Sunday, February 10, 2019

William Walker y el síndrome de abstinencia


William Walker (Brady/ Wikimedia Commons)

Por Enrisco 
 
No fue el venezolano Narciso López el último conquistador de bolsillo que zarpó de puertos norteamericanos a la caza de nuevas tierras del sur, allí donde el café cuelga de las matas y el subjuntivo crece silvestre. No. Luego de la anexión de Texas y el galante despojo de la mitad de México cualquier cosa parecía posible. Como que un nativo de Nashville, Tennessee, se declarara presidente de Nicaragua.
Ese fue William Walker. Nacido en 1824 de inmigrante inglés y americana, el precoz Walker se graduó en la universidad a los 14 años. Luego estudió medicina y leyes pero se le daba mejor causar (y recibir) heridas y violar las leyes. Probó suerte en el Oeste. En San Francisco tuvo éxito como periodista: tres veces lo retaron a duelo y fue herido en dos. En el Wild West lo de “la letra con sangre entra” podía ser demasiado literal. Buscando un oficio menos peligroso que el periodismo Walker probó con el de invasor de países.
Tuvo suerte. Corría la moda del “filibusterismo” que consistía en apoderarse de territorios en Latinoamérica y convertirlos en estados esclavistas. Algo había que hacer para conservar una tradición que tantas satisfacciones les había dado… a los dueños de esclavos.
En 1853 Walker desembarcó con 45 hombres en el norte de México, y al primer pueblito que encontró lo proclamó capital de la República de Baja California que se acababa de inventar. Luego le cambió el nombre por el de República de Sonora. Tres meses después, al ver que el gobierno mexicano no estaba dispuesto a que siguiera cambiándole el nombre a su flamante república (por el de República de Medio México, por ejemplo) Walker regresó a los Estados Unidos. Allí fue severamente juzgado por violar las leyes de neutralidad… y absuelto en ocho minutos.
Poco después, y como para ampliar los conocimientos geográficos de Walker, en los periódicos norteamericanos empezó a hablarse de Nicaragua. Sucedía que el magnate neoyorquino Cornelius Vanderbilt quería construir un canal interoceánico a través de Nicaragua. Solo que una guerra civil entre liberales y conservadores nicaragüenses estaba resultando pésima para hacer negocios allá. Y en plena guerra los liberales nicas tuvieron la brillante idea de pedirle ayuda a Walker.
Con el apoyo de Vanderbilt, Walker desembarcó en Nicaragua en junio de 1855. Ganó y perdió batallas hasta que en octubre tomó el control del país. Ya Walker iba a entregarle el poder a sus aliados liberales pero, pensándoselo mejor, se proclamó presidente del país. Buscando apoyo de los esclavistas del sur, reinstituyó la esclavitud en Nicaragua, abolida hacía más de treinta años. Y como al parecer a Walker le costaba conjugar el subjuntivo en español declaró el inglés la lengua oficial. Su gobierno llegó a ser reconocido por el de los Estados Unidos en mayo de 1856. Pero en medio de su entusiasmo Walker cometió un grave error: darle la espalda a su protector neoyorquino, Vanderbilt.
Sintiéndose traicionado Vanderbilt pagó una coalición de fuerzas centroamericanas para que sacaran a Walker del poder. Eso lo consiguieron en mayo de 1857. De vuelta a su país Walker fue recibido como un héroe en Nueva York. No obstante, ante la disyuntiva de pasarse la vida recordando en los bares de Manhattan sus tiempos de presidente nicaragüense Walker decidió ir a recuperar el puesto. En una de sus intentonas fue interceptado y devuelto a los Estados Unidos. En otra fue entregado a las autoridades hondureñas que decidieron curarle el síndrome de abstinencia de riesgo y poder del modo más radical posible: fusilándolo. Y así, tras intenso tratamiento con plomo, el alma aventurera de William Walker fue liberada de su cuerpo el 12 de septiembre de 1860. Un bonito ejemplo a seguir. El de los hondureños, digo.

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