Eduardo Lolo
Una máquina del tiempo y una lupa detectivesca son las herramientas básicas
para emprender la confección de una edición crítica. La primera, porque es
imposible desde las circunstancias epocales del crítico identificar
verdaderamente el proceso de creación de un texto en tanto que producto de un
entorno histórico casi siempre lejano; la segunda, porque todo texto, a manera
de parte visible de un iceberg, mantiene ocultos el sub-texto, el pre-texto y
hasta un posible post-texto, sin al menos un atisbo de los cuales una edición
no pasa de ser un manojo de notas al pie de página. A ello hay que añadir una
paciencia a prueba de fiascos y una constancia digna de Sísifo. Todo ello
precedido por una genuina admiración por la obra misma, sin menoscabo de la
rigurosidad asociada a un trabajo crítico profesional.
Mi primer contacto con La Edad de Oro (1889), de José Martí (1853-1895), se
encuentra perdido en la distante nebulosa de mi infancia. En realidad, mucho
antes de que yo aprendiese a leer,
personajes tales como Meñique, Pilar, Bolívar (este último en forma de estatua
que de emoción se movía) y otros, ya eran parte de mi mundo gracias a las
lecturas en voz alta de mis mayores. Luego vinieron las lecturas periódicas
desde edades disímiles, porque es el caso que una obra maestra es más de una en
dependencia de la edad y la cultura del lector. Es un lugar común que los
buenos libros hay que leerlos en la infancia, en la juventud y en la vejez; la
unión de las tres lecturas por los tres lectores finalmente también unificados
conduce a la percepción total de la obra, re-creada gracias a la respuesta
múltiple y a la postre consolidada de un mismo lector.
Mi acercamiento
profesional a La Edad de Oro tuvo
lugar mientras confeccionaba en Nueva York a principios de los años noventa,
bajo la dirección de la destacada académica argentina Angela B. Dellepiane, mi
tesis doctoral de título Modernismo y
Literatura Infantil. José Martí se considera uno de los generadores del
modernismo hispano en la literatura para adultos, por lo que resultaba una
conjetura lógica asumir que también lo había sido en la literatura para
infantes. Comencé entonces a analizar las diferentes ediciones de La Edad de Oro hasta entonces publicadas
y grande fue mi sorpresa al comprobar la simpleza y hasta deficiencia de dichas
ediciones. Algunas eran tipográficamente lujosas, con caras de tapas duras y/o
sobrecubiertas; pero todas carecían de tan siquiera un aparato crítico decoroso
que acercara el texto decimonónico a los lectores del siglo XX. Incluso una de
ellas, vendida como “edición crítica” a cargo de Roberto Fernández Retamar, no
llegaba a ser ni siquiera anotada profesionalmente, al tiempo que otras eran
simples selecciones que se comercializaban como si tuvieran el texto íntegro;
que es decir, ediciones anunciadas como ’crítica’ o ‘completa’ que no podían
catalogarse sino como fraudulentas.
Los estudios críticos
publicados se reducían en ese entonces a tan solo dos libros: A propósito de La Edad de Oro. Notas sobre literatura infantil (1956)
de Herminio Almendros (1898-1974), y la compilación de Salvador Arias Acerca de La Edad de Oro, de 1980. Unos
pocos trabajos publicados en revistas y periódicos al margen o no recogidos en
la recopilación de Arias no aportaban mucho más.
Tal pobreza de análisis crítico, una vez comenzado
mi estudio de la obra, me resultó comprensible. La Edad de Oro es un texto muy alejado de la ingenuidad que
(erróneamente, según mi opinión) se le atribuye a la literatura infantil: su
propia naturaleza multigenérica y su prevista conversión de revista a libro la
hacen una colección sumamente compleja técnicamente, llena de escollos para
cualquier crítico que pretenda analizarla profundamente. Su sencillez, en tanto
que texto para niños, es sólo aparente: Martí, a manera de alquimista de
lenguas, doctrinas y estilos, combina elementos franceses y anglosajones al
vehículo hispano del español sin que se aprecien a simple vista las fórmulas o fronteras
de sus combinaciones, revolucionando la literatura infantil en castellano tal
como lo hacía, simultáneamente, con la de adultos. El propio Martí tenía
conciencia de la importancia de su obra para niños, la cual confeccionó
deliberadamente como mucho más que una efímera publicación periódica. De ahí
que haya guardado celosamente los 4 ejemplares de la revista y, poco antes de
partir hacia Cuba a “morir de cara al sol” ‒como había sido su deseo o
premonición‒, se los entregara a su albacea literario para su re-edición, al
menos parcial, como parte de sus trabajos preferidos. O el hecho de haber
recomendado por el mismo tiempo a María Mantilla (ya una adolescente) la
relectura de sus textos como ejemplos de buen español.
