El académico de la AHCE Alejandro González Acosta nos envía esta reseña de la antología El compañero que me atiende editada por el también miembro de la AHCE Enrique Del Risco:
El eufemismo que me atiende…
Alejandro
González Acosta, Ciudad de México
Lichi
me contó, que la última vez que estuvo en Cuba,
fue a visitarlo a su casa un coronel del G-2, hermano de un famoso historiador
cubano muy amigo, residente en México. Entre tragos y ya en confianza, Lichi le
preguntó: “Ven acá, chico, aquí entre nosotros: seguramente ustedes me tienen cableao
por todas partes, ¿verdad?” “No, Lichi –le respondió el otro- no hace falta,
porque nosotros ya sabemos cómo piensas tú y hasta lo publicas…” “Además
-agregó el seguroso- ya no tenemos la
técnica
de antes, cuando estaban los bolos:
ya nos queda muy poquita en buen estado… Y la poca que tenemos, se la ponemos a
los del Comité Central, porque de esos sí nos interesa saber qué están pensando
y planeando…”
Quizá sea una más de las tantas
fabulaciones de Lichi, pero sospecho que esta fue cierta.
Me vino la anécdota a la memoria ahora que
recién se publicó El compañero que me
atiende (Hypermedia, 2017), la compendiosa y oportuna compilación que ha
reunido como Editor el historiador cubano exiliado en Nueva York, Enrique del
Risco (“Enrisco” para los cercanos).
Como tantas otras frases comunes en la isla,
quizá este título escape a la cabal comprensión de cualquiera que no sea cubano,
y no haya pasado al menos una parte de su vida en ella durante los últimos 60
años. “El compañero que me atiende” puede ser, para los extraños, algún mesero,
un mecánico, un empleado cualquiera, que con gentil y fraternal camaradería nos
procura algún servicio o producto. Pero, entre cubanos, sabemos que esto no es
así, ni mucho menos.
Así como entre los “logros” de la
“revolución cubana” se exhibió con orgullo que cada niño tuviera su maestro y
cada enfermo su médico, pues también cada ciudadano cuenta con su propio
policía, solícito y atento a cuando diga, escuche y piense. Ese personaje
ubicuo y omnipresente, casi omnisciente y pretendidamente omnipotente, es, a
fin de cuentas, “el compañero que me atiende”. En un sistema totalitario como
el cubano actual, donde “todo lo que no está prohibido es obligatorio”, es
normal que la mitad de la población vigile a la otra mitad, y aún entre ella misma
no se pierdan paso ni pisada. Porque algo realmente monstruoso que escapa a la
comprensión del resto del mundo “normal” (Cuba hace mucho tiempo que ya no es
un país “normal”) es que ese “compañero que me atiende”, tiene, a su vez, su
propio “compañero que lo atiende”, y este también cuenta con otro “compañero
que lo atiende” … en una sucesión ininterrumpida e infinita, hasta llegar a la
cúspide de la pirámide donde está ese Gran
Hermano que vigila a todos y, quizá, hasta a sí mismo, se ocupa mirándose
en un sospechoso espejo delator. Todo es posible en ese surrealismo caribeño.
Enrique del Risco entiende esto
perfectamente, y por eso su pertinente comentario sobre El Proceso y El Castillo
del célebre y profético autor checo, que incluye en su pórtico prologal. Se ha
dicho, y no como chiste, que “de haber nacido en Cuba, Kafka habría sido un
escritor costumbrista”. Para los cubanos modernos, la suma de El Proceso y El Castillo tiene un sólido y macabro símbolo arquitectónico: Villa Marista, el “home sweet home” de todos los “compañeros que atienden”.
Si alguien sabía bien de ese tema del
“compañero que me atiende” era Lichi: su famoso Informe contra mí mismo no es más que la respuesta que al cabo de
los años y del hastío, le dio al seguroso
que fue a contratarlo para que vigilara a su propia familia. Este asunto del
espionaje ciudadano es casi un género en la literatura cubana opositora: Antes que anochezca, de Reinaldo Arenas,
sería otra respuesta a “ese compañero que me atiende”. Y Contra toda esperanza, de Armando Valladares, también. Y Todo el mundo canta, de Rafael E. Saumell.
