Wednesday, February 20, 2019

Gusanos, mercenarios, bandidos, escorias


Como adelanto al segundo número del Anuario Histórico Cubanoamericano que recién acaba de aparecer les presentamos uno de los artículos que lo componen y que fuera presentado en el primer congreso de la AHCE

Historia de las falsificaciones contada por sus palabras
Por Enrique Del Risco

La Historia no la escriben necesariamente los vencedores. La Historia suelen escribirla historiadores que sí, con frecuencia están a sueldo de los vencedores que son los que quedan en mejores condiciones para subvencionar a los historiadores después de cada contienda. Pero incluso cuando la Historia no la escriban los vencedores debemos tener en cuenta que la Historia como tal no está compuesta de hechos sino de palabras. Compuesta por un lenguaje que refleja otra guerra, la guerra de insultos, invectivas, descalificaciones que precede y acompaña a las acciones físicas. Una guerra en la que —y en eso Goebbels, el ministro de propaganda nazi, lo tenía claro— no ganan necesariamente la inteligencia y la racionalidad sino la repetición y el volumen.

La entronización en Cuba a partir de 1959 de un régimen político totalitario impuso reglas de juego más a tono con los preceptos de Goebbels. Ya no se trataba de la propaganda elaborada por un gobierno o por la prensa afín para difamar a sus opositores. A partir de entonces se erigió un sistema que no solo controlaba por completo la esfera política sino también los medios de difusión masiva, la publicidad, las casas editoriales, el sistema educativo un complejo y ubicuo entramado de organizaciones de masas para imponer la ideología y voluntad política de su líder. Cada vez que Fidel Castro comparecía ante las cámaras de televisión para pronunciar sus maratónicos discursos —que en la década del sesenta alcanzó una frecuencia semanal— sus palabras eran transmitidas por todos los canales de televisión existentes y por todas las emisoras nacionales de radio. Pero no solo eso: en los días siguientes sus palabras eran reproducidas literalmente por toda la prensa escrita y luego “discutidas” —esto es repetidas, machacadas y digeridas— en multitud de “círculos de estudio” cual si de textos bíblicos se trataran. Y más allá de esto sus principales frases eran repetidas en vallas por todo el país, en los actos matutinos de las escuelas o en los textos oficiales por los que estudiaban niños y adultos. O luego servían de exergo a los libros académicos para justificar la visión del autor que las más de las veces era la del poder que lo autorizaba a existir como tal.

Pero no pretendo decir que esos discursos que se agolpaban en la prensa nacional conformaban la mentalidad de los cubanos a su imagen y semejanza. Después de todo muchas veces los nuevos discursos negaban lo que se había dicho en los anteriores. Más importante que la difusión de las ideas del líder fue la deformación del vocabulario cubano hasta incapacitarlo para dar cuenta de su propia realidad. La escritora Masha Gessen al estudiar el caso soviético afirma que “la capacidad de dar sentido a la propia existencia en el mundo es propia de la libertad” y que “el régimen soviético despojó a las personas no solo de la aptitud para vivir en libertad, sino también de la capacidad para comprender cabalmente de qué se les había despojado y cómo había ocurrido esto”. Así el régimen buscaba “aniquilar la memoria personal y la memoria histórica tanto como el análisis académico de la sociedad” y su sistemática labor de propaganda fue de hecho un ataque a “la humanidad de la sociedad rusa, que perdió las herramientas e incluso el lenguaje para entenderse” (Gessen.15) De eso precisamente quiero hablar en esta ponencia: del lenguaje del castrismo. Porque no se trata solo de que la sociedad cubana haya perdido las palabras para explicarse a sí misma sino que estas han sido sustituidas por un léxico ideado para hacer más profunda tal incomprensión.

El lingüista judío alemán Victor Klemperer apuntaba en su estudio de La lengua del Tercer Reich que en el esfuerzo propagandístico de los nazis “el efecto más potente no lo conseguían ni los discursos, ni los artículos, ni las octavillas, ni los carteles” ni nada “que se captase mediante el pensamiento o el sentimiento conscientes”. De acuerdo con Klemperer el “nazismo se introducía más bien en la sangre de las masas a través de palabras aisladas, de expresiones, de formas sintácticas que imponía repitiéndolas millones de veces y que eran adoptadas de forma mecánica e inconsciente” (Klemperer.31). Klemperer, lingüista al fin, estaba convencido de que “el lenguaje no solo crea y piensa por mí sino que guía a la vez mis emociones”. Y lo decía ante la evidencia de que incluso la caída del Tercer Reich no había conseguido llevarse consigo el lenguaje que creó sino que este persistía incluso entre quienes desde una ideología contraria intentaban describirlo.

Si observamos el caso cubano debemos reconocer el triunfo casi total de la neolegua totalitaria. El léxico impuesto desde el poder ha sido adoptado no solo por su sistema de propaganda o por sus repetidores dentro o fuera de la isla sino por el cubano de a pie, por los cubanos cultos, por los exiliados, por los académicos de adentro o afuera, por castristas o anticastristas. Las expresiones usadas para definir el régimen cubano “Revolución Cubana”, “Cuba socialista” son las escogidas por él mismo; su peor crisis no conoce otra denominación que la de “Período Especial”; a la disidencia que se produjo dentro del seno del Partido Comunista a finales de los sesenta la llaman por el despectivo epíteto de “microfracción” y a la destrucción de los remanentes de pequeña empresa y el trabajo por cuenta propia en 1968 se le conoce como “Ofensiva Revolucionaria”; y al repunte ideológico y represivo alentado por el apoyo chavista y la campaña alrededor del balserito Elián González se insiste en llamarle “Batalla de las Ideas”. Cualquier intento por describir lo que ha pasado en la isla en las últimas décadas con mayor apego al fenómeno en sí y menos al vocabulario que ha producido es visto como tendencioso, extremista, poco objetivo. La lengua del castrismo ha demostrado ser, en fin, su baluarte más firme. De tan ubicua y aceptada que es se ha vuelto invisible incluso para sus propios detractores.

Uno de los casos en los que la lengua del castrismo ha mostrado su eficacia es en nombrar a sus enemigos. En su intento de negarles agencia, dignidad, voluntad propia y, llegado el caso, hasta su propia humanidad. En ese sentido la palabra “gusano” fue y sigue siendo un hallazgo ejemplar. Aparecida en el apogeo de la instauración del régimen totalitario y cuando este encontraba una mayor resistencia interna, el término imitaba “la visión apocalíptica nazi” en la que al decir de un estudioso los judíos “putativos enemigos de la civilización […] eran representados como organismos parásitos como sanguijuelas, parásitos, piojos, bacterias o vectores de contagio” (Smith.15). El propio Hitler había proclamado en su Mein Kampf que “El judío es y será siempre el parásito típico, un bicho, que, como un microbio nocivo, se propaga cada vez más, cuando se encuentra en condiciones adecuadas. Su acción vital se parece a la de los parásitos de la Naturaleza. El pueblo que le hospeda será exterminado con mayor o menor rapidez” (Hitler.185-186).

