Por Alejandro
González Acosta, Ciudad de México
“Dichosos aquellos tiempos que los antiguos
llamaron de papel”, podría decir un nuevo Alonso Quijano, “donde no había kindles, ni smartphones, ni pantallas de
plasma, y cuando de leer se requería, sólo se trataba de contar con algo de
luz, tomar, abrir, acariciar, respirar y sentir las finas hojas de papel bajo
los dedos, con sus cruzadas líneas de escritura y excitantes texturas
diferentes, sus tenues rugosidades, sus pliegues humedecidos con la ocasional
saliva auxiliadora, y sus aromas brotando de la plana abierta ante la mirada
extasiada…” Tacto, vista, olfato, oído, gusto: triunfante hiperestesia absoluta
y casi perfecta.
Desde los antiguos egipcios, quienes
sustituyeron las tablillas de barro cuneiforme de los mesopotámicos con la
pasta amasada y aplanada de sus lotos, que crecían en las márgenes del Nilo a
la sombra de las pirámides, los hombres quisieron fijar sus memorias y su
sabiduría en algo que los sobreviviera y fuera su legado de una generación a
otra, desde el cieno original, hasta la piedra perenne, desde Lascaux hasta Gutenberg,
desde los chinos taumaturgos hasta los venecianos de Manucio y los flamencos de
Elzevir. Y lo encontraron precisamente en lo más frágil, en el
papel. Porque
sólo lo fugitivo permanece y dura, dijo el sabio poeta atrabiliario: esas delgadas
láminas con blancura de virgen, pero con filos de brujas malvadas, logran que
la fragilidad venza a la inmortalidad, y reproducen la lección de aquella
sábana de seda contra la bala artera, donde su misma indefensión es la garantía
de su impenetrabilidad. En su propia aparente debilidad s se encuentra su mayor
fuerza secreta.
El papel, primero de fibra vegetal, y luego
alternando con ella pieles de neonatos encontradas en Pérgamo, hasta el papel
de algodón y algunos otros hechos con humildes trapos diversos, ha acompañado
al hombre hasta fecha muy reciente, cuando el sensato criterio ecológico al
parecer prevaleció sobre el sibarítico estético. Pero algunos obstinados pertinaces
perseveran -mea culpa, mea culpa, mea
máxima culpa- en degustar ese residuo mortal de los árboles, donde se
graban los caracteres de los hombres.
Mientras haya publicidad impresa y botaratemente
distribuida con artera alevosía anónima en los indefensos buzones descuidados,
se fabriquen servilletas a montones, y en tanto se dediquen toneladas
himalayescas al incontrovertible uso sanitario, nadie podrá reclamar que
todavía algunos seres prehistóricos prefiramos el libro de papel al
electrónico. La lectura en cada caso es muy diferente, equivalente a aquellos
intercambios anunciados por Huxley en Un
mundo feliz; en realidad, en inglés, un “brave new world” título que si lo asumimos en cubano explica y justifica su novedosa molestia.
El mundo quizá esté bravito con nosotros,
pero si a las estadísticas acudimos, el consumo de papel, con tantos árboles
masacrados en efecto de una causa noble, para destinarlos a libros, hoy ya es infinitamente
inferior al que se ocupa en otros usos menos nobles, aunque sean legítimamente útiles.
Mientras circulen un periódico impreso
repleto de nuevas sangrientas y escalofriantes, una vanidosa revista de modas
en glamoroso papier cuché, un libro
de “autoayuda” prescindible, unas memorias de políticos frustrados, un volante
electoral, o un poema de algunos que yo me sé y me callo, nadie podrá reclamar
sin incurrir en dislate y desproporción, que ciertos humanos perseveremos en el
goce y disfrute de un bello libro impreso.
Como mejor argumento para lo anterior, hubo
algunos que lo entendieron muy bien, y nos brindaron la argumentación palpable
e irrebatible para acallar cualquier reclamo y demanda: esos fueron un poeta,
Orlando González Esteva; un fotógrafo, Abelardo Morell; y los editores de esa
revista que ostenta en su mismo nombre su definición más cabal, Artes de México… Y del Mundo, por si no bastara.
Orlando González Esteva es quizá el poeta
cubano más insólito de todos los tiempos. Un árbitro como Octavio Paz, nada
inclinado al elogio fácil sino todo lo contrario, así lo reconoció.
Los grandes poetas han dedicado sus cantos
a numerosos númenes: lo mismo los Cantos
de Maldoror, que el Canto al
Usumacinta, que el Canto a mí mismo.
Pero este Canto al papel rebasa
cualquier referente y se remonta, como aquellos pícaros e indecisos “ojos de
papel volando”, para convertirse, estallado, en cometa de celulosa, en
auténtico papalote lúdico y dionisíaco entregado a la rosa de los vientos.
La
edad de papel es un libro sólo para los gourmets del tacto y la fragancia, obra
gloriosa y orgullosamente elitista, obsequio de los príncipes del espíritu,
joya para avaros Shylock bibliófilos.
No es un bocatto, sino un occhiatto di
cardinali: La Edad de papel, es posterior
a la de piedra, la de bronce y la de hierro, y anterior a la del celuloide con
el compact disk. En esa materia se ha
impreso La Biblia y El Quijote, a Descartes y Einstein, a
Dumas y Verne, a Martí y Casal… Y a González Esteva: sucede entonces aquí que el
poeta, al mismo tiempo rinde tributo y homenaje, pero también cubre una deuda.