Y Fuera del juego (aunque en este
habría que corregir, el compañero que “nos” atiende, pues debería incluir a su entonces
esposa, la poetisa Belkis Cusa Malé), En
mi jardín pastan los héroes, y La
mala memoria, de Heberto Padilla; y el Mapa
dibujado por un espía, de Guillermo Cabrera Infante; y La nada cotidiana, La hija
del embajador y La noche al revés,
de Zoé Valdés; y 20 años y 40 días, de
Jorge Valls… Y hasta El hombre que amaba
los perros, de Leonardo Padura, es, a su modo, también una novela de
vigilancia permanente.
Para los cubanos de esta época, el “Bosque
de Ojos” de Alicia en el país de las
maravillas es una realidad nada imaginativa: todo se oye y todo se sabe en
ese presidio total que es la Cuba de
los Castro. Por eso esta obra de Lewis Carroll sirvió a Jesús Díaz para su
brillante paráfrasis de Alicia en el
pueblo de Maravillas (1991), con una imponente caracterización del
inolvidable Reynaldo Miravalles en el papel de “El Director” del Sanatorio Satán de Maravillas de
Noveras, con su enhiesto y huesudo dedo acusador, descendiendo de los cielos en
el traqueteado ascensor.
Poco antes, Díaz había logrado -¡al fin!-
publicar su inolvidable novela Las
iniciales de la tierra, donde el protagonista Carlos Pérez Cifredo
enfrentaba otra de las variantes del “compañero que me atiende”: el
interminable documento autobiográfico que tantos cubanos han escrito, el famoso
cuéntame
tu vida, la implacable e intrusiva planilla de ingreso a una
organización política. Este puede considerarse también otro género paralelo al
que propone Del Risco más adelante. En algún lugar de la isla –quizá en Villa Marista- debe existir un archivo
enorme con todos los “cuentametuvida” que se han escrito en estos casi 60 años.
Una Biblioteca de Babel de delaciones
y, peor aún, de autodelaciones, conservada para memoria –y asco- de la
posteridad. Deberemos tener entonces un nuevo V. Chentalinski que haga con esto
lo que él hizo con Los archivos
literarios del KGB.
No lo podemos negar: el filme alemán La vida de los otros y La broma de Kundera, para los cubanos,
son parte de una vitalísima bibliografía cotidiana, una especie de literatura
de autoayuda caribeña, y este libro lo confirma. Pero amigos sabios me advierten
que esas referencias deberían incluir igualmente clásicos como El hombre rebelde, de Camus, y El pensamiento cautivo, de Milosz.
En esta “obra de creación múltiple”
participan 57 autores vivos, todos cubanos, la mayoría fuera de la isla, pero
también algunos que residen en ella, y para los cuales el hecho mismo de publicar
en este libro puede atraer severas consecuencias; por lo menos, una amable visita del “compañero que todavía
los atiende”. Son 57 testimonios, pero podrían ser también 11’616,004 (los
habitantes totales de Cuba según el último cálculo oficial de 2017), pues todos
tienen, tuvieron o tendrán una historia parecida (sin contar los dos millones
en el exilio). Y es que todos los cubanos dispersos por este ancho y ajeno
mundo desde 1959 para acá, conservamos una anécdota al menos de ese solícito
acompañante de nuestros terrores y temores.
Pero no seamos ingenuos: la perversidad de
ese sistema no se limita sólo a los cubanos: en la isla, todo el mundo es
sospechoso, aunque se pruebe lo contrario. Los corresponsales y los
diplomáticos extranjeros, también tienen su “compañero que los atiende”, sólo
que organizados con otras fachadas: el Centro
Internacional de Prensa, los primeros, y la Dirección General de Protocolo, los segundos, ambos bajo la
camuflada cobertura del Ministerio de
Relaciones Exteriores.
