Friday, March 30, 2018

LA EDAD DE ORO DE JOSÉ MARTÍ: CRÓNICA DE UNA EDICIÓN CRÍTICA PRESENTIDA*

Eduardo Lolo

Una máquina del tiempo y una lupa detectivesca son las herramientas básicas para emprender la confección de una edición crítica. La primera, porque es imposible desde las circunstancias epocales del crítico identificar verdaderamente el proceso de creación de un texto en tanto que producto de un entorno histórico casi siempre lejano; la segunda, porque todo texto, a manera de parte visible de un iceberg, mantiene ocultos el sub-texto, el pre-texto y hasta un posible post-texto, sin al menos un atisbo de los cuales una edición no pasa de ser un manojo de notas al pie de página. A ello hay que añadir una paciencia a prueba de fiascos y una constancia digna de Sísifo. Todo ello precedido por una genuina admiración por la obra misma, sin menoscabo de la rigurosidad asociada a un trabajo crítico profesional.
            Mi primer contacto con La Edad de Oro (1889), de José Martí (1853-1895), se encuentra perdido en la distante nebulosa de mi infancia. En realidad, mucho antes de que yo aprendiese a  leer, personajes tales como Meñique, Pilar, Bolívar (este último en forma de estatua que de emoción se movía) y otros, ya eran parte de mi mundo gracias a las lecturas en voz alta de mis mayores. Luego vinieron las lecturas periódicas desde edades disímiles, porque es el caso que una obra maestra es más de una en dependencia de la edad y la cultura del lector. Es un lugar común que los buenos libros hay que leerlos en la infancia, en la juventud y en la vejez; la unión de las tres lecturas por los tres lectores finalmente también unificados conduce a la percepción total de la obra, re-creada gracias a la respuesta múltiple y a la postre consolidada de un mismo lector.
            Mi acercamiento profesional a La Edad de Oro tuvo lugar mientras confeccionaba en Nueva York a principios de los años noventa, bajo la dirección de la destacada académica argentina Angela B. Dellepiane, mi tesis doctoral de título Modernismo y Literatura Infantil. José Martí se considera uno de los generadores del modernismo hispano en la literatura para adultos, por lo que resultaba una conjetura lógica asumir que también lo había sido en la literatura para infantes. Comencé entonces a analizar las diferentes ediciones de La Edad de Oro hasta entonces publicadas y grande fue mi sorpresa al comprobar la simpleza y hasta deficiencia de dichas ediciones. Algunas eran tipográficamente lujosas, con caras de tapas duras y/o sobrecubiertas; pero todas carecían de tan siquiera un aparato crítico decoroso que acercara el texto decimonónico a los lectores del siglo XX. Incluso una de ellas, vendida como “edición crítica” a cargo de Roberto Fernández Retamar, no llegaba a ser ni siquiera anotada profesionalmente, al tiempo que otras eran simples selecciones que se comercializaban como si tuvieran el texto íntegro; que es decir, ediciones anunciadas como ’crítica’ o ‘completa’ que no podían catalogarse sino como fraudulentas.
            Los estudios críticos publicados se reducían en ese entonces a tan solo dos libros: A propósito de La Edad de Oro. Notas sobre literatura infantil (1956) de Herminio Almendros (1898-1974), y la compilación de Salvador Arias Acerca de La Edad de Oro, de 1980. Unos pocos trabajos publicados en revistas y periódicos al margen o no recogidos en la recopilación de Arias no aportaban mucho más.
Tal pobreza de análisis crítico, una vez comenzado mi estudio de la obra, me resultó comprensible. La Edad de Oro es un texto muy alejado de la ingenuidad que (erróneamente, según mi opinión) se le atribuye a la literatura infantil: su propia naturaleza multigenérica y su prevista conversión de revista a libro la hacen una colección sumamente compleja técnicamente, llena de escollos para cualquier crítico que pretenda analizarla profundamente. Su sencillez, en tanto que texto para niños, es sólo aparente: Martí, a manera de alquimista de lenguas, doctrinas y estilos, combina elementos franceses y anglosajones al vehículo hispano del español sin que se aprecien a simple vista las fórmulas o fronteras de sus combinaciones, revolucionando la literatura infantil en castellano tal como lo hacía, simultáneamente, con la de adultos. El propio Martí tenía conciencia de la importancia de su obra para niños, la cual confeccionó deliberadamente como mucho más que una efímera publicación periódica. De ahí que haya guardado celosamente los 4 ejemplares de la revista y, poco antes de partir hacia Cuba a “morir de cara al sol” ‒como había sido su deseo o premonición‒, se los entregara a su albacea literario para su re-edición, al menos parcial, como parte de sus trabajos preferidos. O el hecho de haber recomendado por el mismo tiempo a María Mantilla (ya una adolescente) la relectura de sus textos como ejemplos de buen español.
            Concluida mi tesis doctoral, se me hizo evidente que tenía que continuar y hacer público mi estudio de La Edad de Oro, de manera tal que saliera de los taciturnos anaqueles de los  archivos universitarios. Me di entonces a la tarea de adaptar el texto académico a formas más accesibles al lector tradicional, de donde emergió mi ensayo Mar de Espuma: Martí y la Literatura Infantil, terminado en 1994 y publicado un año después. La crítica especializada fue muy generosa con dicha obra; generosidad que se extendió hasta la prensa periódica, donde se aplaudió su salida. Todos los reseñadores que me hicieron el honor de su atención reconocieron que mi trabajo era un novedoso estudio que acercaba el texto martiano al siglo XX, profundizando en las intenciones éticas y estéticas de Martí al escribir para los niños, con especial énfasis en la identificación de sus fuentes y su naturaleza estilística modernista.