Concluida mi tesis
doctoral, se me hizo evidente que tenía que continuar y hacer público mi estudio
de La Edad de Oro, de manera tal que
saliera de los taciturnos anaqueles de los archivos universitarios. Me di entonces a la
tarea de adaptar el texto académico a formas más accesibles al lector
tradicional, de donde emergió mi ensayo Mar
de Espuma: Martí y la Literatura Infantil, terminado en 1994 y publicado un
año después. La crítica especializada fue muy generosa con dicha obra;
generosidad que se extendió hasta la prensa periódica, donde se aplaudió su
salida. Todos los reseñadores que me hicieron el honor de su atención reconocieron
que mi trabajo era un novedoso estudio que acercaba el texto martiano al siglo
XX, profundizando en las intenciones éticas y estéticas de Martí al escribir
para los niños, con especial énfasis en la identificación de sus fuentes y su
naturaleza estilística modernista.
Sin embargo, la
satisfacción por el éxito alcanzado fue efímero. Tanto mi ensayo como su
aceptación pusieron de relieve que mi labor seguía inconclusa. Mar de Espuma… de ser epílogo de mi
tesis (como yo había pensado) se convirtió en preludio de algo nuevo de
importancia mayor. Sus conclusiones finales dejaron de ser vistas como tales
para convertirse en el anuncio de una meta mucho más ambiciosa: la confección
de una verdadera edición crítica de La
Edad de Oro.
Inicié entonces una tarea
que me llevó casi cinco años de arduo trabajo, teniendo que investigar en las
principales bibliotecas de tres países: Estados Unidos, España y Francia. Fue
una labor agónica y placentera a la vez, de momentos henchidos de euforia
seguidos de simas melancólicas. Algunos resultados fueron verdaderamente
sorpresivos; otros me ayudaron a confirmar lo que habían sido hasta entonces
simples conjeturas; no pocas de mis dudas e interrogantes quedaron, no
obstante, ocultas en las sombras del tiempo y las intenciones no declaradas por
el autor.
El primer obstáculo con
que me topé fue cómo combinar una edición crítica con una lectura infantil,
pues es el caso que, aunque mi propósito inicial era confeccionar una edición
crítica tradicional, quería que siguiera siendo una lectura para infantes. Se
me ocurrió escribir entonces una Introducción para los pequeños lectores y una
especie de epílogo titulado “Re-vista La
Edad de Oro, estudio crítico para adultos”, además de añadir varios apéndices.
Mi objetivo principal era lograr una edición que
se semejara a la que yo, de niño, hubiese querido tener en mis manos. Por tal
razón, tuve mucho cuidado en redactar con amor la Introducción para infantes.
En ella no solamente presenté al autor y su obra, sino que deliberadamente
utilicé algunos estilemas martianos (aunque sin el correspondiente talento,
como es lógico) a fin de introducir a los lectores infantiles en algo parecido
a la magia que leerían a continuación. Era mi propósito hacer comprender a los
niños que el lenguaje martiano se diferenciaba del español al que ellos estaban
expuestos diariamente no porque fuera una forma ‘vieja’ o ‘extranjera’, sino
simplemente bella y profunda, del todo vigente.
Las notas al pie se convirtieron en el escollo
principal. Opté entonces por una nota extensa para adultos al inicio de cada
trabajo y luego tratar de que las siguientes, de carácter fundamentalmente
informativo, sirvieran tanto para menores como para personas mayores. Con el objetivo
de añadir un elemento lúdico a la lectura (componente típico de la literatura
infantil), se me ocurrió poner a los niños a ‘jugar’ con las notas al pie de
página. El ‘juego’ consistía en completar éstas con informaciones inherentes a
disciplinas escolares de los programas actuales de quinto o sexto grado o la
interpretación del mismo texto leído inmediatamente antes de la nota. Confío en
que el ‘juego’ haya viabilizado la incorporación de maestros o algún mayor del
hogar a la actividad, pues de sobra es sabido que no hay lectura más placentera
para un niño que cuando se hace de la mano amorosa de su educador o de un
adulto de la familia.