Y tampoco debemos limitar la atención
vigilante sólo a los cubanos en la isla: fuera de ella, también siguen siendo
objeto del cuidadoso seguimiento que se organiza desde las embajadas del régimen,
siempre escandalosamente sobrepobladas y con una intensa actividad de
espionaje, cubiertos con la fachada de la Cancillería, apoyada por ese gran Ministerio de la Policía Exterior que es
el Instituto Cubano de Amistad con
los Pueblos.
Por tanto, este libro se inscribe
plenamente en el género testimonial que parió la misma Revolución Cubana, así como Operación
Masacre, Trelew y tantos más,
pero del otro bando: del otro lado de la puerta… o de la pared. Aunque los
“críticos” oficialistas afirman que si el testimonio no es “progresista,
revolucionario y comprometido” no es testimonio, la necia realidad los
contradice. De hecho, hoy resulta mucho más vivo y convincente el testimonio de
las víctimas de las represiones comunistas, que el de los represores empeñados
en negarlas o desfigurarlas.
El intelectual vigilado y perseguido en
Cuba viene de muy atrás. Convencido de que lo acosaban, Manuel Zequeira
pretendía hacerse invisible al colocarse un sombrero. José María Heredia salió
del país disfrazado de marinero, auténtico proto-balsero,
huyendo de la policía. José Jacinto Milanés terminó sus días en un manicomio
presa de un estupor persecutorio. José Martí viajó a Cuba como Julián Pérez para burlar la aduana
pre-castrista. Virgilio Piñera estaba permanentemente obsesionado con un viejo pánico, esperando que fueran
por él. Raúl Hernández Novas, como a pesar de andar tan encogido, no podía
ocultarse más por ser muy alto, se suicidó: después de atravesar el enigma de las aguas se lanzó de
cabeza –da capo- a la muerte
liberadora.
Un cubano típico se siente permanentemente
vigilado. Incluso, cuando por fin logra escapar de la isla-cárcel, durante
mucho tiempo busca micrófonos en lámparas y bajo las mesas, si algún incauto le
hace una pregunta que considera comprometedora. Nunca habla lo que piensa,
porque conoce bien el precio de hacerlo. Sale bien adiestrado. Luego se va
soltando y hasta habla de más: algunos dicen que le pagaron para que hablara, y
luego le pagaron más para que se callara.
La guardia siempre en alto de un filoso
machete amenazador y el dilatado ojo, avizor y omnipresente, que parece de
santería, forman el símbolo de los CDR, la más nefasta, corruptora y denigrante
de todas las truculentas invenciones en La
Isla del doctor Castro. Te estoy
cachando, susurra el emblema. Sin saberlo, aquellas ancianitas frustradas,
amargadas y necesitadas de sentirse útiles en algo, las clásicas cederistas, son las descendientes de las
parisinas calceteras de la Plaza de Greve
y las pescaderas del Marais. Pero no
se llaman Charlotte ni Lisette, sino Cusa
“la del Comité”: ¡Alabao!
Un chiste sobre el gobierno puede ser
mortal. En mi época, entre amigos, como exorcismo exculpatorio y profiláctico,
previendo la presencia de micrófonos –o de personas con igual cometido- al
escuchar un “chiste contra el gobierno” solíamos culminar la carcajada con una
frase: “Que conste: si me río es por indignación”. Y es que en Cuba, vieja
receta de la NKVD y el KGB, aún colgados, los teléfonos escuchaban cuanto se
decía cerca de ellos.
Una persona muy entrañable para mí, perdió
su prometedora carrera como economista por hacer un chiste sobre Nicolás
Guillén, con una versión burlona de su poema “Tengo”, en un grupo de supuestos
amigos, y alguno de estos corrió a informar a la Securitate cubana, que lo expulsó de la Universidad de La Habana.
Todo culminó en una escena grotesca: el entonces Rector (Reptor), lo fulminó
con una frase lapidaria: “Entre la duda y la Revolución, me quedó con la
Revolución”. Luego, ese mismo rector fue gloriosamente tronado: such is life in this tropics, dearest.