            Sin embargo, la satisfacción por el éxito alcanzado fue efímero. Tanto mi ensayo como su aceptación pusieron de relieve que mi labor seguía inconclusa. Mar de Espuma… de ser epílogo de mi tesis (como yo había pensado) se convirtió en preludio de algo nuevo de importancia mayor. Sus conclusiones finales dejaron de ser vistas como tales para convertirse en el anuncio de una meta mucho más ambiciosa: la confección de una verdadera edición crítica de La Edad de Oro.
            Inicié entonces una tarea que me llevó casi cinco años de arduo trabajo, teniendo que investigar en las principales bibliotecas de tres países: Estados Unidos, España y Francia. Fue una labor agónica y placentera a la vez, de momentos henchidos de euforia seguidos de simas melancólicas. Algunos resultados fueron verdaderamente sorpresivos; otros me ayudaron a confirmar lo que habían sido hasta entonces simples conjeturas; no pocas de mis dudas e interrogantes quedaron, no obstante, ocultas en las sombras del tiempo y las intenciones no declaradas por el autor.
            El primer obstáculo con que me topé fue cómo combinar una edición crítica con una lectura infantil, pues es el caso que, aunque mi propósito inicial era confeccionar una edición crítica tradicional, quería que siguiera siendo una lectura para infantes. Se me ocurrió escribir entonces una Introducción para los pequeños lectores y una especie de epílogo titulado “Re-vista La Edad de Oro, estudio crítico para adultos”, además de añadir varios apéndices.
Mi objetivo principal era lograr una edición que se semejara a la que yo, de niño, hubiese querido tener en mis manos. Por tal razón, tuve mucho cuidado en redactar con amor la Introducción para infantes. En ella no solamente presenté al autor y su obra, sino que deliberadamente utilicé algunos estilemas martianos (aunque sin el correspondiente talento, como es lógico) a fin de introducir a los lectores infantiles en algo parecido a la magia que leerían a continuación. Era mi propósito hacer comprender a los niños que el lenguaje martiano se diferenciaba del español al que ellos estaban expuestos diariamente no porque fuera una forma ‘vieja’ o ‘extranjera’, sino simplemente bella y profunda, del todo vigente.
Las notas al pie se convirtieron en el escollo principal. Opté entonces por una nota extensa para adultos al inicio de cada trabajo y luego tratar de que las siguientes, de carácter fundamentalmente informativo, sirvieran tanto para menores como para personas mayores. Con el objetivo de añadir un elemento lúdico a la lectura (componente típico de la literatura infantil), se me ocurrió poner a los niños a ‘jugar’ con las notas al pie de página. El ‘juego’ consistía en completar éstas con informaciones inherentes a disciplinas escolares de los programas actuales de quinto o sexto grado o la interpretación del mismo texto leído inmediatamente antes de la nota. Confío en que el ‘juego’ haya viabilizado la incorporación de maestros o algún mayor del hogar a la actividad, pues de sobra es sabido que no hay lectura más placentera para un niño que cuando se hace de la mano amorosa de su educador o de un adulto de la familia.
            El sub-texto general de la obra fue, desde un principio, de fácil identificación para quien conociera, aunque fuese someramente, la vida de Martí. Es una constante en la historia de la literatura infantil que los escritores originalmente no especializados en dicha categoría comienzan a crear para niños teniendo en mente y alma uno en particular, casi siempre miembro cercano de la familia o de alguna otra forma allegado. Para (y por) su hijo José Francisco Martí Zayas-Bazán (1878-1945) ya Martí había escrito y publicado Ismaelillo (1882); pero, para la época en que da a conocer La Edad de Oro ya el hijo amado había sido secuestrado por su madre y llevado a Cuba.
Sin embargo, hay otra persona que sería para Martí tan importante como su hijo Pepito: la niña María Mantilla (1880-1965), hija de Carmen Miyares y Peoli (1858-1925), con quien Martí  mantuvo su más larga y estable relación amorosa conocida. Martí jugó un papel fundamental en la crianza de esa niña, y fue tal su amor por ella que algunos la consideran su hija natural[1]. No voy a discutir el asunto, pues lo que cuenta para los efectos de este trabajo no es la conformación genética de la niña, sino la relación espiritual entre Martí y la hija de la mujer amada que ayudó a formar y a quien quiso como un padre, llevara o no su propia sangre. Según mi interpretación, Martí escribió para (y por) María Mantilla la obra que nos ocupa. Baso mi aseveración en diferentes elementos, dos de los cuales resumo a continuación.
“Nené traviesa”, “La muñeca negra” y “Los zapaticos de rosa”; son tres narraciones de La Edad de Oro donde el personaje principal es una niña; las dos primeras en prosa y la última en verso. Pese a sus anécdotas lógicamente diferentes, estos cuentos presentan diversos elementos comunes que, más allá de sus características estilísticas semejantes, coadyuvan a su unidad. Una lectura continuada de los tres deja ver que las niñas actuantes como personajes principales muestran, independientemente de las diferencias en edad (Nené no había cumplido seis años cuando rompe el valiosísimo libro; Piedad cumplirá ocho años en el cuento; Pilar parece ser la más pequeña de las tres), grandes puntos de contacto. En mi análisis de dicha trilogía pude identificar elementos autobiográficos a la usanza modernista que me permitieron concluir que se trataba de anécdotas (vividas o soñadas) de la vida de María Mantilla en tres momentos de su ninez; la última a la edad que tenía en 1889,  precisamente el año en que Martí escribe todo el material de La Edad de Oro.
Otro hecho que, según mi interpretación, reafirma lo anterior, fue la selección que hizo Martí de algunos dibujos de Adrien Marie (1848-1891) para ilustrar dichos cuentos; además de servirse de ellos como fuente ekfrástica. Los trabajos del artista galo habían aparecido originalmente en 1878 en Un Journée D’Enfant. Compositions inédites par Adrien Marie, una muy limitada edición de lujo numerada de grabados sin texto. Encontrando improbable que Martí tuviera en sus manos un ejemplar de dicha edición, rastreando la obra en Francia me tropecé con otra más popular de 1889, con textos de Henri Demesse (1854-1908) apoyados en los dibujos. No puedo garantizar que ésta haya sido la utilizada por Martí, pero teniendo en cuenta las características limitadas de la edición de 1878 y el hecho de que éste por ese entonces enseñaba francés a María Mantilla, me parece mucho más probable que utilizara, por más accesible y por tener textos, la edición recién aparecida (y más popular) de 1889. Parece corroborar mi interpretación que Martí dedicara “Los zapaticos de rosa” a María Mantilla no en español, sino en francés (“A Mademoiselle Marie”).
La identificación de parte de los pre-textos o fuentes de Martí en La Edad de Oro fue muy fácil. Se sabe que una de las características del Modernismo Hispano es la re-escritura de textos previos sin menoscabo de la ética autoral, práctica que a veces implica procesos traductivos. Martí re-escribió, siempre dándole crédito a sus autores, textos de Édouard de Laboulaye (1811-1883), Ralph Waldo Emerson (1803-1883), Helen Hunt Jackson (1830-1885), etc. Otros trabajos, aunque evidentemente re-escritos de algún original no identificado directamente por Martí, quedaron por mucho tiempo en la oscuridad. Una paciente investigación que me llevó, como dije al principio, por tres países, me permitió identificar casi todos los originales utilizados por Martí como fuente o pre-texto de sus re-escrituras en los cuatro números de la revista. Paso a sintetizar el proceso con un ejemplo.
Posiblemente la crónica fundamental de La Edad de Oro sea “La Exposición de París”, aparecida en el número 3 de la revista. Martí mismo confiesa que no visitó la famosa exhibición parisina, por lo que su larga y pormenorizada crónica no fue producto de una experiencia vivencial. Herminio Almendros intentó aclarar la fuente de esta crónica, conjeturando que “quizás” haya sido una especie de inmenso reportaje sobre la Exposición de París de 1889 de Henri de Parville (1838-1909) editado como libro ese mismo año[2]. Pero yo comprobé que ello no habría sido posible, ya que Parville incluyó en su obra elementos de la exposición más allá de agosto de 1889 (mes en que Martí escribió su crónica), por lo que evidentemente éste no pudo tener en sus manos ese libro. Me imagino que lo que haya confundido a Almendros fue la semejanza o igualdad de algunos grabados aparecidos en la revista de Martí y en el libro de Parville, perdiendo de vista que en ese tiempo era común ‒y posible, dada la naturaleza de las ilustraciones y los adelantos técnicos tipográficos‒, la reproducción de un grabado tomado de una imagen ya publicada. ¿Cuál fue, entonces, la fuente martiana de esa magnífica crónica que se mantuvo oculta a los ojos de Almendros? Muy simple: la prensa periódica.