El primer discurso donde Fidel Castro menciona la palabra “gusano” corresponde al del día 2 de enero de 1961. Allí la repite nada menos que 23 veces. Su estrategia para entronizarla se hace evidente. Empeñado en representar el papel de David frente al Goliath norteamericano Castro debe reconocer no obstante la existencia de una resistencia interna pero insistiendo en su total dependencia del enemigo externo. “Ese enemigo poderoso dice Castro ha sido el encargado de “revolver la gusanera” aquí en nuestro país […]  Y los gusanos se han removido, los gusanos se han agitado”. La resistencia interna no sería una reacción de descontento ante el régimen sino el rezago de un pasado putrefacto porque “los gusanos no pueden vivir sino de la pudrición […] no podían vivir ni hacer de instrumentos del imperialismo, como no fuese en el mundo y en el medio corrompido en que vivía nuestro pueblo antes del día luminoso del 1ro de enero de 1959” (Castro. 2 de enero, 1961). Y si yo hablaba antes de un hallazgo es porque “gusano” al tiempo que difama al contrario retiene una suerte de desparpajo popular. Gracias a eso consigue entrar en el vocabulario corriente como una disyuntiva frente a la que cada cubano debía definirse. Una disyuntiva que se resume en este diálogo de la película Memorias del subdesarrollo: “Tú no eres revolucionario ni “gusano”. “¿Entonces qué soy?”. “Nada, tú no eres nada”. 
Fotograma de "Memorias del subdesrrollo"


Con el epíteto “gusano” se busca, además, reducir la complejidad de la oposición al castrismo —desde el latifundista hasta el revolucionario frustrado— a una imagen elemental y única. Según Klemperer el principio en que se basaban los insultos nazis era este: ¡Que tus oyentes no se planteen un pensamiento crítico, trátalo todo de manera simplista! Si hablaras de varios adversarios, alguien podría pensar que tú, el aislado, tal vez no tuvieras razón… Así pues, redúcelos a un común denominador, ponlos todos juntos en un paréntesis, establece un rasgo común entre ellos” (Klemperer.254) 

Cartel reciente contra la bloguera Yoani Sanchez
Tal fue la naturalización del vocablo “gusano” que en mi primer día en una universidad norteamericana, hace ya veinte años, al presentarme como cubano que vivía acá un estudiante latinoamericano me preguntó “Pero tú, ¿eres cubano o gusano?” Así, con el mismo aire curioso que si me preguntara si era de La Habana o de Santiago de Cuba. O para que el año pasado en un congreso español sobre cine histórico una ponente de la Universidad de Cádiz, precisamente al explicar otra película de Tomás Gutiérrez Alea, (Las doce sillas) dijera que “Esta obra se hace eco de las primeras medidas llevadas a cabo por los revolucionarios como las expropiaciones y sus consecuencias que cristalizaron en el éxodo masivo de amplios sectores de la oligarquía y burguesía cubanas a Miami que, desde aquella época y siempre, se les apodó de gusanos para significar su esencia corrupta y servil” (Pérez Murillo.617).

Pero con tal epíteto no se buscaba únicamente significar la “esencia corrupta y servil” de los así llamados “gusanos” sino también justificar su exterminio. Elías Canetti explica en su famoso libro Masa y poder que con la animalización del contrario el “detentador del poder además que degrada a los hombres hasta convertirlos en animales […] degrada a nivel de alimaña todo lo que no es apropiado para ser dominado, y finalmente lo extermina por millones” (Canetti.382). No sorprende que en un discurso Fidel Castro admita que “a los que no podamos convencer ni persuadir ni neutralizar, a los que nos combatan, a los que nos hagan la guerra sencillamente [deberemos] hacerles la guerra […] a los contrarrevolucionarios activos, como parásitos que son […] como gusanos que son […] como servidores del imperialismo que son [debemos] exterminarlos” (Castro.13 de marzo,1961).

No fue “gusanos” la única designación utilizada por el castrismo contra sus adversarios. Otra que ha tenido empleo extenso es la de “mercenario”, asociada desde 1961 a los miembros de la brigada 2506 derrotada en Playa Girón. Incluso antes que desembarcaran a lo largo de la bahía de Cochinos ya Fidel Castro había desarmado a los futuros invasores de cualquier objetivo autónomo llamándolos “mercenarios”. En un discurso del 4 de marzo de 1961, cuando todavía faltaba más de un mes para la proyectada invasión Castro repite 21 veces el vocablo. Como para asegurarse que penetrara en el léxico de su sistema de propaganda y a su vez en el de toda la nación. 

Y así fue. De la eficacia del vocablo da cuenta la manera en que se entronizó en el habla coloquial cubana. Al punto que en la conocida canción “Memorias” de un cantautor “contestatario” como Carlos Varela al tiempo que evoca la censura contra “los discos de los Beatles” añade, con aire alegre que “cambiamos mercenarios por compotas/ cuando Playa Girón” (Varela). El régimen consideró este término lo suficientemente eficaz como para que entrado el siglo XXI, ante la aparición de una nueva hornada de disidentes, volviera a endilgárselo como si una nueva invasión se tratara. Si esta vez el término no ha calado en el habla popular al menos justifica la insistencia de la prensa oficial en cuestionar las fuentes de financiamiento de los disidentes y presiona a estos a que den explicaciones sobre su financiamiento.

También está el caso de la expresión “bandidos del Escambray”, usada para calificar a las guerrillas rurales que enfrentaban al régimen cubano en los años sesenta. Fue una frase que al mismo tiempo cuestionaba la catadura moral de los rebeldes y reducía a fenómeno local lo que fue en su momento de mayor actividad una serie de levantamientos guerrilleros que abarcó todas las provincias del país. Aunque Fidel Castro hablara profusamente de “bandas contrarrevolucionarias” curiosamente el término “bandidos” fue poco usado por este para referirse a los que se rebelaban contra su régimen. Pero es obvio que el sistema de propaganda fue instruido al detalle de cómo debía manejarse ante ese fenómeno. De manera que la represión contra estas guerrillas campesinas fue conocida como Lucha Contra Bandidos y el esfuerzo por exterminarlas fue oficialmente bautizado como la “Limpia del Escambray”. Tal manipulación lingüística ha sido lo bastante exitosa como para que rara vez se use el término “guerrillas” para referirse a esta forma de resistencia ni siquiera entre los historiadores del exilio. En su afán de exterminarlos el régimen estaba consciente que el cerco y el aislamiento físico al que sometió a estos combatientes no estaría completo sin el correspondiente acoso lingüístico.

La imaginación mostrada por el régimen castrista para destruir a sus contrarios ha sido demasiado profusa para no pretender siquiera resumirla en esta ponencia. Sin embargo, no quisiera cerrar este recuento sin referirme a otro epíteto que marcó época en la Historia cubana. Me refiero a “escoria”. Su uso se circunscribe especialmente al año 1980 y a los sucesos que desembocaron en la crisis de la embajada del Perú en el que casi 11 mil personas buscaron refugio en la sede diplomática peruana en La Habana y al posterior éxodo por el puerto del Mariel de más de 125 mil cubanos hacia los Estados Unidos. Una palabra hasta entonces extraña al habla cubana aparecía indisociable de aquellos sucesos. 
 No fue Fidel Castro el primero en pronunciarla. Al menos no en sus discursos. La menciona el 1ro de mayo de ese año cuando la crisis llevaba un mes de iniciada y ya era el término oficial usado por la prensa para aludir a los que intentaban escapar. En esta ocasión, al parecer, el régimen prefirió que dicha palabra pareciera surgir del propio pueblo, un clamor popular que era en realidad el muñeco del ventrílocuo. Hasta donde he podido investigar la primera mención que aparece en el órgano oficial del partido Comunista de Cuba, el diario Granma, es el 7 de abril, a una semana exacta de la entrada en la embajada de los primeros solicitantes de asilo en un editorial titulado “La posición de Cuba”. El objetivo de este es presentar a los refugiados como antisociales (haciendo énfasis especialmente en la condición homosexual de “no pocos de ellos”), seres que no merecían ser protegidos por ninguna ley de asilo político. Dice el editorial:

Como dijo Fidel en la clausura del último Congreso de la Federación de Mujeres Cubanas, la histórica empresa de hacer una revolución y construir el socialismo es absolutamente voluntaria y libre. Aunque en nuestro país no se persigue ni hostiga a los homosexuales, entre los que se alojaron en el patio de la embajada peruana había no pocos de ellos, amén de aficionados al juego y a las drogas que no encuentran aquí fácil oportunidad para sus vicios (“La posición de Cuba”)

Luego el editorial exhibe sus dotes telepáticas: “Nuestro pueblo trabajador piensa unánimemente: “¡Que se vayan los vagos! ¡Que se vayan los antisociales! ¡Que se vayan los lumpens! ¡Que se vayan los delincuentes! ¡Que se vaya la escoria!” (“La posición de Cuba”). Difícil suponer que tal palabra apareciera espontáneamente en boca del pueblo. Sobre todo si se piensa que este ya disponía de otros términos como el de “gusano” que también se usó profusamente en aquellos días. Pero el régimen tenía buenas razones para poner a circular otro apelativo. Si se atiende a la lógica con la que se presentó la palabra “gusano” su recuperación dos décadas resultaba embarazosa para el régimen. ¿Acaso los gusanos no anidaban en la podredumbre? Llamarles gusanos en 1980 equivalía a reconocer que la llamada revolución producía su propia putrefacción. De ahí que el término “escoria” pareciera más apropiado. El residuo que sobrenada en los hornos al fundir los metales parecerá demasiado rebuscado como invención popular pero conveniente para presentar a los refugiados como el deshecho de la forja de una nueva sociedad. Esa era la imagen que trataba de ofrecer de sí mismo un régimen que quería convertir la fuga masiva de sus ciudadanos en expulsión de desechos. No por gusto un artículo que publicara en aquellos días el entonces viceministro de relaciones exteriores cubano Ricardo Alarcón se titulaba “El acero y la escoria” (Alarcón). 