El sub-texto general de la
obra fue, desde un principio, de fácil identificación para quien conociera,
aunque fuese someramente, la vida de Martí. Es una constante en la historia de
la literatura infantil que los escritores originalmente no especializados en dicha
categoría comienzan a crear para niños teniendo en mente y alma uno en
particular, casi siempre miembro cercano de la familia o de alguna otra forma
allegado. Para (y por) su hijo José Francisco Martí Zayas-Bazán (1878-1945) ya Martí había escrito y publicado Ismaelillo (1882); pero, para la época
en que da a conocer La Edad de Oro ya
el hijo amado había sido secuestrado por su madre y llevado a Cuba.
Sin embargo, hay otra persona que sería para Martí tan importante como su hijo Pepito:
la niña María Mantilla (1880-1965), hija de Carmen Miyares y Peoli (1858-1925),
con quien Martí mantuvo su más larga y
estable relación amorosa conocida. Martí jugó un papel fundamental en la
crianza de esa niña, y fue tal su amor por ella que algunos la consideran su
hija natural[1].
No voy a discutir el asunto, pues lo que cuenta para los efectos de este
trabajo no es la conformación genética de la niña, sino la relación espiritual
entre Martí y la hija de la mujer amada que ayudó a formar y a quien quiso como
un padre, llevara o no su propia sangre. Según mi interpretación, Martí
escribió para (y por) María Mantilla la obra que nos ocupa. Baso mi aseveración
en diferentes elementos, dos de los cuales resumo a continuación.
“Nené traviesa”, “La muñeca
negra” y “Los zapaticos de rosa”; son tres narraciones de La Edad de Oro donde el personaje principal es una niña; las dos
primeras en prosa y la última en verso. Pese a sus anécdotas lógicamente
diferentes, estos cuentos presentan diversos elementos comunes que, más allá de
sus características estilísticas semejantes, coadyuvan a su unidad. Una lectura
continuada de los tres deja ver que las niñas actuantes como personajes
principales muestran, independientemente de las diferencias en edad (Nené no
había cumplido seis años cuando rompe el valiosísimo libro; Piedad cumplirá
ocho años en el cuento; Pilar parece ser la más pequeña de las tres), grandes
puntos de contacto. En mi análisis de dicha trilogía pude identificar elementos
autobiográficos a la usanza modernista que me permitieron concluir que se
trataba de anécdotas (vividas o soñadas) de la vida de María Mantilla en tres
momentos de su ninez; la última a la edad que tenía en 1889, precisamente el año en que Martí escribe todo
el material de La Edad de Oro.
Otro hecho que, según mi interpretación, reafirma lo
anterior, fue la selección que hizo Martí de algunos dibujos de Adrien Marie
(1848-1891) para ilustrar dichos cuentos; además de servirse de ellos como
fuente ekfrástica. Los trabajos del artista galo habían aparecido originalmente
en 1878 en Un Journée D’Enfant.
Compositions inédites par Adrien Marie, una muy limitada edición de lujo
numerada de grabados sin
texto. Encontrando improbable que Martí tuviera en sus manos un ejemplar de
dicha edición, rastreando la obra en Francia me tropecé con otra más popular de
1889, con textos de Henri Demesse (1854-1908) apoyados en los dibujos. No puedo
garantizar que ésta haya sido la utilizada por Martí, pero teniendo en cuenta
las características limitadas de la edición de 1878 y el hecho de que éste por
ese entonces enseñaba francés a María
Mantilla, me parece mucho más probable que utilizara, por más accesible y por
tener textos, la edición recién aparecida (y más popular) de 1889. Parece
corroborar mi interpretación que Martí dedicara “Los zapaticos de rosa” a María
Mantilla no en español, sino en francés (“A Mademoiselle Marie”).