Desde el otoño de 1888 la Exposición de París venía siendo noticia de primer orden en las publicaciones del mundo entero, particularmente en la prensa gala. Mi investigación de tales medios, comparando sus contenidos, ilustraciones y fechas de aparición con las crónicas aparecidas en La Edad de Oro, me permitió identificar como fuentes principales de las re-escrituras martianas La Exposition de Paris de 1889. Journal Hebdomadaire y la Revue de L’Exposition Universelle de 1889. De esas publicaciones periódicas ad hoc sobre la afamada exhibición universal, Martí tomó las ideas, informaciones y descripciones (incluyendo sus ‘pies de grabado’, algunos simplemente traducidos) no solamente para su crónica “La Exposición de París” sino como fuente de re-escritura de “La Historia del hombre contada por sus casas”, “Un paseo por la tierra de los anamitas” e “Historia de la cuchara y el tenedor”. Es más, un análisis de los medios galos nombrados permite identificar a quienes parecen ser los cronistas franceses favoritos de Martí en ese tiempo por éste haber preferido reiteradamente sus crónicas como pre-textos de las suyas.
Las ilustraciones, pues, jugaron un papel importante en la identificación de varias de las fuentes martianas de La Edad de Oro. Algunos grabados, sin embargo, no me aportaron nada y al menos uno sumamente importante se identificó con un crédito confuso (cuando no equivocado), que se repitió, sin enmienda o aclaración alguna, en todas las ediciones posteriores. Me refiero a la ilustración que sirve de pórtico a la revista y de la cual toma su nombre la publicación. Ésta aparece con el siguiente pie: “La Edad de Oro – cuadro de Edward Magnus”. Pero es el caso que no existe ningún Edward Magnus y no se trataba de la reproducción de un cuadro, sino de un grabado basado en otro grabado anterior, a su vez creado a partir de una pieza al óleo de Eduard Magnus (1799-1872), pintor alemán (no anglosajón) que llegó a ser el artista plástico de moda de la clase germana alta de su tiempo. Mis investigaciones me llevaron a identificar la obra por su título real (“Das Goldene Zeitalter”), terminada en 1839 y exhibida ese mismo año en la Academia de Berlín, donde fue una de las pinturas más destacadas de la exposición. El cuadro fue comprado por la sociedad artística Verein Berliner Künstler y adjudicado como premio al Barón Werther, entonces Ministro de Asuntos Exteriores. Eduard Mandel (1810-1882) hizo luego un grabado inspirado en el óleo de Magnus que fue reproducido y distribuido por la mencionada sociedad entre sus afiliados en 1843.
Autorretrato de Eduard Magnus
En fecha posterior que no he podido precisar, el escocés James Hunter (1855- ?) realizó otro grabado (teniendo como modelo el de Mandel y no el cuadro original) que fue publicado en una revista anglosajona, donde el nombre del autor de la obra inicial aparece traducido al inglés como Edward. Como quiera que ese es el nombre con que se identifica, erróneamente, al creador del cuadro en la revista de Martí, creo que resulta evidente que la ilustración publicada se trata de una reproducción del grabado de Hunter, no del de Mandel, y mucho menos del cuadro original, como se informa, erradamente, en La Edad de Oro. La misma publicación anglo hizo una edición limitada del grabado en un formato grande para ser enmarcado para su exhibición. ¿Sería mucha conjetura el suponer que Martí (o A. DaCosta Gomez, el editor de la revista y quien seleccionó su nombre) descolgase de una pared el grabado que se reprodujo en el frontispicio del primer número? No pude localizar la pintura original en los museos alemanes que contacté, por lo que es de suponer que haya terminado en una colección privada o, peor aún, que no haya sobrevivido a una de las dos guerras que asolaron Alemania en el siguiente siglo.
Otro “entuerto” que pude enmendar fue una importante errata en la edición príncipe que, inexplicablemente, se siguió repitiendo en todas las ediciones posteriores. Se trataba del nombre de un pueblo hindú que Martí no sólo menciona en “Un paseo por la tierra de los anamitas”, sino que da a conocer brevemente sus características. Busqué el nombre del pueblo en enciclopedias y otras fuentes (del siglo XIX, por supuesto), sin poderlo encontrar. Cambié, entonces, de estrategia: eché a un lado el nombre y me puse a investigar qué pueblos hindúes decimonónicos presentaban las peculiaridades descritas en la escueta información martiana. Luego de mucho hurgar en antiguas publicaciones inglesas pude dar con el verdadero nombre: Jahanabad (con a y no con e), en el distrito Gaya. El pueblo había sido un importante centro comercial hasta las postrimerías del siglo XVIII, específicamente en cuanto a tejidos se refiere. A fines del XIX ya carecía de dicha categoría; sin embargo, aún la mayoría de su población pertenecía a la casta Jolaha de artesanos textiles.
Pero no todas mis investigaciones concluyeron exitosamente. En realidad, mi edición crítica de La Edad de Oro ‒aunque ya de alguna forma anunciada y propiciada por mi ensayo Mar de espuma‒, terminó con no pocas dudas e incertidumbres. Pero ello es algo que era de esperarse, pues no en balde Gabriela Mistral había calificado la obra martiana como una “mina sin acabamiento.” Concluí, pues, mi edición crítica de La Edad de Oro como anuncio de otra por venir, al dejar todo lo que queda en las honduras de la mina martiana a disposición de investigadores del futuro que retomen el intento comenzando en el punto hasta donde yo pude, exhausto de gozo, llegar. Y utilizo deliberadamente la palabra “gozo” porque gracias a la placentera y agónica confección de mi edición crítica de esta obra eterna, de alguna forma fui capaz de ser otra vez Meñique, Bebé y hasta el Padre Las Casas; visitar de nuevo un París de universo engalanado, repetir una cena inolvidable en buena compañía con un tenedor delante nuestro de plata pulido, y hasta regocijarme una vez más vagando entre ruinas indias paradójicamente vivientes; regresar, en fin, a la raíz, a mi raíz.
Es más, la tenaz permanencia del niño Eddy durante todo el tiempo de confección de mi edición como que logró que éste se impusiera al ‘vetusto’ crítico encargado de su elaboración. Fue la voluntad del testarudo infante que el yo adulto (y doctorado, para más contradicción) terminara haciendo algo “académicamente incorrecto” en una edición crítica: añadir un material inexistente en el original. Ya he señalado la importancia de la crónica (que Martí calificó de “artículo) sobre La Exposición Universal de París de 1889. En la “Última Página” del tercer número, éste escribió lo siguiente:
Hay que leerlo dos veces: y leer luego cada párrafo suelto: lo que hay que leer, sobre todo, con mucho cuidado, es lo de los pabellones de nuestra América. Una pena tiene LA EDAD DE ORO; y es que no pudo encontrar lámina del pabellón del Ecuador. ¡Está triste la mesa cuan-do falta uno de los hermanos![3]
Pero es el caso que yo sí encontré el grabado de cuya falta se dolía Martí, por lo que decidí, vencido por la tenacidad del mí mismo de tiempos infantiles, publicarlo antecedido de esta breve acotación justificativa: “Para que la pena de Martí no se extienda hasta esta edición, reproducimos de inmediato el grabado del Pabellón del Ecuador en la Exposición Universal de París de 1889” [4]
Grabado del pabellón de Ecuador en la Exposición Universal de París
El resultado final fue una no tradicional edición crítica ya necesitada y posiblemente hasta presentida desde mi niñez que incluía no solamente el estudio del texto en sí, sino también el de sus pre-textos y sub-textos. Es más, acuciado por la misma naturaleza de la obra, me vi obligado a traspasar las rígidas fronteras de las palabras y adicionar a mis investigaciones e interpretaciones las ilustraciones de seguro seleccionadas por Martí, por ser éstas un elemento íntimamente unido al texto. Determinaron esa intimidad el hecho de que el material gráfico no fue añadido a posteriori de la redacción y selección de los textos (como es usual), sino que sirvió de componente fundamental en la creación textual tanto como fuente de información como de herramienta estilística a través del lenguaje ekfrástico. Martí creó La Edad de Oro en su totalidad: con palabras propias como devenidas en trazos de otros, y las imágenes plásticas de otros conformando sus textos propios. De ahí que yo no diera por terminada la faena hasta completar la versión llamada “camera ready” en el argot tipográfico contemporáneo. Mío resultó entonces el post-texto implícito, quien quita si comenzado de manera subconsciente en los lejanos tiempos de mis lecturas infantiles.