“Escoria” fue el epíteto obligatorio para definir a aquellos que escaparon en el ochenta. Tanto como para que en la prensa cubana aparecieran titulares como este: “Declara Alto Comisionado de ONU que la escoria que ha ido a EEUU no son refugiados porque no son perseguidos políticos” (Armendariz.6). Todavía hoy se asocia automáticamente aquel éxodo a la palabra “escoria”. El escritor Juan Abreu, miembro insigne de aquella generación, recuerda cómo en Barcelona, al mencionar el año de su partida un joven recién salido de Cuba le comentó: “Así que tú eras parte de la escoria”. Abreu aclara que “la palabra fue pronunciada a la ligera, sin intención peyorativa. Todo lo contrario, sonó como una burla a la forma en que el régimen cubano calificó a los ‘marielitos’” (Abreu.10). Y sin embargo Abreu no deja de traslucir una incomodidad que resuelve invocando a algunos hoy muertos ilustres que en aquellos días llamaban “escoria”. En primer lugar a Reinaldo Arenas “esa escoria cubana” de quien Abreu se precia de “haber sido amigo”. Arenas le basta a Abreu para reconciliarlo con su “país, que lo dio a él, en una época llena de cobardes, delatores, oportunistas y canallas” (11). Y Abreu también piensa en otros escritores como Roberto Valero, Guillermo Rosales o en el artista Carlos Alfonzo. Y al invocar aquella noche a sus muertos Abreu confiesa: “Volví a ser lo que más soy, un marielito, una escoria. Es decir, una forma de ser transgresor, marginal, según lo veo. Un hombre orgulloso de venir de donde viene. Alguien feliz de haber nacido en el mismo lugar que estos amigos que acabo de recordar. De esta gente que sabía que uno no puede venderse en lo fundamental, ni claudicar en lo fundamental. Yo no creo en Dios y, sin embargo, alzo los ojos a este cielo pastoso e imploro por ellos, con humildad llena de vida y de peligro: “Por favor, no olvides a la escoria” (14).   

No estoy seguro que la manera más recomendable de lidiar con la lengua del castrismo, una lengua creada para controlar nuestras emociones y pensamientos, sea la de Abreu: esa prestidigitación con que convierte un insulto en motivo de orgullo. Después de todo Abreu es un poeta, condición que casi ninguno de nosotros comparte. Y no lo digo porque Abreu literalmente escriba poesía sino por la especial atención y uso que hace del vocabulario heredado. Pero podríamos imitarlo al menos en esa atención e intención máximas con que hace uso de una lengua que fue creada para dominarnos.



Bibliografía

Alarcón de Quesada, Ricardo. “El acero y la escoria”. Granma, 13 de mayo, 1980, p. 6.

Armendariz, Jorge. “Declara Alto Comisionado de ONU que la escoria que ha ido a EEUU no son refugiados porque no son perseguidos políticos”. Granma, 17 de junio, 1980, p. 6.

“La posicion de Cuba”. (Editorial). Granma, 7 de abril, 1980, p.1.

Castro. Fidel. “Discurso pronunciado en el desfile efectuado en la Plaza Cívica, el 2 de enero de 1961”. http://www.cuba.cu/gobierno/discursos/1961/esp/f020161e.html

---------------. “Discurso pronunciado en el acto de recordación  a los Mártires del Asalto al Palacio Presidencial el 13 de marzo de 1957, celebrado en la Escalinata de la Universidad de La Habana, el 13 de marzo de 1961”. http://www.cuba.cu/gobierno/discursos/1961/esp/f130361e.html

Gessen, Masha. El futuro es historia. Rusia y el regreso del totalitarismo. Madrid: Turner Publicaciones SL, 2018.

Hitler, Adolf. Mi lucha. file:///C:/Users/enris/Downloads/Adolf%20Hitler-Mi%20Lucha(1).pdf

Klamperer, Victor. La lengua del Tercer Reich. Apuntes de un filólogo. Barcelona: Editorial Minúscula, 2012.

Perez Murillo, María Dolores. La Revolución Cubana filmada por Tomás Gutiérrez Alea. https://e-archivo.uc3m.es/bitstream/handle/10016/24789/Revolucion_Perez_CIHC_2017.pdf

Smith, David Livingstone. Less than human : why we demean, enslave, and exterminate others. New York: St Martin Press, 2011.

Varela, Carlos. https://www.letras.com/carlos-varela/1266095/

Orientaciones al fascismo local

Circa mayo, 1980:


 Los detalles:



Tuesday, February 19, 2019

Sale a la luz el segundo número del Anuario Histórico Cubanoamericano

 Acaba de publicarse, con algún retraso largo de explicar, el segundo número del Anuario Histórico Cubanoamericano correspondiente al año 2018. Un año luctuoso apra nuestra academia como se encarga de recalcar el editorial del anuario tras la pérdida, en pocos meses, de "cuatro de sus más destacados asociados a quienes va dedicado este número: Salvador Larrúa, Antonio A. Acosta, Luis Israel Abreu y Fidel González". Pero también el 2018 fue el año en que la AHCE celebró su primer congreso, en septiembre, en la localidad de Union City.
Precisamente uno de los mayores atractivos que tiene este anuario es la publicación de los trabajos presentados en dicho congreso que versó sobre el tema general de la manipulación histórica. 

El número también incluye un trabajo del conocido compositor Aurelio de la Vega, un dossier dedicado al cine del exilio con entrevistas a León Ichaso, Iván Acosta, Rolando Díaz y Nat Chediak y trabajos sobre Néstor Almendros y una magnífica filmografía de lo que ha sido el cine del exilio cubano durante seis décadas.
Y en la sección documental el Anuario presenta una carta inédita de Bartolomé Masó de l 8 de mayo 1902 al entonces presidente electo Tomás Estrada Palma.   
El Anuario puede ser adquirido aquí. Esperamos que lo disfruten. 

Saturday, February 16, 2019

Reflexiones y escolios


A propósito de Los últimos días de Batista. Contra-historia de la revolución castrista, de Jacobo Machover. Madrid, Editorial Verbum, 2018.

La fijeza reveladora

Por Alejandro González Acosta

Más que una “contra historia”, este nuevo aporte de Jacobo Machover resulta una “vera historia”, con el sentido original que tiene esta frase en los anales americanos, desde el contrapunteo fundador entre las Cartas de Relación del capitán Hernán Cortés (testimonio directo inicial), la del cronista oficial –que nunca viajó a América- Francisco López de Gómara y La conquista de México, y la del soldado Bernal Díaz del Castillo y su Verdadera historia de la conquista de la Nueva España. En este caso, sería parte de esa necesaria y siempre muy ocultada versión cubana de “la visión de los vencidos”, vituperados y acallados por una historiografía falsaria pero bien establecida.

Aunque tampoco debe olvidarse que los vencidos de hoy pueden ser, y generalmente resultan al final, los vencedores del mañana. A pesar de sus resultados, nadie puede negar la admirable perseverancia, la heroica resistencia que ante la ceguera interesada y el silencio cómplice de casi todo el mundo, que los luchadores por la democracia en Cuba han demostrado y siguen demostrando, con una fijeza ejemplar contra todos los vientos y mareas adversas. La disyuntiva es terminante: verdad contra mentira; memoria contra olvido.

Machover es hoy uno de los más acreditados, persistentes y documentados especialistas en el estudio histórico de la tragedia cubana. Ha sostenido con una admirable fijeza esa pasión de un historiador comprometido seriamente con la verdad, desde sus primeros estudios hasta el presente. No es, pues, un improvisado, ni un glosador complaciente.