Porque lo mejor de toda esta historia, es que la Tierra (aunque algún orate lo
ponga hoy en duda) es redonda, y da vueltas …
La mentalidad profundamente religiosa del
comunismo, y en especial de dos antiguos discípulos jesuitas como fueron Stalin
y Castro, mueve el sistema para ese constante “examen de conciencia”, del cual
“el compañero que nos atiende” es una suerte de confesor en traje civil. Esos
“castillos del alma” y los “ejercicios espirituales” marxistoignacianos que culminan en la famosa autocrítica (mucho
mejor y más efectiva si es pública y humillante), son parte de un proceso de
constante e interminable catequización y purificación. Todo el mundo necesita
ser revisado periódicamente, y de esta forma se le brinda la generosa
posibilidad del “arrepentimiento”. Lo que sí no se perdona es negarse a la
confesión y la autoinculpación, y menos aún perseverar en el error con la
nefasta “autosuficiencia” burguesa que se opone a aceptar los cargos y pecados …
Algo especialmente perverso de este
“policía de cabecera” es que, contra toda presunción, no se oculta, sino todo
lo contrario: se muestra impúdica, se exhibe, se aparece, demuestra que está
presente siempre y en todas partes. Porque su misión principal, además de atemorizar,
es disuadir, y aconsejar cariñosa y persuasivamente, casi como un amigo: “no te
quemes, chico”, “no te busques problemas”, “yo te entiendo, compadre, pero…”
Es, digamos, un amable verdugo delicado, casi delicuescente y etéreo. Un “ángel
de la guardia” en mangas de camisa, quien no sólo puede expulsarte del paraíso
sino también meterte a la cárcel, que es el Purgatorio, o el Infierno, de
acuerdo con la extensión de la condena.
Género
totalitario policíaco, lo bautiza Enrique del Risco,
acertadamente. También podría ser una especie de bildungsroman comunista, una especie de novela formativa cubana, la
“educación sentimental” del “hombre nuevo”. O también de escatología policiaca,
por el perseverante fantasma que siempre te persigue. O la novela neo-gótica del
castrismo, con sus monstruos horrendos. O surrealismo bufo. Una suerte de
orweliano 1984, pero en presente
continuo del indicativo, up to date,
2017.
La amabilidad del “compañero que atiende”
se dirige en dos direcciones: controlar y sujetar a su “atendido”, pero también
buscar su cooperación, y lograr que se convierta de sospechoso en delator.
Porque la delación es la joya que corona el trabajo de persuasión, y hay muchos
que andan por ahí cojeando de esa pata…
La delación ha sido presentada
históricamente como una “virtud revolucionaria” desde muy antigua fecha: en la
Unión Soviética de Stalin fue muy popular la figura ejemplar del pionerito
Pavlik Morózov (1918-1932), quien en un supremo arranque de generoso comunismo militante
denunció a sus padres y abuelos, que fueron fusilados. Luego él murió, según la
propaganda, asesinado por otros familiares vengativos, pero las últimas
investigaciones realizadas en los archivos del KGB permiten a Catriona Kelly
asegurar en su libro Comrade Pavlik: The
Rise and Fall of a Soviet Boy Hero (2005), que al parecer fue el propio
“compañero que lo atendía” quien liquidó al locuaz Pavlik, siguiendo órdenes
superiores, para después dedicarle estatuas, libros, canciones, un poema
sinfónico, una ópera, y hasta una película del laureado Serguei Eisenstein (El prado de Bezhin, 1937). Esto debe
servir de sabia advertencia para los colaboracionistas incautos, que resulta
sumamente peligrosa su tarea, no tanto por sus víctimas, sino por sus mismos
jefes. “Si los héroes no existen, hay que inventarlos, al precio que sea”,
decía el buen Koba detrás de su
humeante pipa.