En el otoño del año 2000 di por concluido mi trabajo. Juan Manuel Salvat, de Ediciones Universal (nao capitana de las editoriales cubanas del exilio y quien había impreso Mar de Espuma: Martí y la Literatura Infantil), aceptó publicar mi edición de La Edad de Oro a pesar de todavía tener en existencia ejemplares de otra que él mismo había sacado con anterioridad. Huelga decir que nunca tuvo que arrepentirse de haber tomado semejante decisión: de mi edición (aparecida por primera vez en el 2001) ha tenido que hacer varias reimpresiones. No en balde algunos especialistas la consideran ‒como resumió Gerardo Piña-Rosales‒ la edición “modélica, definitiva” del clásico infantil martiano.
La recompensa por mi dedicación y desvelos rebasó, sin embargo, el campo académico y literario inherente a la confección de una edición crítica. Recuerdo en ese sentido que una vez enviado el sobre con todo el material a Salvat, de la oficina de correos fui directamente a visitar por enésima vez la trágica estatua del Apóstol en el Parque Central. Silencioso y emocionado le describí el exitoso fin de mi tarea al bronce a punto de eternidad, cayendo siempre sin caer nunca. Y en respuesta el jinete agónico, tal cual la estatua de Bolívar en Caracas cuando se le allegó el joven Martí sin quitarse el polvo del camino, como que se estremeció como un padre cuando se le acerca un hijo.

Nueva York, otoño de 2016.


*Publicado originalmente en Círculo: Revista de Cultura Vol. XLV, 2016: 92-104.



[1] Para opuestos puntos de vista sobre el tema, véanse: José Miguel Oviedo, La niña de Nueva York: una revisión a la vida erótica de José Martí (México: Fondo de Cultura Económica, 1988) y Carlos Ripoll, La vida íntima y secreta de José Martí (New York: Editorial Dos Ríos, 1995).
[2] Henri Parville, Causeries Scientifiques. Découvertes et innovations. Progrès de la science et de l’industrie. Vingt-neuvième année. L’Exposition Universalle. Paris: J. Rothscchild Editeur, 1889.
[3] Martí, José. La Edad de Oro. Edición Crítica de Eduardo Lolo. Miami: Ediciones Universal, 2001. Pág. 231.
[4] Idem. 