Una de las grandes virtudes de esta nueva propuesta historiográfica, es la capacidad que demuestra para motivar en el lector sus propias reflexiones, comparar sucesos semejantes, recordar hechos olvidados o poco tratados, y elaborar algunas lecciones como balance del panorama ofrecido. En estos aspectos considero que se encuentra lo mejor del libro.

Por otra parte, Machover demuestra ser un perspicaz pesquisidor y analista de los sucesos históricos, así como de sus resultados más trascendentes. Es un historiador riguroso que no teme enfrentar las opiniones fabricadas, ya establecidas por una academia inescrupulosa y manipulada por intereses muy diversos y poco honorables. Confirma siempre esta heroica capacidad expuesta, pues pertenece por su formación cultural, y hasta diría que genéticamente, a la más antigua escuela hermenéutica clásica: la de los filólogos hebreos adiestrados puntual y devotamente en la exégesis de los textos sagrados, la Torah fundamentalmente, sumando innumerables generaciones, las cuales sostienen y acreditan esta aplicada tarea durante miles de años como en ninguna otra cultura. Machover es, en síntesis, nuestro Flavio Josefo insular. Así como hoy algunos tratan de borrar la terrible Shoah, Machover procura y lucha para que no se ignore ese otro holocausto cubano, que cuenta con miles de muertos y millones de desterrados, olvidados, agredidos e ignorados por la complaciente complicidad de sus negadores y detractores.

Para empezar, Machover propone un muy audaz paralelo entre la Cuba de 1959 con la Francia de 1945 y la España de 1936, que ofrece interesantes puntos en común para la construcción de la historia de los hechos recientes. Si Rusia tuvo a sus publicistas entusiastas (John Reed, el primer George Orwell, Bertrand Russell, André Gide), también Cuba se benefició de la enigmática atracción de algunos intelectuales hacia esos fenómenos llamados de “luchas populares”. Machover se consagra al estudio del origen de lo que llama los “60 años de la entrada de Cuba en la historia universal” contemporánea. Hasta ese momento, la isla casi sólo era conocida por su capital, La Habana, y uno de sus productos que prolongaban y difundían su nombre por el planeta: los habanos.

Algo quizá anecdótico pero que considero revelador, es que, con la admirable perseverancia de un imán, el autor insiste en emplear su nombre en la forma hispana de Jacobo, que lo vincula con Santiago de Compostela, y rehúsa adoptar un Jacques afrancesado y desarraigado, por muy inmerso e identificado que hoy esté con la cultura francesa donde ha pasado su largo exilio. Pero se siente y se muestra sobre todo como un historiador plenamente cubano.

Fueron contados quienes vieron, como advierte Machover, detrás de tanta euforia triunfal con la llegada a la capital de “los barbudos”, que se avecinaba una dilatada tragedia sobre el incauto y alborozado país. Pocas veces antes un sueño pasó tan velozmente de la utopía a la distopía, del sueño a la pesadilla. La “luna de miel” con una prometida liberación duró tan poco, como el clásico merengue a la puerta del colegio.

Fidel Castro y sus cómplices más directos (muchos de ellos después asesinados y sacrificados en altar personal del ego del líder supremo e incuestionable), fabricaron con gran éxito y sin resistencia apenas su ficción del “monstruo” derrocado. Una generación de fotógrafos, diseñadores y gacetilleros (formados curiosamente en las más acreditadas y exitosas agencias publicitarias del mundo, entonces inspiradas por la Escuela de Chicago), trabajó con empeño y gran éxito para crear un “Frankenstein” útil a sus propósitos y muy efectivo. Al demonizar todo lo anterior, empezando por el líder depuesto, se justificaba todo lo que vendría después.

Si Batista siempre aparecía en público y en privado atildado y pulcramente vestido, sin excesos ni lujos, con una corrección republicana, Castro y sus constructores de imagen (Celia Sánchez la primera), prefirieron que en esa etapa se mostrase hirsuto y rural, provinciano y “auténtico”: la estampa cabal del “revolucionario” despreocupado por su aspecto y sin vanidosas ataduras materiales. Si Batista vestía de riguroso dril blanco, Castro lo haría de verde oliva insurgente; si Batista fumaba –escasamente- cigarrillos, Castro se exhibiría por todas partes con su humeante puro, un símbolo fálico purificador, como sahumerio ofrecido a los dioses de la venganza, pues su poder totalitario sería aplicado en el servicio de una “causa superior”, de redención y castigo.

Alguien que supo ver bastante temprano el engaño y lo caricaturizó con precisión implacable, fue un judío neoyorquino, Woody Allen, quien esmirriado en su holgado y patético uniforme, con unas barbas postizas, ralas y descuidadas, personificó fársicamente al nuevo dictador en su Bananas (1971). Él hizo con Castro algo semejante a lo que Chaplin en su momento ejecutó con Hitler en El gran dictador. Quizá ahí se popularizó el término de “repúblicas bananeras”, aunque fue desde la ya olvidada novela Mamita Yunai (1941), del comunista costarricense Carlos Luis Fallas, cuando se utilizó la frase primeramente.

Lejos de implantar, según la retórica leninista, un “estado de nuevo tipo”, Castro logró imponer, a sangre y fuego (y hasta con aplausos) “una dictadura de nuevo tipo”, que ha resultado ser, hasta ahora, por sus resultados y permanencia, la más perfecta y perdurable del mundo occidental. Sólo la aventaja en el universo oriental la de Corea del Norte. Si ésta es el ridículo “reino de los Kim”, lo que se muestra en la isla es la grotesca “monarquía de los Castro”, dos nuevos apellidos para el Almanach de Gotha político. Y ambas coinciden en proclamarse como “auténticas democracias”, dando así muestra de la relatividad caprichosa de este concepto, tan desvirtuado en nuestros tiempos. Con la necesaria exclusión de todos los demás países del orbe entero, ellos sí son demócratas, pero el resto no, y por supuesto deben aprender de su ejemplo. Han logrado vender con gran éxito tanto para el consumo interno como el externo, con un persistente y hábil marketing ideológico, la servidumbre como liberación, el yugo como ala, lo negro como blanco y la oscuridad como luz. Sin embargo, el ejemplo norcoreano nunca ha disfrutado la aceptación externa que sí ha tenido y todavía tiene para muchos el modelo cubano, así que sus publicistas han sido mucho más hábiles y efectivos, empezando por su principal histrión y coreógrafo, el carismático Fidel Castro. Y en ese proceso que no ha perdonado flora ni fauna, vivos y muertos, clima y suelo, costa y montaña, selva o prado, la Historia ha resultado también travestida y perversamente desfigurada, de tal suerte que hoy puede hablarse de “dos historias de Cuba”, la oficial y la del resto, completamente discrepantes y contradictorias.

Uno de los eslabones más resistentes de esta cadena de falsedades, y de los más antiguos, es la caracterización de Batista como “el malo de la película”, “el enemigo perfecto”, “el más odiado”, “el villano más atroz”, “el modelo de la perversión” y el “monstruo por excelencia”; en realidad, esta construcción comenzó desde antes que Castro monopolizara el poder, y sus inescrupulosos creadores no fueron por siempre sus más fieles y eternos colaboradores incondicionales. Ciertamente, la raíz de estos males se afincó desde mucho antes y por diversos personajes, quienes, envidiosos o insatisfechos de sus apetitos, vendidos o cómplices ingenuos, fueron levantando el pedestal de la horca sin percatarse que ellos también penderían algún día de ella. El maniqueísmo bipolar aplicado ha sido tan útil para Castro, como lo fue, si vamos al real origen de la práctica, para los maestros del sistema, Joseph Goebbels y Willi Münzenberg, esos dos grandes seductores de multitudes e intelectuales útiles.

El abuso castrista contra los niños no empezó con la “Operación Pedro Pan”,  los adoctrinados pioneros, o la Masacre del Remolcador 13 de Marzo: aunque su propia familia fue protegida expresamente por Batista, mientras Castro estuvo en una cómoda cárcel condenado por sedición y aún durante su insurrección, los hijos de su contrincante desplazado fueron perseguidos y vituperados por él y sus seguidores dóciles y complacientes, rabiosos y adocenados, cuando fueron agredidos al llegar dos días antes de la caída del gobierno cubano a Nueva York, según recupera el conmovedor testimonio de Roberto “Bobby” Batista, que integra Machover en su libro.

