que quedar como piezas políticas del pasado, en el mismo baúl que COPEY,
AD y siguiéndole los pasos al PRI y el PAN. Y lo peor es que no hay, hasta el
momento, una alternativa tangible como, por ejemplo, el Partido Ciudadanos en
España. La rebelión de las masas estadounidenses, sin rumbo fijo y a merced de
extremistas de toda laya, pudiera conducir a la anarquía política a nivel
federal; o sea: al fin de la más consistente democracia de tiempos modernos
cimentada, construida y evolucionada exitosamente durante más de 300 años.
Llegados a este punto no
puede uno menos que preguntarse si la democracia, de la Antigua Grecia a los
Estados Unidos, ya habrá cumplido su ciclo de vida como componente básico de la
cultura occidental. De ser así, tanto Europa como las Américas habrán de verse
con unas Tablas de la Ley rotas sin que al menos se haya comenzado a pulir la
piedra ansiosa de cincel para unas tablas nuevas, hoy ni siquiera a medio
soñar.
Sin embargo, a pesar de toda esa imagen negativa
esbozada, espero, deseo y confío estar equivocado. Es más, casos hay en que, de
manera excepcional, la destrucción del status quo no ha degenerado en el caos
y/o la tiranía. Los viejos partidos políticos han sido suplantados por nuevas
agrupaciones dentro del marco democrático, o figuras de marcada asociación con
un partido decadente y hasta dictatorial han dado un inesperado vuelco para
bien en su comportamiento histórico. Sirven de ejemplos recientes Emmanuel
Macron en Francia y Lenin Moreno en el Ecuador.
El primero, luego de ser una figura de primer
orden del Partido Socialista en el poder, decidió abandonarlo y crear en 2016
su propia congregación más al centro del espectro ideológico: La République En
Marche! Con ésta acaparando el descontento general, Macron ganó la Presidencia
y la mayoría parlamentaria del país galo tan solo un año después, enfrentado en
segunda vuelta a Marine Le Pen, del partido Rassemblement National, como
rebautizara el Front National que fundara su padre. Los más importantes
partidos políticos tradicionales hasta entonces (Les Républicains y Parti
Socialiste) fueron del todo barridos en el campo político francés. No obstante
ello, la V República, afortunadamente, no sucumbió.
Lenin Moreno fue Vicepresidente del 2007 al 2013
del gobierno de Rafael Correa, quien cambió la Constitución del Ecuador para
establecer la reelección indefinida. Dejando la silla presidencial a su vice,
pensando que sería momentáneamente, se tropezó con que éste llevó a cabo un
referéndum que, entre otros aspectos asociados al régimen heredado (y del que
fuera parte) eliminó la reelección indefinida, propició la invalidación de
funcionarios corruptos y otras medidas de adecentamiento político desconocidas.
No en balde Correa, en la actualidad refugiado en Bélgica como prófugo de la
justicia ecuatoriana, lo llama “traidor”.
Aunque excepcionales, los casos apuntados arrojan
un poco de luz sobre la oscura atmósfera política actual. Ojalá se generalicen
y prevalezca el sentido común, se conjuren tantas ambiciones personales, se
ponga coto a la demagogia institucionalizada y, consecuentemente, la política
deje de ser botín de pedestales. De generalizarse la decencia, la buena
voluntad y la honestidad en los líderes de partidos políticos y la
administración pública, la actual realidad histórica no sería más que una
tormenta de tiempos borrascosos, tras la cual vendría la calma de las eras. De
lo contrario, corremos el riesgo de quedar como una del todo frustrada
generación que habrá dejado a sus descendientes, como sórdido codicilo único,
una amarga herencia de desesperanzas.
Miami, verano de 2018.
*Publicado en tres partes en la Sección Tribuna Abierta de la Agencia de
Noticias EFE (Edición USA) los días 16, 17 y 18 de julio de 2018.