Tuesday, March 27, 2018

Nueva York y el tiempo exiliado cubano*


Por Enrique Del Risco 
El 25 de septiembre de 1932 el habanero Diario de la Marina publicaba una caricatura de su habitual colaborador, el pintor y dibujante Eduardo Abela en el que dos conocidos personajes suyos, El Profesor y el Bobo miraban un gran reloj público y El Profesor, siempre enterado de las últimas noticias comentaba: “¿No sabes? En New York han atrasado hoy una hora los relojes”. A lo que el Bobo, con su habitual sorna le responde “Ya ves, si estuviéramos allí tuviéramos que esperar una hora más” (Juan.137). ¿Por cuál acontecimiento tendrían que esperar una hora más? Se refería, por supuesto, —y allí radicaba el chiste de la caricatura— a la ansiada caída del dictador Gerardo Machado que no se verificará sino hasta casi once meses después. La mención a la ciudad de Nueva York no es casual y no sólo por la referencia a su adopción del horario normal luego de varios meses del uso del llamado horario de verano. En dicha ciudad radicaba la sede de la llamada Junta Revolucionaria en la que varias organizaciones antimachadistas intentaban ponerse de acuerdo para derrocar al dictador del momento: de ahí la alusión sardónica a que tendrían que esperar una hora más que el resto de los cubanos. Pero si convoco este recuerdo es menos por cómo el caricaturista observaba los entresijos de la política cubana del momento sino porque nos introduce en un tópico no por poco estudiado menos recurrente de la historia cubana que es el de su relación con el tiempo neoyorquino.
Y es que la historia del vínculo de los cubanos con Nueva York lo es también la de la obsesión nacional por sincronizarse con su tiempo. Última de las colonias españolas en América junto con Puerto Rico, cuando ya el resto del continente se había independizado de la metrópoli, último de los territorios americanos en abolir la esclavitud, los cubanos habían visto el transcurrir de su historia como un continuo desfasaje que requería de continuas actualizaciones. No se viajaba a Nueva York para esperar una hora más por los acontecimientos nacionales sino para adelantar los relojes que signaban la evolución del país. Para ello la ciudad de Nueva York se ofrecía como el meridiano cero de la modernidad, aquél por el cual debía poner en hora sus relojes aquella Cuba que, según Carlos Manuel de Céspedes, aspiraba a “ser una nación grande y civilizada” “porque así cumple a la grandeza de nuestros futuros destinos”. No es fortuito que Nueva York fuese el destino obligado de los exiliados cubanos en el siglo XIX, desde Heredia a Martí y lugar de estudio de generaciones de jóvenes cubanos que se preparaban para asumir los retos tecnológicos de la modernidad. O que fuera aquí donde se forjaran varios de los elementos más reconocibles de la heráldica nacional como el escudo, la bandera, la gran novela nacional del XIX o el Partido Revolucionario Cubano de Martí. Como tampoco es extraño que fuera en esa ciudad donde los músicos del siglo XX vinieran a grabar sus discos, a empaparse de los nuevos hallazgos musicales y a fundirlos con los suyos propios o que algunos de los artistas más renombrados de la plástica cubana vinieran en busca de aprendizaje y reconocimiento.
La fundación de la Nación, fuera de un estricto marco geográfico y en una lengua prestada por el conquistador, forjaría una identidad que tenía menos que ver con el espacio que con el tiempo, un tiempo preferentemente futuro ante la carencia de tradiciones o culturas ancestrales que la hicieran gravitar hacia el pasado (de ahí que el intento nostálgico del siboneyismo —la versión local del indigenismo— durara poco y arraigara menos). Frente a lo peor de la intransigencia española, a su carácter empecinadamente retrógrado (o al menos así se le retrataba en la caricatura patriótica cubana) el estandarte más socorrido solía ser el del progreso y el futuro simbolizados en el vecino del norte y en particular con la ciudad que desde 1886 daba la bienvenida con el más monumental símbolo de la libertad. Cuba era una nación que más que definirse por sus fronteras tan claramente delineadas en torno a los bordes de su archipiélago se definía frente al tiempo. Acaso fuera esa la tradición por futuridad de que hablaba Lezama Lima. No una futuridad impuesta por otras potencias sino importada por los sectores más progresivos de la sociedad cubana: desde la vacuna contra la viruela hasta el ferrocarril, desde el béisbol a la televisión.
Y sin embargo lo que parecía ser en principio una persecución lineal entre ambos tiempos, la búsqueda de una confluencia total entre el tiempo cubano y el norteamericano pronto encontrará resistencias decisivas. Si, al decir de Borges, el tiempo es la sustancia de la que estamos hechos una total sincronía implicaría la desaparición de una de las partes. Somos el ritmo que nos imponemos a contratiempo de la cronología universal. Quiero decir que si en principio a muchos fundadores de lo nacional les pareció necesaria e inevitable la adopción del ritmo exacto de la modernidad pronto se impuso una mirada menos rígida o entusiasta. La modernidad no es un espacio vacío rellenado con cierta noción acelerada y positivista del tiempo. El entusiasmo con que se abrazaba cada novedad tuvo que detenerse en la capacidad o necesidad de digerirla. Entender que esa sustancia de la que estamos hechos, el tiempo, es a la vez la resultante de diversas y a veces contrapuestas velocidades. Esa comprensión —más la propia resistencia norteamericana a embarcarse en la aventura de la anexión— quizás fuera lo que marcara el tránsito del anexionismo al independentismo.
Es curiosa la respuesta literaria que le da Cirilo Villaverde a este problema quien en su propia vida encarna ese tránsito. Cómo pasa de ser el periodista que reseña el desfile de modas —o sea, esa continua persecución del presente— en que se convertían los bailes y funciones teatrales en La Habana de mil ochocientos cuarentitantos al que luego de treinta años de exilio norteamericano se enfrasca, a las puertas del fracaso de la primera guerra de independencia en reconstruir y mitificar episodios de su juventud en su muy personal búsqueda del tiempo perdido. Cómo logró ese prodigio de memoria que fue reconstruir con tanto detalle La Habana de medio siglo antes puede explicarse en parte por ese vicio obsesivo de los exiliados de conservar el pasado como no lo harían los que conviven día a día con los cambios del lugar en cuestión. Villaverde, luego de intentar ofrecerle un futuro distinto a la isla (ya fuera como parte de la Unión Americana, ya fuera como nación independiente), le obsequia un pasado más o menos definitivo, tiempo congelado sobre el que erigir el futuro de la nación, un tiempo remotísimo incluso para aquel Nueva York de fines del XIX en que lo describió.
Para pensar en las fricciones que sufre el tiempo de los exiliados podríamos empezar por ese momento de máximo contraste de velocidades que es el de la llegada. Martí, que luego se erguiría como el fundador del antimperialismo latinoamericano, fue entusiasta como pocos en sus impresiones iniciales sobre la ciudad. “Estoy, al fin en un país donde cada uno parece ser su propio dueño. Se puede respirar libremente, por ser aquí la libertad fundamento, escudo, esencia de la vida” (Martí.1964.106) dice en 1980 con un entusiasmo que nos recuerda las páginas de su Diario de Cabo Haitiano a Dos Ríos iluminadas por su estancia en la tierra de Cuba libre: “Y en todo el día ¡qué luz, qué aire, qué lleno el pecho, qué ligero el cuerpo angustiado!” (Ibid.217)
Se trata para Martí de un tiempo esencialmente nuevo, no solo para una de las últimas colonias americanas sino hasta para la propia Europa. El Martí disfrazado de español de sus “Impresiones de un español fresco” reconoce en ambos continentes temporalidades distintas y se pregunta cuál de las dos es el futuro de la otra: “¿Va América hacia Europa o viene Europa hacia América?” (Ibid.124) es la cuestión que plantea pero no parece haber dudas cuando confiesa en un texto precedente: “Me detuve, miré respetuosamente a este pueblo, y dije adiós para siempre a aquella perezosa vida y poética inutilidad de nuestros países europeos” (Ibid.107). Su actitud en aquellos primeros meses de su exilio neoyorquino dista mucho de ese antimperialista militante y secreto de su carta a Manuel Mercado. En julio de 1880 reconoce que “Estoy hondamente reconocido a este país, donde los que carecen de amigos encuentran siempre uno, y los que buscan honestamente trabajo encuentran siempre una mano generosa. Una buena idea siempre halla aquí terreno propicio, benigno, agradecido. Hay que ser inteligente; eso es todo. Dése algo útil y se tendrá todo lo que se quiera...”. (Ibid.107)
Eso no significa que Martí fuera acrítico con el sitio donde pasara la mayor parte de su vida adulta, incluso en aquellos momentos de mayor entusiasmo. Reconoce en medio del vértigo neoyorquino un tiempo nuevo pero ni exento de defectos, ni necesariamente mejor. La comunicación misma se le hace difícil a causa de esa aceleración que parece contaminarlo todo, incluso el lenguaje: “Aquí toda conversación es en una sola palabra: no hay respiro, no hay pausa; no hay sonido preciso”. La mayor velocidad significa que se llegará antes al punto de destino sin que este sea más deseable que otros. Sin embargo, varios años después de aquellas impresiones primeras reconoce en su crónica sobre el balneario de Coney Island que
esa movilidad, ese don de avance, ese acometimiento, ese cambio de forma, esa febril rivalidad de la riqueza, ese monumental aspecto del conjunto que hacen digno de competir aquel pueblo de baños con la majestad de la tierra que lo soporta, del mar que lo acaricia y del cielo que lo corona, esa marea creciente, esa expansividad anonadora e incontrastable, firme y frenética, y esa naturalidad en lo maravilloso; eso es lo que asombra allí. (Martí.1963.125)