Al llegar al destierro, los hijos de Batista fueron víctimas totalmente inocentes, como recuerda Machover, del “primer acto de repudio revolucionario”, esos “minutos de odio orwellianos”, inocultables abuelos de los actuales escraches podemitas hispanos. En las primeras horas del 30 de diciembre de 1958, cuando llegaron a Estados Unidos, ya los esperaban las sedientas hordas castrófilas en el aeropuerto, para agredirlos, regocijadas con su inminente victoria, que celebraban eufóricamente.

Tal parece que Fidel Castro, en su obcecado redentorismo purificatorio e incendiario, nunca entendió y menos aún aceptó, que pudiera haber alguien que no quisiera participar en su empresa utópica. No podía concebir que nadie se le negara para ser parte de sus huestes que construirían el futuro sólo por él concebido. Partir o negarse no podía asumirlo sino como traición, a él y, en su persona, a la misma Patria encarnada (que para él eran lo mismo). Es revelador que con el tiempo dejó de referirse a “Cuba”, para reducirse sólo a un concepto prefabricado por él a su imagen y semejanza, la sempiterna “Revolución”, su revolución, la de él y nadie más.

Asombrosamente, para los republicanos Eisenhower y Nixon, Batista era un “socialista” y un “dictador”, y hasta había sido aliado (coyuntural) de los comunistas cubanos. Y, en cambio, Castro era -en el principio- un “liberal idealista” (luego al menos Nixon rectificó, pero ya era tarde), un “Robin Hood del Caribe”. De ahí el mortal embargo de armas y el irresponsable abandono de Batista por el gobierno de Estados Unidos en marzo de 1958, lo cual fue mucho más demoledor y decisivo que cualquier otro golpe militar de los insurrectos contra la república cubana. Ya fue muy tarde cuando Eisenhower revisó su juicio sobre Fidel Castro, y su desplante de no recibirlo, sólo aumentó la popularidad de éste, al quedar como víctima del victorioso militar estadunidense: así comenzó el mito del David caribeño enfrentado al Goliat americano, que se ha implantado tan hondamente en el inconsciente colectivo mundial.

Una de las figuras más tenebrosas y retorcidas, y que ha sido absuelta cegata e irresponsablemente por la historia elaborada a partir de los turiferarios, es la de Ramón Grau San Martín, el peor traidor a la causa cubana de todos los tiempos; vaselinoso, ambiguo y hasta feminoide, dos veces faltó a su palabra empeñada y empujó al país hacia el desastre final, atendiendo sólo a su resentimiento y frustración. Su inopinado desistimiento para competir en las elecciones de 1954 y 1958, apenas unos pocos días antes de los comicios, fue un boicot irresponsable contra el único mecanismo entonces posible para encontrar una solución pacífica a la guerra civil. Ese contubernio fue generosamente premiado, al permitírsele acabar sus días sin ser molestado en su opulenta residencia de la Quinta Avenida en Miramar, a la que se refería modestamente como “La Chocita”.

Castro aprendió muy bien de los errores de Batista: por eso él no los repetiría. Jamás le tembló la mano para reprimir sin piedad, ni compasión (vocablo que reveladoramente nunca aparece en su léxico personal, aunque forma parte del Himno del 26 de Julio), ni menospreció al más ínfimo de sus adversarios: los aplastó a todos, lo mismo familiares, que amigos y compañeros de infancia.

Desde la famosa entrevista con Herbert Matthews para acá, Castro fue el campeón de la propaganda, pero aún antes, con la fantochada de la Campana de la Demajagua, su desempeño en el Colegio de Dolores, en El Bogotazo, y en el mismo Asalto al Cuartel Moncada, fue siempre un hábil manipulador. Todos estos fueron “golpes de efecto” aplicados desde muy temprano para la exaltación de su ego hipertrofiado, construyendo precozmente un futuro perfil heroico. Esa personalidad patológica marcó el devenir de su país, de tal suerte que su historial clínico sería tan útil para los historiadores como su biografía política e ideológica, y hasta podrían intercambiarse, según ya apuntó alguien.

Nadie que pudiera competir con él prevaleció en el entorno de Castro. Como el frondoso baobab, ninguno pudo crecer bajo su sombra: el mismo José Antonio Echeverría era tan protagónico como Fidel Castro, y de haber sobrevivido a sus aventuras terroristas, el choque futuro entre ambos era inevitable, pero una vez más el destino favoreció a Castro: la Parca apartó a Manzanita del camino para no estorbar el vertiginoso ascenso al poder del biranense.

Lector asiduo de Primo de Rivera y Mussolini, pero en especial de Maquiavelo, para quien “el fin justifica los medios”, Castro introdujo en la lucha política elementos antes desconocidos, como el secuestro de aviones y personas, que después crearían una calamitosa secuela: valga recordar que el corredor de autos Juan Manuel Fangio no fue el único secuestrado (23 de Febrero de 1958) por las células terroristas del Movimiento 26 de Julio: el mismo año, un comediante, también argentino, el popular Pepe Biondi, fue raptado en las cercanías del Edificio Focsa, cuando Castro dictó la proclama “ni una fiesta ni una risa”, para impedir la celebración del 4 de Septiembre batistiano. Bombas es cines y cabarés, se convirtieron en sucesos de siniestra cotidianidad dentro la pelea sin cuartel desatada por Castro.

La historiografía oficial da por sentado el triunfo del candidato Roberto Agramonte por el Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo) en las Elecciones Generales de junio de 1952, interrumpidas por el Golpe de Estado del 10 de Marzo realizado por Batista, pero actualmente esta afirmación resulta muy cuestionable. Se afirma, sin sustento sólido, que Batista dio el golpe de estado porque sabía que perdería en las elecciones unos días después”. Esa es hoy una aseveración gratuita y sesgada, pero que ha gozado de fortuna historiográfica por ser incansablemente repetida.

La industria de la publicidad en Cuba, iniciada tempranamente desde 1907 con la Liga Cubana de Publicidad fundada por Walter Stanton, y que para los años veinte contaba con dos compañías establecidas como la Havana Advertising y la Tropical Advertising, ya para el 8 de marzo de 1935 agrupó a los profesionales en la Asociación de Anunciantes de Cuba  y existían formaciones gremiales como la Asociación de Agencias de Anuncios (AAA),  y la Asociación Nacional de Profesionistas Publicitarios (ANPP), y ya en 1945 se estableció la Escuela Profesional de Publicidad, pero esta intensa actividad estaba referida a la publicidad comercial, pero no existía un auténtico marketing político, y lo que se hacía en las campañas electorales eran las formas más precarias y elementales de la propaganda política casera, con carteles, anuncios, volantes, bisutería diversa y pegajosas canciones (las congas, para las cuales no desdeñaban colaborar hasta músicos de renombre como el jingle de Carlos Prío obsequiado por Osvaldo Farrés), pero no existía en Cuba –como tampoco en Estados Unidos aún- un estudio científico del mercado y las preferencias políticas, y todo se fiaba al “olfato” y a la “intuición” de los actores contendientes.

En 1952, 1954 y 1958 tampoco había verdaderas encuestas de opinión y de intención de voto, con métodos profesionales como aspiran a ser las actuales, elaboradas por casas especializadas y de prestigio, y con amplias muestras estadísticamente representativas. Los análisis demoscópicos estaban aún en pañales para esa época, y los “estimados” existentes eran sólo “a ojo de buen cubero”, o las parcializadas y muy sesgadas “encuestas”, elaboradas y publicadas por la claramente tendenciosa y muy antibatistiana revista Bohemia, en manos de su polémico y ambiguo director-propietario Miguel Ángel Quevedo, de triste memoria, quien terminó abjurando de sus pasados errores y suicidándose, aunque tratando de lavar el grave daño que había ocasionado a Cuba con su decisivo apoyo a Castro. Quevedo, intentó después descargar parte de su responsabilidad al acusar de deslealtad a su mano derecha, el “dipsómano” (así lo llamó) Enrique de la Osa, autor de la célebre mentira de “los 20 mil muertos de Batista”, que todavía sigue apareciendo en las páginas oficiales castristas. Esta colosal mentira se ha asumido como verdad indiscutible, confirmando aquella frase de Goebbels que cuanto más grande es el infundio, más fácilmente será aceptado.