La identificación de parte de los pre-textos o
fuentes de Martí en La Edad de Oro fue
muy fácil. Se sabe que una de las características del Modernismo Hispano es la
re-escritura de textos previos sin menoscabo de la ética autoral, práctica que
a veces implica procesos traductivos. Martí re-escribió, siempre dándole
crédito a sus autores, textos de Édouard de Laboulaye (1811-1883), Ralph Waldo
Emerson (1803-1883), Helen Hunt Jackson (1830-1885), etc. Otros trabajos,
aunque evidentemente re-escritos de algún original no identificado directamente
por Martí, quedaron por mucho tiempo en la oscuridad. Una paciente investigación
que me llevó, como dije al principio, por tres países, me permitió identificar casi
todos los originales utilizados por Martí como fuente o pre-texto de sus re-escrituras
en los cuatro números de la revista. Paso a sintetizar el proceso con un
ejemplo.
Posiblemente la crónica fundamental de La Edad de Oro sea “La Exposición de
París”, aparecida en el número 3 de la revista. Martí mismo confiesa que no
visitó la famosa exhibición parisina, por lo que su larga y pormenorizada crónica
no fue producto de una experiencia vivencial. Herminio Almendros intentó
aclarar la fuente de esta crónica, conjeturando que “quizás” haya sido una
especie de inmenso reportaje sobre la Exposición de París de 1889 de Henri de Parville
(1838-1909) editado como libro ese mismo año[2].
Pero yo comprobé que ello no habría sido posible, ya que Parville incluyó en su
obra elementos de la exposición más allá de agosto de 1889 (mes en que Martí
escribió su crónica), por lo que evidentemente éste no pudo tener en sus manos
ese libro. Me imagino que lo que haya confundido a Almendros fue la semejanza o
igualdad de algunos grabados aparecidos en la revista de Martí y en el libro de
Parville, perdiendo de vista que en ese tiempo era común ‒y posible, dada la
naturaleza de las ilustraciones y los adelantos técnicos tipográficos‒, la
reproducción de un grabado tomado de una imagen ya publicada. ¿Cuál fue,
entonces, la fuente martiana de esa magnífica crónica que se mantuvo oculta a
los ojos de Almendros? Muy simple: la prensa periódica.
Desde el otoño de 1888 la Exposición de París venía siendo noticia de
primer orden en las publicaciones del mundo entero, particularmente en la
prensa gala. Mi investigación de tales medios, comparando sus contenidos,
ilustraciones y fechas de aparición con las crónicas aparecidas en La Edad de Oro, me permitió identificar
como fuentes principales de las re-escrituras martianas La Exposition de Paris de 1889. Journal Hebdomadaire y la Revue de L’Exposition Universelle de 1889.
De esas publicaciones periódicas ad hoc
sobre la afamada exhibición universal, Martí tomó las ideas, informaciones y
descripciones (incluyendo sus ‘pies de grabado’, algunos simplemente
traducidos) no solamente para su crónica “La Exposición de París” sino como
fuente de re-escritura de “La Historia del hombre contada por sus casas”, “Un
paseo por la tierra de los anamitas” e “Historia de la cuchara y el tenedor”.
Es más, un análisis de los medios galos nombrados permite identificar a quienes
parecen ser los cronistas franceses favoritos de Martí en ese tiempo por éste haber
preferido reiteradamente sus crónicas como pre-textos de las suyas.
Las ilustraciones, pues, jugaron un papel
importante en la identificación de varias de las fuentes martianas de La Edad de Oro. Algunos grabados, sin
embargo, no me aportaron nada y al menos uno sumamente importante se identificó
con un crédito confuso (cuando no equivocado), que se repitió, sin enmienda o
aclaración alguna, en todas las ediciones posteriores. Me refiero a la
ilustración que sirve de pórtico a la revista y de la cual toma su nombre la publicación.
Ésta aparece con el siguiente pie: “La Edad de Oro – cuadro de Edward Magnus”.
Pero es el caso que no existe ningún Edward Magnus y no se trataba de la
reproducción de un cuadro, sino de un grabado basado en otro grabado anterior,
a su vez creado a partir de una pieza al óleo de Eduard Magnus (1799-1872),
pintor alemán (no anglosajón) que llegó a ser el artista plástico de moda de la
clase germana alta de su tiempo. Mis investigaciones me llevaron a identificar
la obra por su título real (“Das Goldene Zeitalter”), terminada en 1839 y
exhibida ese mismo año en la Academia de Berlín, donde fue una de las pinturas
más destacadas de la exposición. El cuadro fue comprado por la sociedad
artística Verein Berliner Künstler y adjudicado como premio al Barón Werther,
entonces Ministro de Asuntos Exteriores. Eduard Mandel (1810-1882) hizo luego
un grabado inspirado en el óleo de Magnus que fue reproducido y distribuido por
la mencionada sociedad entre sus afiliados en 1843.