Curioso paralelo se puede establecer con las impresiones que tiene a su llegada Reinaldo Arenas casi exactamente un siglo después: “Nueva York” dice “Es una ciudad auténtica. Su autenticidad radica precisamente en el desinterés por esa palabra” (Arenas.2001.300). Otra vez el vértigo, el contraste con la tierra detenida en el tiempo. “Ese torrente que, en hormigueo multicolor y sin igual, se precipita, rápido, rápido, rápido, secretamente no conmina, nos dice en qué consiste la verdadera sabiduría, no te detengas” (Ibid.301).
La presencia de Arenas en Miami, a través del éxodo del Mariel, lo había empujado a percibir los contrastes temporales entre Estados Unidos y Cuba. Basta la llegada de la hora de repartir la comida entre los refugiados acampados en el Orange Bowl para que estos retrocedan a su punto de partida que es a su vez otro tiempo porque
Veinte años bajo la urgencia de la sobrevida, bajo la inseguridad de mantener esa sobrevida, bajo la desconfianza, el escepticismo o la mera burla, ante cualquier promesa que implique asegurarnos la sobrevida, no se olvidan así como así. Por eso, ellos siguen en otro tiempo, —allá—, ahora, llenando jabas de perros calientes y escondiéndolas debajo de la cama (Ibid.299).
Llegado a “tierras de libertad” el tiempo de la isla —el del castrismo todo— se convierte inmediatamente en pasado. Ese pasado es, sin embargo, posterior a otro al que se aferra Miami, el tiempo paradisiaco de la memoria y la nostalgia que se activa en el momento en que la cantante Olga Guillot extiende su voz como una manta sobre los refugiados del Orange Bowl. “Esa voz intentando reconstruir un tiempo, sosteniendo un tiempo, una época, una ciudad, unas noches, una ilusión, que ya sólo existe en el timbre que la emite y en los emocionados que escuchan, existe” (Ibid.300). Es por eso que Miami, a diferencia de Nueva York, es una ciudad heroica porque en ella habita “un pueblo entero” dedicado “a la terca, minuciosa y heroica tarea de reinventar un país” que es lo mismo que reinventar un tiempo que no existe, que sólo existió alguna vez en sus mentes, en sus deseos.
Pero el transcurrir del tiempo de los desterrados es también el de la comprobación de su propia anacronía con el tiempo que lo rodea en la nueva tierra donde viven. El perseguidor de futuros en su patria se hace, ante el vértigo de las nuevas velocidades, súbitamente conservador. (Los hay por supuesto quienes se adaptan muy bien a las nuevas tierras con sus tiempos y velocidades respectivas pero se me hace difícil considerarlos como exiliados: para un verdadero exiliado su tiempo estará siempre en otra parte o más bien en ninguna: un exiliado es alguien que no tiene otro remedio que inventarse su propio tiempo). No obstante ese conservadurismo no se debe sólo al efecto del contraste entre su inercia original y el vértigo de una nueva vida ni a su capacidad —disminuida por la sacudida del cambio— de ajustarse a ella. Para alguien que siente el abandono de su tierra como una suerte de íntima traición hay mejor manera de demostrar su lealtad que rechazando las nuevas nociones del tiempo que se le ofrecen al paso.
El recurso que encuentra Martí para justificar ese rechazo es calificar al tiempo neoyorquino de antinatural y decir, por ejemplo, que “el gran corazón de América no puede ser juzgado por la vida desdibujada, la pasión morbosa, los deseos ardientes y angustiosos de la vida neoyorquina. En esta marejada turbulenta no aparecen las corrientes naturales de la vida” (Martí.19.117). Como si el tiempo del lector americano al que se dirige el escritor emergiera directamente de la naturaleza. El tiempo neoyorquino en cambio puede producirle asombro pero nunca empatía como ocurre en su descripción de ese centro de diversión monstruoso para la época que era el balneario de Coney Island. Sumergirse en el tiempo gozoso que le propone la ciudad, lo sabe bien Martí, es disolverse, dejar de ser lo que se es o, aún más, lo que se quiere ser. Como Ulises con las Sirenas debe rechazar su sibilino atractivo para continuar su rumbo de manera que a puro golpe de palabra debe de convertir el moroso tiempo latinoamericano en superioridad espiritual y la velocidad norteamericana en vacío
es fama que una melancólica tristeza se apodera de los hombres de nuestros pueblos hispanoamericanos que allá viven, que se buscan en vano y no se hallan; que por mucho que las primeras impresiones hayan halagado sus sentidos, enamorado sus ojos, deslumbrado y ofuscado su razón, la angustia de la soledad les posee al fin, la nostalgia de un mundo espiritual superior los invade y aflige; se sienten como corderos sin madre y sin pastor, extraviados de su manada; y, salgan o no a los ojos, rompe el espíritu espantado en raudal amarguísimo de lágrimas, porque aquella gran tierra está vacía de espíritu (Martí.1963.126)
Y es sobre ese vacío que Martí construye un nosotros que intenta identificarse más que nada en el rechazo simultáneo del tiempo colonial pero también de la modernidad que proponen los Estados Unidos. “Otros pueblos y nosotros entre ellos vivimos devorados por un sublime demonio interior, que nos empuja a la persecución infatigable de un ideal de amor o gloria” (Ibid.126) afirma para recalcar en otro momento: “Aquellas gentes comen cantidad; nosotros clase”. Frente al goce democrático de los norteamericanos Martí erige una aristocracia del placer más imaginario que real pero no por eso menos poderoso a la hora de conjuntar espíritus.
Curioso que alguien aparentemente tan distante de la fineza martiana como Reinaldo Arenas tras un idilio similar con Nueva York coincidiera con Martí en el rechazo de la ciudad, un rechazo que también tiene su base en la manera en que en dicha ciudad se escurre el tiempo: “Manhattan es una de las pocas ciudades del mundo donde resulta imposible arraigarse a un recuerdo o tener un pasado. En un sitio donde todo está en constante derrumbe y remodelación ¿qué se puede recordar?” (Arenas.2013.57) dice  en su amargo “Adiós a Manhattan” tras constatar una invasión de millonarios y la fuga de trabajadores y la clase media ante el imparable encarecimiento del nivel de vida de la ciudad.
No obstante, en un texto anterior, el relato “Final de un cuento” publicado en el primer número de la revista Mariel, anticipa otros motivos para la fuga de la ciudad. Si un desterrado como Reinaldo Arenas, un eterno candidato a los márgenes, piensa en Nueva York como el último refugio de los apátridas totales como él porque “¿Qué otra ciudad fuera de Nueva York podría tolerarnos, podríamos tolerar?” (Arenas.1983.4) al mismo tiempo presenta un personaje al que la ciudad se le hace insoportable porque allí “no existes, quienes te rodean no dan prueba de tu existencia, no te identifican ni saben quién eres, ni les interesa saberlo; tú no formas parte de todo esto y da lo mismo que salgas vestido con esos andariveles o envuelto en un saco de yute” (Ibid.3-4).
Lo que hace más angustiosa la existencia del exiliado y al mismo tiempo febrilmente productiva es la conciencia de que ese desfase no es nada comparado con su desajuste con su tiempo original: saber o intuir que no hay lugar al que regresar porque aquél tiempo que se abandonó alguna vez no podrá ser recuperado nunca. Ese es, en el fondo, el gran drama del exiliado. No su discordancia con el tiempo vital del sitio en que vive sino con aquel del que tuvo que irse. “¿Cómo va a sobrevivir una persona cuando el sitio donde más sufrió y ya no existe es el único que lo sostiene?” (Ibid.4) se pregunta el narrador del relato de Reinaldo Arenas. Si hemos de creerle a Cabrera Infante (y a otros) la respuesta de Martí fue la más rotunda cuando al regreso a su tierra añorada no encontró otra salida que la del suicidio enmascarado en gesto heroico.
Se ha hablado bastante del peso que ha tenido el exilio en la conformación del imaginario y la identidad nacional pero mucho menos sobre los efectos que puede haber tenido en ese imaginario y esa identidad la asincronía existente entre el tiempo de los exiliados y el de la nación que intentaban diseñar. Eso quizás explique la profunda ansiedad del discurso nacional cubano, su obstinado mesianismo y su insistencia durante décadas en fijar sus metas en un más allá inalcanzable en lugar del retorno a un adánico estado original. Si lo consiguiera equivaldría a explicar casi toda la historia cubana reciente. Porque de eso se trata: definir este o aquel detalle de un evento que ocurrió hace cincuenta, cien, doscientos años antes es apenas un fragmento de una tarea mucho mayor y más importante que es descubrir cuál es la sustancia de la que estamos hechos, cual es exactamente el tiempo que nos rige. Y el tiempo que nos rige a nosotros, historiadores cubanos en el exilio, es esa combinación de tiempos nacionales y personales más la conciencia de lo irreconciliable de su relación. Para comprender todos estos tiempos, para hacerlos inteligibles (que no otra es la tarea del que se dedica a estudiar el pasado) habría que empezar por reconocer la propia temporalidad del exilio cubano no ya como un sitio de paso, como el equivalente historiográfico del purgatorio cristiano, sino como un tiempo en sí mismo, tan definitivo (y tan transitorio) como el del lugar que se abandona o como el de aquel al que se va a parar pero con leyes y prioridades distintas. Los primeros exiliados cubanos (pienso en Varela, pienso en Heredia por poner dos ejemplos ilustres) habrán sido por tanto los fundadores de una patria cuyos herederos no son tanto sus descendientes como las sucesivas y hasta el momento interminables generaciones de exiliados. Fue Borges quien dijo que “Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en el que el hombre sabe para siempre quién es” (Borges.65). Nadie como nosotros, en tanto estudiosos de la historia y exiliados, debiera estar más consciente de esa verdad, nadie como nosotros debiera avanzar con más resolución a su encuentro.