Sin embargo, nadie ha reparado en un hecho sobre esto: en estos 60 años de dictadura y propaganda activa, el régimen cubano nunca ha publicado un libro donde aparezcan esos “20 mil mártires”, aunque ha tenido a su completa disposición investigadores, empleados, archivos, testimonios, partes médicos e informes de nosocomios suficientes para documentar su acusación, y tampoco ha editado un libro donde aparezcan todos “sus” mártires, pues quedarían atrapados flagrantemente en su mentira. Contando con todos los medios a su alcance, el régimen cubano ha sido incapaz de ejecutar lo que el exilio sí ha realizado, sin apoyos ni recursos, con el formidable Archivo Cuba, registro serio y puntual, profesionalmente documentado, contrastado y actualizado, de todas las víctimas del castrismo, fundado en Washington en 2001 como una iniciativa del Free Society Project, Inc. por Armando M. Lago (1939-2008) y María C. Pino Cañizares (1934-2008), entre otros, y continuado en la actualidad por una Junta Directiva presidida por María C. Werlau. Allí aparecen, con nombres y apellidos y con al menos dos de sus fuentes, 7,173 muertos y desaparecidos imputados a Fidel Castro hasta su muerte el 25 de noviembre de 2016, según cita Werlau en su artículo “Castro superó a Pinochet” (El País, 4 de diciembre de 2016).

 Otros publicistas muy populares como José Pardo Llada, Luis Conte Agüero y Luis Ortega Sierra, también incurrieron en esa actitud de ingenua complicidad en el mejor de los casos, aunque –como reveló el propio Batista- aceptaban de buen grado sus “donativos”, y alguno hubo que hasta le reclamó que ese dinero obsequiado “no le alcanzaba para un viaje a España con su mujer”. Sin embargo, “jalaron soga para su pescuezo”: después de sus servicios con el micrófono en favor de Castro, este se lo arrebató para quedárselo él solo. Creo revelador el hecho que tanto Pardo Llada como Ortega Sierra, después de un largo exilio, fueron tan inescrupulosos de visitar a Cuba y ser amistosamente recibidos por el propio Fidel Castro. A la larga, amarga lección de la historia, sólo fue el repudiado Otto Meruelo quien único dijo la verdad desde el principio, aunque fue calificado –y condenado- como calumniador y pluma vendida del régimen batistiano, y sufrió 18 años de dura prisión (la condena fue de 30), antes de poder salir al exilio. Raúl Castro lo consideró su “preso personal”, pues nunca le perdonó que lo llamara “la china de los ojos tristes”.

En este nuevo libro de Machover se reúne una mejor y más completa relación de sucesos, su relación y jerarquización, así como el impacto que tuvo cada uno en los acontecimientos posteriores. Resulta así más expositivo y didáctico que otros estudios similares, y sin dudas es un material sólido y compacto de extraordinaria utilidad para esparcir nuevas luces cobre un momento especialmente oscuro y manipulado de la historia cubana, los últimos días del gobierno de Batista, y la irrupción de un nuevo régimen que venía cargado de promesas pero que pronto decepcionó a la mayoría.

Concentrar toda la problemática cubana de la época exclusivamente en la figura simbólica de Batista, allanó la marcha arrolladora de Castro hacia el poder absoluto. Pocos o casi nadie advirtió que, al combatir ferozmente a un dictador circunstancial y fluctuante, estaban construyendo acelerada e irresponsablemente el pedestal de otro mucho peor, ese si un dictador orgánico, pleno e integral, quien fue vendido –y comprado- como el justiciero que vendría para arrasar a sangre y fuego la putrefacta Babilonia republicana. Como el popular Chacumbele, ellos mismos se mataron y de paso sacrificaron a los demás: con sus ambiciones mezquinas y actuaciones miopes, aquellos mque pudieron evitarlo, asesinaron, sepultaron y apisonaron a la juvenil República.

Batista intentó varias veces entablar una negociación a través del diálogo y el compromiso político, pero nadie quiso escucharlo, y otros fingieron hacerlo y luego lo traicionaron –apuñalando a Cuba, de paso- cerrando todas las puertas y tirando las llaves para una transición y solución pactada. La respuesta a sus gestiones, ya francamente absoluta, fue: “Todo o nada”. Castro haría uso de esa fórmula al servicio de su interés personal: se quedaría con todo y nadie más recibiría nada.

Todavía para muchos que revisan los sucesos de esta época resulta inconcebible que casi nadie se haya percatado realmente de lo que sobrevendría, y pensaron con asombrosa ingenuidad que siempre podrían manipular al ambicioso caudillo oriental. Como resultado de tanta ignorancia e imprudencia, todo el poder quedaría concentrado en una sola persona, quien sería el árbitro supremo y dueño absoluto de la plantación recién conquistada. Más que credulidad ingenua, cabe suponer que fue una soberbia ignorante y egoísta la que ocasionó todo esto: la obsesión por “tumbar al Indio” como fuera cegó a todos.

Quizá el estrábico Jean Paul Sartre en su parcializada y falsa visión de Fulgencio Batista Zaldívar sintió la influencia de quien fue su cercano chevalier servant y cicerone durante sus visitas a Cuba (del 20 de febrero al 15 de marzo y del 21 al 28 de octubre de 1960); era su segunda vez en la isla pues la primera fue en 1949, mas ahora venía, junto con su pareja Simone de Beauvoir, como invitado oficial de Carlos Franqui, quien lo contactó en París, pero sospecho que el impulso superior de este viaje partió del propio Ernesto Guevara (único del círculo de hierro, del famoso “gobierno en la sombra”, que ya conspiraba para instaurar un sistema comunista) que leía del francés, pues dudo que Franqui tuviera autorización suficiente para semejante iniciativa. Por otra parte, Sartre se había declarado antisoviético poco antes cuando la invasión a Hungría, y eso marcaba una cierta distancia muy grata para el argentino, que andaba por el mismo rumbo (aunque apenas unos días antes, el 4 de febrero, Anastas Mikoyan había visitado Cuba, por gestión iniciada por Guevara antes en Egipto), lo cual no frenaba su comunismo visceral reflejado en una de sus frases más famosas: “Un anticomunista es un perro”. Ahora, para atenderlo a él y a Simone estaba su traductor cubano Juan Arcocha, y era también escoltado por el joven Lisandro Otero, hijo de quien con igual nombre (Lisandro Otero Masdeu, 1893-1957), fuera Presidente de los periodistas cubanos bajo Batista, y uno de los más agraciados con las atenciones y reconocimientos del General. Era un clásico “niño bien” del Vedado Tenis Club y del Havana Yacht Club.

Sartre desató su imaginación existencialista en esa visita con su reportaje Huracán en el azúcar (publicado como artículos sucesivos en France-Soir del 28 de junio al 15 de julio de 1960, y el mismo año recogida en una edición cubana). Y Otero, continuó tras su huella, y perpetró Cuba: ZDA (Zona de Desarrollo Agrícola), 1960, siguiendo la receta del ambiguo intelectual parisino, quien persistía en querer considerar a Cuba como un típico país del peor Tercer Mundo, víctima del monocultivo, atrasado y dependiente. A Otero, criollo blanco, refinado y elegante, con relumbrantes y magnéticos ojos verdes, es en gran parte presumible atribuir los juicios peyorativos y los infundios gigantescos (como aquel tigre alimentado con los revolucionarios), de Sartre contra Batista.

Racial y culturalmente, Otero era mucho más afín con Castro (blanco, hijo de español y exalumno de los colegios de Dolores y Belén), que con Batista (mestizo de origen paupérrimo y autodidacta), a pesar de la cercana relación de su padre con el General, quien llegó a imponerle la Orden Carlos Manuel de Céspedes, la más alta y honrosa del país. Ambos, además, compartían la condición de muchachos sostenidos económicamente durante mucho tiempo por sus laboriosos padres.