Autorretrato de Eduard Magnus |
En fecha posterior que no he podido precisar, el
escocés James Hunter (1855- ?) realizó otro grabado (teniendo como modelo el de
Mandel y no el cuadro original) que fue publicado en una revista anglosajona,
donde el nombre del autor de la obra inicial aparece traducido al inglés como
Edward. Como quiera que ese es el nombre con que se identifica, erróneamente,
al creador del cuadro en la revista de Martí, creo que resulta evidente que la
ilustración publicada se trata de una reproducción del grabado de Hunter, no
del de Mandel, y mucho menos del cuadro original, como se informa, erradamente,
en La Edad de Oro. La misma
publicación anglo hizo una edición limitada del grabado en un formato grande
para ser enmarcado para su exhibición. ¿Sería mucha conjetura el suponer que
Martí (o A. DaCosta Gomez, el editor de la revista y quien seleccionó su
nombre) descolgase de una pared el grabado que se reprodujo en el frontispicio del
primer número? No pude localizar la pintura original en los museos alemanes que
contacté, por lo que es de suponer que haya terminado en una colección privada
o, peor aún, que no haya sobrevivido a una de las dos guerras que asolaron
Alemania en el siguiente siglo.
Otro “entuerto” que pude enmendar fue una importante
errata en la edición príncipe que, inexplicablemente, se siguió repitiendo en
todas las ediciones posteriores. Se trataba del nombre de un pueblo hindú que
Martí no sólo menciona en “Un paseo por la tierra de los anamitas”, sino que da
a conocer brevemente sus características. Busqué el nombre del pueblo en
enciclopedias y otras fuentes (del siglo XIX, por supuesto), sin poderlo
encontrar. Cambié, entonces, de estrategia: eché a un lado el nombre y me puse
a investigar qué pueblos hindúes decimonónicos presentaban las peculiaridades
descritas en la escueta información martiana. Luego de mucho hurgar en antiguas
publicaciones inglesas pude dar con el verdadero nombre: Jahanabad (con a y no
con e), en el distrito Gaya. El pueblo había sido un importante centro
comercial hasta las postrimerías del siglo XVIII, específicamente en cuanto a
tejidos se refiere. A fines del XIX ya carecía de dicha categoría; sin embargo,
aún la mayoría de su población pertenecía a la casta Jolaha de artesanos
textiles.
Pero no todas mis investigaciones concluyeron
exitosamente. En realidad, mi edición crítica de La Edad de Oro ‒aunque ya de alguna forma anunciada y propiciada
por mi ensayo Mar de espuma‒, terminó
con no pocas dudas e incertidumbres. Pero ello es algo que era de esperarse,
pues no en balde Gabriela Mistral había calificado la obra martiana como una “mina
sin acabamiento.” Concluí, pues, mi edición crítica de La Edad de Oro como anuncio de otra por venir, al dejar todo lo que
queda en las honduras de la mina martiana a disposición de investigadores del
futuro que retomen el intento comenzando en el punto hasta donde yo pude,
exhausto de gozo, llegar. Y utilizo deliberadamente la palabra “gozo” porque gracias
a la placentera y agónica confección de mi edición crítica de esta obra eterna,
de alguna forma fui capaz de ser otra vez Meñique,
Bebé y hasta el Padre Las Casas; visitar de nuevo un París de universo
engalanado, repetir una cena inolvidable en buena compañía con un tenedor
delante nuestro de plata pulido, y hasta regocijarme una vez más vagando entre ruinas
indias paradójicamente vivientes; regresar, en fin, a la raíz, a mi raíz.