 *Discurso de ingreso en la Academia Cubana de la Historia en el Exilio pronunciado el 24 de octubre del 2014.




Bibliografía
Arenas, Reinaldo. “Final de un cuento”. Mariel, Revista de Literatura y Arte, Año 1,, Número 1, Primavera, 1983. 3-5.
--------------------. “Un largo viaje de Mariel a Nueva York”. Necesidad de libertad. Miami: Ediciones Universal, 2001. 296-301.
---------------------. “Adios a Manhattan”. Libro de Arenas. Prosa dispersa (1965-1990). Compilación prólogo y notas Nivia Montenegro y Enrico Mario Santí. México: CONACULTA/ DGE Equilibrista, 2013.
Borges, Jorge Luis. “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz. (1829-1874)”. El Aleph. Madrid: Alianza Editorial S.A.. 62-67.
Céspedes, Carlos Manuel. “Manifiesto de la Junta Revolucionaria de la Isla de Cuba”. http://www.cubamilitar.org/wiki/Manifiesto_de_la_Junta_Revolucionaria_de_la_Isla_de_Cuba
Juan, Adelaida de,. Caricatura de la República. La Habana: Ed. Letras Cubanas, 1999.
Martí, José. Obras Completas, Volumen 9. La Habana: Editorial Nacional de Cuba, 1963.
-------------. Obras Completas, Volumen 19. La Habana: Editorial Nacional de Cuba, 1964.