Algún día habrá que reconocer y estudiar a profundidad el factor racista subyacente en la llamada “revolución”, pues gran parte de la oposición a Batista lo criticó y se burló de su condición de no blanco puro, y además el apoyo mayoritario de negros y mulatos de extracción popular hacia su gobierno. Basta ver la nómina de los opositores –civiles y guerrilleros- para apreciar la enorme proporción de cubanos blancos de clase media y alta, y muy contados negros, como refleja el mejor barómetro de esa meritocracia totalitaria que es el Comité Central del PCC original, con la presencia –más bien simbólica- de contadísimos miembros de la raza negra.

El papel cómplice de Jean Paul Sartre también es un tema muy interesante de esta obra. Sartre fue uno de los primeros vendedores (merolicos les dicen) de la tesis del subdesarrollo cubano republicano como justificatorio de la “revolución” castrista, y en esas filas se integrarían rápida e inopinadamente otros como Antonio Núñez Jiménez, el inefable “Toñito Cuevita”, otro de sus solícitos anfitriones, al frente entonces del truculento INRA, organismo expresamente creado para monopolizar la agricultura cubana y demoler lo construido por el Banco de Fomento Agrícola e Industrial (1950) creado por Prío y afirmado por Batista. Sartre ignoró entre muchas otras cosas, que Batista había fundado instituciones fundamentales para el progreso económico del país, como la Financiera Nacional de Cuba (1953), el Banco Cubano del Comercio Exterior (BANCEX), y el Banco de Desarrollo Económico y Social (BANDES), ambos en 1954. Todas estas entidades proyectaban la diversificación productiva y la distribución más equitativa de la riqueza nacional, creando oportunidades crediticias para sectores más amplios.

Sartre venía a Cuba en misión de campaña, como la expresión corpórea del “intelectual comprometido”, es decir, del pensador que acepta adoptar un catecismo prestablecido, y con una ideología que le sirve de anteojera y mordaza a la vez: venía a ver sólo lo que quería ver. Revestido de entrada como reportero parcializado, se forró con el atuendo eurocentrista de un antropólogo en función de propagandista, un espíritu moralmente superior, representante del Iluminismo de Izquierda, portador de la verdad única y de la antorcha reivindicatoria y redentorista, un taumaturgo iluminado, como un nuevo redescubridor después de Colón y Humboldt; sin haber dedicado antes ni siquiera un leve intento de esfuerzo intelectual para documentarse sobre la realidad latinoamericana, y especialmente cubana; vino a “dictar cátedra” como Magister, con un puñado de conocimientos sujetos con alfileres muy superficiales, formando un delgado barniz, como la avanzada filosófica del existencialismo de izquierda, de inspiración marxista, con un tenebroso y oscuro pasado personal durante la ocupación nazi de Francia, y una hoja de servicios patrióticos falsa e inflada, y como el adversario ya frontal del pensamiento liberal y democrático representado por los mucho más coherentes Raymond Aron y Albert Camus. Asumió con deleite su misión de intelectual orgánico y comprometido, pero duró poco su himeneo con el castrismo, pues, aunque se plegó totalmente al deseo del dictador, aún resultó insuficiente su pleitesía: fue apartado y desechado una vez cumplió con su utilidad como “compañero de viaje” o “ingenuo aprovechable”. Pero al llegar a Cuba Sartre era el candidato perfecto: predispuesto a favor de la “revolución”, adecuadamente prejuiciado sobre el período anterior, y con una clara conciencia de hacer valer una consigna ideológica.

Si para algo sirve el estudio de la historia- nos recuerda Machover- es para tratar al menos que los errores no se repitan tan milimétricamente como suele suceder. La obnubilación momentánea es explicable y hasta justificable, pero cuando la miopía o ceguera voluntaria se convierte en crónica e irreversible, ya resulta muy preocupante. Esto podría hacernos pensar que las sociedades más preparadas y conocedoras de su historia serían también más resistentes a estos errores, pero no suele ser así, pues los acontecimientos actuales confirman lamentablemente la perseverancia para cometer dislates en países con cualquier nivel de desarrollo.

La misma prensa camelada, el propio sector académico norteamericano deslumbrado que vio con calurosa y franca simpatía a Fidel Castro y repudió en masa a Fulgencio Batista, es semejante a los que hoy están entusiasmados candorosamente por los “cambios”, ni siquiera epidérmicos ni cosméticos, de su hermano heredero de la satrapía, Raúl, y de su fantoche interpósito Miguel Díaz Canel. La posición de éste es la misma de un diligente mayordomo o mayoral, quien acude presuroso para satisfacer las indicaciones de su hacendado y representarlo en los puntos a los que el otro ni se digna visitar.

La extraordinaria, preocupante y ya perversa perseverancia en el error, parece demostrar el lugar asignado por ese sector académico de “las buenas conciencias y el “pensamiento políticamente correcto”, en su distribución de papeles en la escenografía mundial, para Cuba y el resto de la América Latina: el laboratorio de las más peregrinas ideas nocivas, las cuales condenan, no a un siglo, sino a mil años de soledad, orfandad democrática y hegemonía caudillista.

Sartre es agradecido con su generoso anfitrión, y produce aceleradamente invectivas y falsedades: cambia epítetos por mojitos, insultos por daiquirís, escupidas por habanos. Mordaz como siempre, Cabrera Infante lo retrató como “el Bizco, mirando con un ojo el Ser y con el otro la Nada”. Y fue igualmente de las primeras víctimas –terminales- de esa aguda disentería ideológica que también el novelista definió como “la castroenteritis aguda”.

No estuvo solo en la defenestración de sus decepcionados anfitriones: pronto se le juntó otro izquierdista ingenuo, K. S. Karol, quien creyendo prestar un gran servicio a la causa castrista, publicó Los guerrilleros en el poder y sólo recibió la acusación del propio Castro de ser un “agente de la CIA”, como era usual en él con sus imputaciones sin pruebas. Tanto uno como otro fueron de los primeros agentes y luego sujetos fusileros del “asesinato de la reputación”; rápidamente, la triste historia de su relación con Castro, les demostró lo fácil que se intercambian los papeles en el paredón de la moral revolucionaria: hoy podías estar frente al muro y al rato siguiente recostado a él, enfrentando los fusiles.

Machover reseña con grandes pero reveladores trazos lo que fue La Habana en los años inmediatos anteriores al desastre progresivo de 1959. La capital cubana era como la Ciudad Maravilla, la Ciudad Esmeralda del Mago de Oz, el París de las Américas -así se le conocía- con tiendas como El Encanto y su Salón Francés, y las exclusivas de Christian Dior, Flogar, Fin de siglo y La Época... Una urbe repleta de vida y de esperanza, movida por una fiesta perpetua y con sueños de grandeza…

El hedonismo pagano fue abatido por la austeridad: una rencorosa Esparta santiaguera siempre desplazada de la historia, sometió finalmente a una Atenas habanera, hedonista y despreocupada. Aquella asombrosa Acrópolis batistiana, la Plaza Cívica, no sólo era un modelo latinoamericano excepcional en el momento (Brasilia aún ni se proyectaba, pues comenzaría apenas en 1956), sino la propuesta inicial para una reurbanización de la capital y luego de todo el país. La prenda codiciada se convirtió en el primer hurto castrista, al auto adjudicársela implícitamente y rebautizarla como Plaza de la Revolución, que era como decir, la Plaza particular de Fidel Castro. Paradójicamente, sin proponérselo, Batista fue, también, el escenógrafo de Castro, pues plantó el decorado para sus perfomances posteriores.

Como en tantos otros desastres, la arquitectura castrista ha sido un fracaso total, constructiva, estética y urbanistamente considerada. Un gobierno unipersonal, totalitario y absoluto, como el de Castro, desaprovechó lo único que podía justificarlo, arquitectónicamente: no debía respetar, consultar ni negociar un replanteamiento del paisaje; podía hacer y deshacer a su antojo sin nada ni nadie que lo enfrentara, como sucede en los estados de derecho democráticos; y sí hizo y deshizo, pero mal, muy mal, carente de un criterio estético –y tampoco social- para perjudicar el perfil de las ciudades cubanas con sus bodrios que, al menos, por fortuna, han sido minúsculamente escasos, lo cual es su única virtud: una ambiciosa y vanguardista Escuela de Arte, más inconclusa que la sinfonía de Schubert; un banco faraónico devenido en disfuncional hospital, que tardó en construirse más que las pirámides de Gizeh, y un restaurante leninista cuyo nombre es sinónimo del país y del efecto sobre las billeteras de sus presuntamente proletarios consumidores: Las Ruinas. El escaso resto son los galpones de los Médicos de la Familia y las koljosianas Escuelas en el Campo, ya en franca extinción por inanición.

