Por Alexis Romay
En una advertencia que figura en el
último párrafo del prefacio —y se repite en la portada interior— de, Iván Acosta declara que “podría vivir con muy
pocas cosas materiales, con casi nada. Pero no podría vivir sin mi colección de
discos, sobre todo los de música cubana”.
Escribir “poca cosa” y referirse, en
el mismo suspiro, a su colección de discos es, en el mejor de los casos, una
imprecisión y, en el peor, una injusticia. Porque esto, que es la
punta del iceberg, de poca cosa no tiene nada. Tomando como punto de partida un
catálogo que compila más de 5 000 LPs, Acosta crea un relato que hilvana
anécdotas personales con el devenir de una nación que se fue a bolina. Para
ello, se vale de más de doscientas cubiertas de álbumes con las que cuenta una
historia a la vez íntima y colectiva.
Me impresiona, pero no me extraña,
esta incursión de Iván Acosta en un género híbrido, al sacar a la luz un libro
que, al decir del autor, no es “una novela política, ni un manual de la historia
de la música cubana y mucho menos una autobiografía”, pero que, en mis
palabras, es mucho más: es memento, vademécum, resto de un naufragio, álbum de
postales, vista del anochecer en el Trópico, pieza de museo, cronología de la
vida (y la música) de una isla al pairo, antología de la cancionística cubana,
colección de viñetas; en fin, retrato a pinceladas de esas dos patrias que
tienen nuestros coterráneos: Cuba y la noche —la noche que eternizara Sabá
Cabrera Infante en su documental P.M.,
la noche de los Tres
tristes tigres de su hermano Guillermo, la noche cubana que
con el tiempo transmutó la sonrisa en una larga mueca de hastío.
Digo que no me extraña la naturaleza
de este artefacto porque Acosta nos tiene acost(a)umbrados a sus malabares en
los predios de las artes, desdoblándose en compositor, dramaturgo,
documentalista, director de cine y de teatro, artífice de Latin Jazz USA,
promotor y productor de conciertos, publicista, fundador del Centro Cultural Cubano de Nueva York (y presidente
del mismo durante ocho años), músico, poeta, rumbero y medio, y amigo de esos
de los que perduran en el tiempo y la distancia. Menciono esta retahíla de
facetas de mi paisano pues todas figuran de un modo u otro en las páginas del
texto. A veces —como las penas que me maltratan— se agolpan unas a otras y
hacen que la inmersión en el libro fluya igual de bien lo mismo con la cadencia
de un bolero que en el desenfreno de un mambo influenciado.
Lydia Cabrera decía que había
descubierto a Cuba a orillas del Sena. A Paquito
D’Rivera le gusta decir lo mismo, pero con el río Hudson como
telón de fondo. Yo me pregunto dónde Iván Acosta habrá dado con esa isla que
todos llevamos dentro. La pregunta es retórica… y no tanto. Acosta escapó del
cocodrilo verde en plena adolescencia. Y, sin embargo, es una personificación
de los valores positivos de esa entelequia que es el cubanazo. Quizá la
respuesta radique en que, ya en el exilio, este hombre se hizo (más) cubano
mediante la música de su lugar de origen y convirtió el cancionero natal en una
cosa tangible, en un espacio físico, en una tierra fértil. (No en balde su
primer disco, que data de 1978, se titula Canciones de la vida, de la patria
y del amor, esas tres abstracciones que nos son tan
caras).
Esto de los ríos me recuerda que estar “a la deriva” es
casi una condición sine
qua non del cubano —y de lo cubano—, particularmente en el
último medio siglo de andar dando tumbos por el mundo, huyendo del sueño de la
sinrazón y de los monstruos que este ha producido. En el caso
de Iván Acosta —como el de quienes comenzaron su fuga de aquella isla de
difícil memoria— por vía marítima, la deriva fue también literal. En lo que
supongo habrá sido una noche eterna del agosto de 1961, con dieciséis años y un
par de discos que rescató antes de (a)saltar al barco en el que escaparía, con
su familia, rumbo a Jamaica, Iván Acosta se hizo a la mar. Y trajo la música
(cubana) consigo. Él no la abandonó y ella, que sabe ser agradecida, a lo largo
de las décadas le ha devuelto el favor con creces.
Esos dos discos que huyeron de Cuba
con el autor se encuentran representados en sendos LP incluidos en esta edición de lujo,
que abarcan desde Olga Guillot a Benny Moré, de La Lupe a Dámaso Pérez Prado, de Cándido Camero a David Oquendo y sus Raíces Habaneras,
pasando por un bossa nova y un bolero del propio Acosta.
Como dirían en La Habana: aquí hay para
comer y para llevar. Así que pasen, lean, escuchen. Esto no es un libro. Esto
es una fiesta.
Nueva Jersey, 29 de junio de 2017
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