Friday, March 23, 2018

Nuevo libro

Muy recomendable el nuevo libro El soviet caribeño de César Reynel Aguilera autor de libros como RUY y Monólogo de un tirano con Maquiavelo. Una apasionante historia secreta del partido comunista cubano y su influencia en la política cubana. Adecuadamente subtitulada como "La otra historia de la RevoluciLn Cubana". 
El soviet caribeño describe la historia de la Revolución Cubana a partir de las relaciones ocultas, y durante mucho tiempo subestimadas, entre los hermanos Castro y el Partido Comunista de Cuba - Partido Socialista Popular (PCC-PSP). Para explicar esas relaciones, el autor se remonta a los orígenes del PCC-PSP y plantea, por primera vez en la historiografía cubana, la coexistencia de dos organizaciones paralelas: un partido político de corte tradicional y un núcleo central de inteligencia soviética (NCIS). A pesar de haber estado estrechamente relacionadas, esas dos organizaciones tuvieron, en marcadas ocasiones, objetivos que diferían radicalmente dentro del contexto cubano. Cada vez que eso sucedió se impuso, como una norma inviolable, la opinión del NCIS.
A fines de la década de los 40, el Partido, dañado en su popularidad y capacidad de liderazgo a consecuencia de sus errores -entre los que resalta su fallida alianza con el tirano Batista entre 1938 y 1944-, pero extraordinariamente bien posicionado dentro de las estructuras políticas y militares del Estado cubano de la época, decidió utilizar a Fidel Castro como el caballo de Troya de los comunistas cubanos. Para que esa utilización pudiera llegar a buen término, era necesario mantener la relación entre comunistas y castristas en el más alto secreto.
Es por eso que el vínculo entre Fidel Castro y el PCC-PSP nunca fue con el Partido como tal, sino con el NCIS. Esa dualidad explica, entre otras cosas, la aparente contradicción entre la proyección pública del Partido con respecto a Fidel Castro -en ocasiones crítica- y las acciones de un grupo relativamente reducido de hombres y mujeres que protegieron y asesoraron al castrismo desde sus inicios.
Después del triunfo de la revolución, fue el NCIS el encargado de organizar la seguridad personal de los hermanos Castro y los servicios de inteligencia del castrismo. Eso le permitió penetrar los puestos más importantes de la maquinaria del poder castrista y empezar, desde enero de 1959, el llamado proceso de radicalización revolucionaria. No es casual, entonces, que los miembros del NCIS aparezcan involucrados, siempre desde las sombras y a distancia, en eventos de la Revolución cubana tan importantes como la crisis de octubre, el juicio de Marquitos, la muerte del Che Guevara, el inicio de las aventuras africanas del castrismo y, eventualmente, la guerra en Angola.

Tuesday, March 20, 2018

Entrevista a Angel Cuadra

Entrevista al poeta y expreso político Angel Cuadra realizada por el escritor Rolando Morelli:


Profecías

1. “Tengo la seguridad de que en el curso de breves años elevaremos el estándar de vida del cubano por encima del de Estados Unidos y del de Rusia”. Fidel Castro, 16-02-1959.
2. “Además, estamos ya estudiando y preparando los proyectos para desecar la Ciénaga de Zapata, con una capacidad de 15,000 caballerías de tierra, y que cuando esté en condiciones de cultivo, va a servir de sustento a decenas de miles de familias cubanas.” Fidel Castro, 15-03-1959.
3. “En 1970 la Isla habrá de tener 5 mil expertos en la industria ganadera y alrededor de 8 millones de vacas y terneras…productoras de leche… Habrá tanta leche que se podrá llenar la bahía de La Habana con leche”. Fidel Castro, 23-08-1966.
4. “Y si ellos en la Florida han podido desarrollar una gran industria de cítricos en una tierra peor que la nuestra, no hay la menor duda de que nosotros vamos a tener una industria de cítricos superior a la industria de cítricos de la Florida. De eso no hay duda”. Fidel Castro, 08-06-1968.
5. “Porque hay ahora ya esa conciencia, esa responsabilidad, ese conocimiento, esa organización que ya se ve en todas partes en nuestro país y que, sin duda de ninguna clase, augura éxitos aún mayores, porque de la misma manera que alcanzamos estos 6 millones de toneladas de azúcar sin duda que se alcanzarán los 10 millones de toneladas en 1970”. Fidel Castro, 07-06-1965.
6. “Y nosotros vamos a ir elevando, año por año, el rendimiento de los cañaverales, porque Cuba estaba entre los últimos países de producción de caña por hectárea. Aunque en rendimiento de azúcar éramos de los primeros, pero la agricultura atrasada, sin técnica, sin fertilizantes, pues hacía que el promedio de producción por caballería fuese realmente muy bajo”. Fidel Castro, 26-07-1968.
7. “Parejamente se desarrollará la industria de la sucro-química, la utilización del bagazo para hacer pulpa, y con los planes de repoblación forestal que se están haciendo, en el futuro podremos mezclar pulpa de bagazo con pulpa de madera y tendremos otro tremendo renglón de exportaciones". Fidel Castro, 07-06-1965.
8. "No serán los 10 millones de toneladas de azúcar, sino los casi 4 millones de toneladas de miel porque parejamente se va a desarrollar también la ganadería y utilizaremos la miel como alimentación para el ganado, que nos permitirá ser país exportador de carne de res”. Fidel Castro, 07-06-1965.
9. “Y ya en el campo de la economía, nuestra agricultura estará considerablemente desarrollada para 1970, y se pondrá el énfasis fundamental del país no solo en las industrias básicas —como cemento, electricidad y otras—, sino que ya la década de 1970 a 1980 será la década de las instalaciones industriales, tanto para elaborar los productos de una agricultura desarrollada como para atender todas las necesidades de una sociedad moderna y en avance”. Fidel Castro, 02-01-1968.
10. “El azúcar es nuestro principal cultivo y quien quiera cualquier variedad de nuestras mejores variedades de azúcar que la venga a buscar a Cuba. Nuestra ganadería se desarrolla y no tenemos dudas de que será en el curso de pocos años una de las mejores ganaderías del mundo, porque nosotros no tememos competencia de ninguna clase, pero, además, seremos productores y exportadores importantes de carne para los mercados del mundo, en cantidad y en calidad, y seremos productores importantes de cultivos tropicales, y entre los cítricos nos colocaremos entre los primeros países del mundo, y lo mismo ocurrirá con el café y con el plátano fruta y con la piña”. Fidel Castro, 02-01-1968.