Una de las más diabólicas perversiones del
sistema es que, además de un infaltable Carné
de Identidad, todo ciudadano cuenta con un Expediente, pero que al contrario del primero, el cual debe portar siempre,
al segundo nunca lo ve, pero decide su vida todo el tiempo, lo mismo si
progresa o fracasa, si adelanta o retrocede, si vive o no. Y ese expediente
tiene un escribano permanente dedicado, que es, precisamente, “El Compañero”,
ese “ángel aniquilador” que no le pierde pie ni pisada, un sabueso siempre
olfateando sus huellas, ese devoto escriba que nos escribe nuestro Libro de la vida.
En la retorcida lógica represiva del
comunismo, todo es culpabilizable, y por tanto, castigable. Si estamos vivos, seguramente
algún pecado y varios crímenes estamos cometiendo. Se trata sólo de averiguarlo.
De esta suerte, si el Poder decide investigar tu vida, siempre encontrará algo
por lo cual culparte y castigarte. Y de todos modos si no aparece nada, lo
inventa: Ángel Santiesteban sabe algo de eso…
Es una pena que Fidel Castro no haya podido
leer este libro, sobre el que su presencia gravita permanentemente. Me hubiera
gustado suponer que lo disfrutaría mucho, porque vería en él su obra más
trascendente. Fue muy afortunado porque tuvo una vida larga, aunque infecunda,
siempre rodeado de la veneración y la obsequiosidad de sus atemorizados cercanos,
y seguramente le habría encantado conocer la creatividad de sus subalternos a
quienes delegó la honrosa tarea de ser vigilantes,
en ese gobierno calcado de Minority
report que construyó, “con la delectación de un artista”. Lo ideal para él
era que todos lleváramos nuestro propio vigilante
por dentro, una suerte de sinuoso doppelgänger,
o taimado “abuelo Paco” incrustado en el subconsciente. Ese “compañero” es, por
tanto, una suerte de ente vampírico, insaciable y contaminante: al succionarte,
te concede una vida prolongada pero también te hace impuro, a su imagen y
semejanza, como otro engendro.
Pero tengo una sospecha terrible: en
realidad, al sistema y sus agentes no les preocupa verdaderamente lo que la
gente piense, sino lo que dice y hace. Es una especie de complicidad tácita de
que aunque imagine, suponga y hasta sepa lo que piensas, lo que realmente le
importa es lo que hagas y digas, obligando a la gente a actuar falsamente sin descanso,
en una permanente performance, una
esquizoide representación inacabable, con una irreparable disociación psíquica
que forma el carácter del “hombre nuevo” actual: “Sé que no me amas, pero lo
importante es que me obedezcas y veneres”.
Una de las más cruelmente deliciosas y
masoquistas experiencias será sin duda cuando se derrumbe finalmente ese
régimen de pesadilla, y se puedan leer los abultados expedientes que espero no
destruyan en su precipitada caída, guardados en la Seguridad cubana, la gran
fábrica de los “compañeros que atienden”.
Confío que no los eliminen porque sé que querrán perversamente dejar
sembrado el germen de la discordia durante 100 años más. Pero finalmente con la
dolorosa verdad vendrá la salud mental social e individual. “Dentro de 100 años
–dijo el aristócrata francés mientras subía los peldaños hacia la guillotina
que lo esperaba filosa y sedienta- todo esta será sólo una anécdota”.
Ese “compañero que nos atiende” también es todo
un personaje cinematográfico, un Pepe
Grillo en uniforme de guayabera o safari, con bolsillos repletos de bolígrafos,
y pantalones con una pata negligente y elegantemente metida en la bota. No
olvidar que las gafas oscuras son parte esencial del outfit. Merece una película, para ser exhibida en festivales del
cine de horror y el humor involuntario, como las series de Móvil 8 y Sector 40, con
aquel “Manquito” siniestro y burlón que nos perseguía por todas partes.
Habrá que esperar ahora el apasionante
testimonio del otro lado, escrito por
ellos; podría titularse Los compañeros que atendí, donde se
apreciará la magnífica influencia que los vigilados tuvieron sobre los
vigilantes, obligados por aquellos a leer filosofía, historia y arte, y hasta escuchar
música “curta”, para lograr entender y vigilar mejor a sus presas. ¡Qué
grandioso nivel cultural alcanzaron gracias a ello! Porque, no olvidarlo, ironía
suprema, ellos también han estado permanentemente vigilados por sus mismos
“compañeros” que los atendían.