Nuevo Catón El Viejo, desde el fondo de su alma puritana Castro se propuso destruir hasta sus mismas bases esa Nueva Babilonia, esa Sin City luminosa, que se burló cruelmente de él tantas veces, por palurdo y desaseado, y donde recibió el más desacralizador de sus títulos, otorgado enfática y unánimemente por sus mismos compañeros de universidad: Bolae’Churre.Delenda est Habana”, musita cada noche antes de dormirse, pistola a la cintura y con las botas puestas que no se quita ni para dormir, según testimonios creíbles, desde la lujosa suite 2324  del piso del Hotel Habana Hilton, recién inaugurado por sus laboriosos financieros, los afiliados del Sindicato de Trabajadores Gastronómicos de la República de Cuba, sus verdaderos dueños, y no Mr. Conrad Hilton, propietario sólo de la franquicia.

Sin buscarlo ni quererlo inicialmente, Cabrera Infante resulta al final el entusiasta trovador melancólico de La Habana de Batista (a quien combatió y criticó acerbamente, pecado juvenil que después pagará con creces junto con otros más), no la de Castro, quien será su implacable Ángel aniquilador. El novelista, como aquel Boabdil que suspiró desde el Sillón del Moro en la Alpujarra granadina, al volverse para mirar por última vez la ciudad de la Alhambra, pudo quejarse también: “Ay de mi Habana”. A él le tocó el papel de entonar el triste canto del cisne y, luego, retorcerle el cuello.

La muy sui generis “dictadura” de Batista es lo menos parecido a lo que en el medio latinoamericano se entiende como una dictadura clásica, de rompe y rasga y de tiempo completo, sin medida ni tasa. La Habana se mostraba como la ventana vanguardista de lo que en poco tiempo más podía ser el resto del país, un escenario de creciente y sólida prosperidad, garantizada por el cuerpo de leyes y decretos, y la creación o fortalecimiento de instituciones, cuyo funcionamiento no podría haber sido ni medianamente exitoso sin contar con virtudes políticas propicias como son una estabilidad material y seguridad jurídica. Las débiles democracias latinoamericanas de casi todo el siglo XX, no fueron en gran parte, ni son todavía, modelos de ninguna de ambas virtudes.

Un formidable espejismo para incautos revolucionarios encegueció a Cuba, o casi toda. El tóxico sortilegio y la hipnosis colectiva del nuevo encantador de serpientes, se cernió sobre todos, incluso los más despiertos, o quienes solían serlo, como Jorge Mañach o José Lezama Lima; ellos creyeron ver en el advenimiento de un salvador, una necesaria purificación redentora sustentada por un peregrino misticismo tropical, de la mano de un nuevo mayoral mesiánico y vindicador. El Ángel de la Jiribilla acudió presuroso, sonrojado, pudibundo e ingenuo, a denunciar al inquietante Bustrófedon por exhibicionismo pornográfico y atentado a la moral pública.

El primero de enero de 1959, con Castro planeando sobre el país, fue la Hora Cero de la desgracia nacional. Pretenderá entonces que la Historia comienza y termina con él, mucho antes de Fukuyama. Querrá dejarlo todo a su paso “sic tabula rasa” y sólo en eso tendrá éxito, el único triunfo palpable de su trayectoria nefasta. Así como el agua del bautismo borra todos los pecados, su revolución será la inundación purificadora, la nueva eucaristía no del pan (cada día más escaso), sino del fuego (cada momento más intenso), y suprime todas las memorias molestas: sólo sobrevivirán los recuerdos útiles para la causa, y si estos no existen, se fabricarán diligente y disciplinalmente por los nuevos escribanos aplicados, y si ya estaban, pero no resultan adecuados, se deformarán convenientemente: porque la “revolución” es dueña no sólo del futuro y del presente, sino del pasado.

El boicot de los partidos políticos contra las propuestas de negociación y acuerdo presentadas por Batista y su equipo (responsabilidad absoluta y puntual de sus líderes individuales), impidió cualquier solución civilista al conflicto creado y atizado por ellos mimos. No advirtieron en su ceguera, su vanidad, su orgullo o su mezquino egoísmo estúpido, que, de esa forma, al deslegitimar todo, se estaban también autodesligitimando y desautorizando ellos mismos. Cavaron su propia tumba, y con ella, la de la incierta y frágil república, facilitando el trabajo final del sepulturero de las instituciones que acechaba no muy lejos, Quinto Jinete del Apocalipsis, ya con la pala en la mano para entonar el requiescat in pace liberticida, definitivo y total.

La legitimidad de las elecciones de 1954 y 1958 fue dinamitada concienzuda y suicidamente por la oposición, no por Batista. Cada medida propuesta por éste para negociar el conflicto y solucionarlo, fue rápidamente ripostada con otra contrapuesta negativa y descalificadora, cerrando todas las vías de alivio patriótico del problema, y engordando el caudal de la gran inundación que vendría después, cubriendo al país. Batista sacrificó su prestigio democrático (ganado a pulso en 1940), por la efectividad política necesaria para el progreso y bienestar del país (que atropelladamente lastimaría en 1952 con el Golpe de Marzo). Buen jugador, Batista sopesó las probabilidades y colocó su apuesta: pero perdió. Sus oponentes cerraron el juego. La fortuna le fue adversa y los intereses organizados contra él y su proyecto, fueron demasiados y lo superaron ampliamente. Levantó una ola que después no pudo aplacar a pesar de todas sus concesiones. Si el juego hubiera durado más, y con otros jugadores menos peseteros, quizá habría ganado y con él, Cuba. Hoy ya no se hablaría de Batista, y menos, de Castro.

En virtud de aportes como este de Machover y varios estudiosos más, Fulgencio Batista se aprecia cada día más con todas sus luces y sus sombras, como el más grande estadista cubano del siglo XX por su visión y proyecto, y paradójicamente, también quizá el peor político, por sus resultados.

En esta tragedia, la dramaturgia de Castro se impuso desde el principio, pues fue concebida e interpretada en tono heroico. Para la izquierda mundial, carente entonces de figuras emblemáticas (el “padrecito” Stalin había muerto en olor de maldad en 1953), fue una bendición. Joven, exaltado, con un perfil legendario, oriundo de una isla exótica que nadie ubicaba muy bien y sólo de identificaba por sus habanos, en un continente telúrico donde aunque dentro epistemológicamente dentro del mundo occidental, la prédica y la praxis racionalista nunca se asentaron debidamente ni echaron raíces profundas; de verbosidad incontenible en los tiempos cuando la televisión ya comenzaba a empujar a la radio, a pesar de sus reiterados fracasos y sus excesos peligrosos como con los misiles rusos, y el derrumbe de la patética Zafra de los Diez Millones (su primero de muchos reveces convertidos en pírricas victorias), resultó anormalmente simpático y logró grabar en la psique mundial, con el jubiloso entusiasmo colaborativo de los medios y las academia de elite, su perfil griego, despojado ya de su referente humano: se convirtió en la estatua invencible, en el monumento unipersonal de la revolución mundial y en el valor transcendido de su significado, válido por él mismo: el símbolo de sí mismo. Y por su desesperante supervivencia, en un mito; además, por su longevidad, el último de los mitos del siglo XX, que vio figuras admirables de distintos signos ideológicos, y se prolonga incluso venenosamente en el XXI.

Mañach fue uno de los primeros incautos “compañeros de ruta”, pero fue prontamente desechado; a él le seguirían muchos otros: Carlos Franqui, Guillermo Cabrera Infante, César Leante… y la lista continúa hasta hoy.

La tristemente famosa Revolución cubana, que rebasa cualquier intento de resumirla sucintamente, permanece agazapada pero activa, como arqueológica advertencia, igualmente virulenta para los ingenuos, lo cual nos recuerda con creces este oportuno libro de Machover, que desmonta acontecimientos desconocidos o desvirtuados, los cuales ofrecen nueva luz para tratar de entender mejor nuestra historia y así procurar –es sólo un ingenuo deseo vagamente optimista- no repetirla.