Es más, la tenaz permanencia del niño Eddy durante
todo el tiempo de confección de mi edición como que logró que éste se impusiera
al ‘vetusto’ crítico encargado de su elaboración. Fue la voluntad del testarudo
infante que el yo adulto (y doctorado, para más contradicción) terminara haciendo
algo “académicamente incorrecto” en una edición crítica: añadir un material
inexistente en el original. Ya he señalado la importancia de la crónica (que
Martí calificó de “artículo) sobre La Exposición Universal de París de 1889. En
la “Última Página” del tercer número, éste escribió lo siguiente:
Hay que
leerlo dos veces: y leer luego cada párrafo suelto: lo que hay
que leer, sobre todo, con mucho cuidado, es lo de los pabellones de nuestra
América. Una pena tiene LA EDAD DE ORO; y es que no pudo encontrar lámina del pabellón del Ecuador. ¡Está triste
la mesa cuan-do falta uno de los hermanos![3]
Pero es el caso que yo sí encontré el grabado de
cuya falta se dolía Martí, por lo que decidí, vencido por la tenacidad del mí
mismo de tiempos infantiles, publicarlo antecedido de esta breve acotación
justificativa: “Para que la pena de Martí no se extienda hasta esta
edición, reproducimos de inmediato el grabado del Pabellón del Ecuador en la
Exposición Universal de París de 1889” [4]
Grabado del pabellón de Ecuador en la Exposición Universal de París |
El resultado final fue una no tradicional edición
crítica ya necesitada y posiblemente hasta presentida desde mi niñez que
incluía no solamente el estudio del texto en sí, sino también el de sus
pre-textos y sub-textos. Es más, acuciado por la misma naturaleza de la obra,
me vi obligado a traspasar las rígidas fronteras de las palabras y adicionar a mis
investigaciones e interpretaciones las ilustraciones de seguro seleccionadas
por Martí, por ser éstas un elemento íntimamente unido al texto. Determinaron
esa intimidad el hecho de que el material gráfico no fue añadido a posteriori
de la redacción y selección de los textos (como es usual), sino que sirvió de
componente fundamental en la creación textual tanto como fuente de información
como de herramienta estilística a través del lenguaje ekfrástico. Martí creó La Edad de Oro en su totalidad: con
palabras propias como devenidas en trazos de otros, y las imágenes plásticas de
otros conformando sus textos propios. De ahí que yo no diera por terminada la
faena hasta completar la versión llamada “camera ready” en el argot tipográfico
contemporáneo. Mío resultó entonces el post-texto implícito, quien quita si comenzado
de manera subconsciente en los lejanos tiempos de mis lecturas infantiles.
En el otoño del año 2000 di por concluido mi
trabajo. Juan Manuel Salvat, de Ediciones Universal (nao capitana de las
editoriales cubanas del exilio y quien había impreso Mar de Espuma: Martí y la Literatura Infantil), aceptó publicar mi
edición de La Edad de Oro a pesar de
todavía tener en existencia ejemplares de otra que él mismo había sacado con
anterioridad. Huelga decir que nunca tuvo que arrepentirse de haber tomado
semejante decisión: de mi edición (aparecida por primera vez en el 2001) ha
tenido que hacer varias reimpresiones. No en balde algunos especialistas la
consideran ‒como resumió Gerardo Piña-Rosales‒ la edición “modélica, definitiva”
del clásico infantil martiano.
La recompensa por mi dedicación y desvelos rebasó,
sin embargo, el campo académico y literario inherente a la confección de una
edición crítica. Recuerdo en ese sentido que una vez enviado el sobre con todo
el material a Salvat, de la oficina de correos fui directamente a visitar por
enésima vez la trágica estatua del Apóstol en el Parque Central. Silencioso y
emocionado le describí el exitoso fin de mi tarea al bronce a punto de eternidad,
cayendo siempre sin caer nunca. Y en respuesta el jinete agónico, tal cual la
estatua de Bolívar en Caracas cuando se le allegó el joven Martí sin quitarse
el polvo del camino, como que se estremeció como un padre cuando se le acerca
un hijo.
Nueva York, otoño de 2016.
*Publicado originalmente en Círculo:
Revista de Cultura Vol. XLV, 2016: 92-104.
[1] Para opuestos puntos de vista sobre el tema, véanse: José
Miguel Oviedo, La niña de Nueva York: una
revisión a la vida erótica de José Martí (México: Fondo de Cultura
Económica, 1988) y Carlos Ripoll, La vida
íntima y secreta de José Martí (New York: Editorial Dos Ríos, 1995).
[2] Henri Parville, Causeries Scientifiques. Découvertes et innovations. Progrès de la
science et de l’industrie. Vingt-neuvième année. L’Exposition Universalle.
Paris: J. Rothscchild Editeur, 1889.
[3] Martí, José. La Edad de Oro. Edición Crítica de Eduardo Lolo. Miami: Ediciones
Universal, 2001. Pág. 231.