Pero los “compañeros que atienden” han sido
además buenos pedagogos y han formado discípulos aventajados, y ya no se
requiere de su presencia, pues sus pupilos han resultado tan capaces como
ellos: los jerarcas culturales –Barnet, Prieto, Arrufat y varios otros- son ya
tan buenos en ese oficio de tinieblas
como lo fueron en su momento los “compañeros que los atendieron”: no se puede
negar que tuvieron excelentes maestros y resultaron magníficos estudiantes.
Esos “compañeros atentos” han sido lo mismo
“asesores literarios”, “curadores de exposiciones”, “vigilantes editores”, que
“jurados omnipotentes y decisivos de concursos literarios” … Verdaderamente
proteicos y sabelotodo. Y además muy orgullosos de su misión: recuerdo a un afamado pintor y diseñador gráfico, que
proclamaba ufano y estentóreo su condición de “trompeta”, es decir, delator de
sus colegas, por lo cual fue recompensado y condecorado con la Medalla por el XX Aniversario del MININT.
Es la ínfima vanidad del miserable, el gozo inocultable por esta variante del bullying ideológico, un sorprendente
ludismo tanático entre el gato y el ratón.
Si alguien dentro de este género merece se
escriba una novela sobre él, sería José Abrantes, quizá la figura más dramática
–en términos de la artística tensión de conflictos- de los últimos años. Posiblemente
algún día alguno de sus descendientes se decida a escribirla, pues el ministro
despeñado fue primero el instructor y creador de los “compañeros que atendían”,
antes de ser él mismo atendido por sus entenados entrenados.
Aunque suelen ser solitarios, los
“compañeros que atienden” pueden operar en dúos armoniosos, pero no al mismo
tiempo, sino sucesivamente: primero, aparece el policía bueno, y si no entiende la lección, viene el policía malo. O al revés, según el paciente.
Pero están bien distribuidos, coordinados y organizados. Son una pareja
didáctica, en el más puro estilo Makarenko: todo un poema pedagógico. Son los Stajanovistas de la cultura y el
pensamiento, los Lunacharskis de las ideas, los Dzerzhinskis de las metáforas. En
suma: el querido enemigo.
Enrique del Risco califica de anomalía esta nutrida antología, porque
el género obviamente no puede gozar de salud comercial en los países donde es
una realidad viva, pues pertenece a la “literatura rigurosamente vigilada”, y
porque tampoco se quiere –por entendible salud mental- recordarlo demasiado ni
revivirlo en una sociedad que ya lo erradicó. Es, pues, un género ingrato y
molesto, pero necesario para la memoria, para no repetir la experiencia.
Este libro antológico (en ambos sentidos) es,
por tanto, un texto no sólo literario e histórico, sino informativo y educativo.
Constituye todo un Manual Práctico de
Pedagogía Totalitaria en activo. Sólo por eso, ya merecería difundirse
ampliamente. Para que a otros quizá les sirva –aunque nadie aprende por cabeza
ajena- lo que ya pasaron y sufrieron (y continúan padeciendo) los cubanos, esos
seres alegres, despreocupados, juguetones y siempre bajo sospecha, inquietos cronopios y esperanzas permanentemente vigilados por severos famas.
Esta es, por otro lado, una obra de
catarsis y exorcismo, y sería el verdadero Libro
de Texto del Gran Ministerio de Domesticación Social y Política. También
puede tener otro uso: al mostrar las interioridades de los mecanismos de
espionaje y delación, puede asumirse igualmente como un antídoto y preventivo
profiláctico, con las recetas que los grandes maestros artísticos elaboraron
por su dolorosa experiencia personal para evadir, confundir y engañar a ese
sujeto vigilante, ese monstruoso eufemismo que necesita atendernos, para
sobrevivir él mismo como pieza eficaz y productiva de un mecanismo atroz: es el
posible recetario para neutralizarlo.