Sin embargo, este libro nace de un formidable
equívoco intencional y mañoso. En gran parte está dedicado al papel
de piedra, que no es una metáfora, sino un material tan reciente como
real, inventado hace unos años en la isla de Taiwán, frente a la enorme China
milenaria, cuna del original, como cumpliendo un ciclo, un ejemplar uróboros mágico y celestial. Tomando su
nombre al pie de la letra, Esteva elabora una gran epopeya
humorístico-surrealista, y en su conjunto, aunque es prosa de la mejor, se
convierte en un gigantesco poema, tan jugoso como hilarante. No es un libro
pensado ni menos aún escrito para tontos, lerdos, ni perezosos mentales:
requiere, demanda, exige un conocimiento puntual y una fervorosa entrega al
leerlo. El que crea que es un libro sencillo, mejor ni lo tome. Pero si lo hace
y lo realiza con todo el corazón y toda la mente, lo disfrutará intensamente y
nunca lo olvidará. Es en sí mismo, un libro insólito.
Este es un sensacional ejercicio de estilo con
un despliegue de creación asombroso, un derroche de imaginación en sus
intrincadas asociaciones y con una prosa de lo mejor que se pueda leer hoy. La
broma germinal parte del equivoco de la denominación “papel de piedra”, que no
es tal, sino en todo caso “marmoleado”, pues en realidad es un papel casi como
cualquier otro, sólo que se fabrica con polvo de mármol y otros silicatos,
aglutinados por una resina flexible que le otorga maleabilidad. Pero eso lo
pasa por alto Esteva, con desatado gesto hiperbólico. Él toma al pie de la
letra la denominación genérica del invento, y la fragmenta en sentencias
regocijantes.
Más que párrafos, son estrofas para dar
cuerpo a un gran poema, una épica de la celulosa, en varios cantos. Uno debe
detenerse en cada epígrafe, oración por oración, y saborearlo, paladearlo, con deleite
y regocijo. El esfuerzo de concentración será premiado con una satisfacción
enorme.
De tejido profuso y primoroso, es un tejido
verbal de crochet, para agujas finas,
que dan vuelta y revés, con esas asociaciones y sucesivas cadenas de sentidos,
pero con un humor serio, que cuesta trabajo
percibir, de aquel refinado a lo Buster
Keaton. Y son tantas las tramas que maneja simultáneamente, que a veces más
que de crochet, se vuelve encaje de bolillo, ese prodigio que
realizaban las abuelas solícitas convertidas en laboriosas arañas, en aquellos
tiempos aún sin radio ni televisión.
"Libro dañado por el agua", 2001. Foto de Abelardo Morell |
Tour
de force, piece
de resistance, capo di lavoro, master piece, La Edad de papel lo confirma como uno de los más altos estilistas
del idioma español actual: leerlo es quererlo. Porque, aunque Esteva tiene y
reconoce una herencia fuerte de Gómez de la Serna y de Jardiel Poncela, de
Cabrera Infante y Reinaldo Arenas, y hasta de Lichtenberg, también hay mucho,
abundante y generoso, de su propia lira original e inconfundible; quizá el
enigma sea esa sazón cubana que añade al caldo hispano con cierta prudente mesura,
pero siempre efectivo, en ese paladeo agridulce por la palabra, donde se
confunde “el mar y el arroyo de la sierra” … Y así como el sabio de Gotinga poseía las
suyas, el cubano tiene sus propias figuras
de Esteva, esos instantes deslumbrantes fijados por las ramificaciones
eléctricas de sus palabras, a través del polvo incandescente comprimido de las páginas.
Cuando Octavio Paz dice de él que “hace
estallar todas las metáforas en pleno vuelo”, puede asumirse a Esteva como un
terrorista verbal, un dinamitero poético, un artificiero lingüístico o un pirotécnico
de la sintaxis; en suma, un provocador de los lectores, a quienes desafía,
estimula y premia con creces al culminar cada una de sus oraciones.
Esteva no puede negar la cruz de su
parroquia, o, mejor dicho, el conuco de su batey, de aquel Palma Soriano donde
nació en 1952, surgido allí donde una palma grabada con una cruz roja señalaba
el sitio del colono español Soriano, alrededor de la cual se fueron agrupando
las primeras casas fundadoras. Sin embargo, los anales de esa ciudad registran
numerosos guerreros y campeones, pero pocos o ningún artista: Orlando González Esteva suple con amplio
margen esta carencia. No fue casual que después de morir en el campo de batalla
de Dos Ríos, donde primero fuera depositado el cadáver de José Martí fuera en
esa ciudad, donde se conserva aún uno de los primeros monumentos para honrar su
memoria y su fúnebre tránsito por ella. Esa presencia terrible sin duda marcó
el destino del niño que hasta 1965, cuando “partió a distante ribera”, paseaba
alrededor del luctuoso obelisco.
Con una capacidad heroica para la
asociación deslumbrante, no fácil ni evidente, sino medio oculta siempre entre
la fronda de sus palabras, a cada paso, en cada renglón, Esteva obsequia una sorpresa
regocijante, con esa personal orfebrería lingüística, su relojería verbal de
implacable precisión. Su prosa cubanísima es un lujo tropical del idioma
elevado a su máxima expresión. En partes y en conjunto, es un prodigioso origami literario, un despliegue de papiroflexia poética, metáforas
condensadas en celulosa. Orlando González Esteva es un dueño cabal de la
opulencia de la lengua. Sería injusto reducirlo a los márgenes de la literatura
cubana: barroco y clásico a la vez, también es un hombre del Renacimiento.
Quizá sus muchos viajes alrededor del mundo
como trovador de un crucero lo prepararon para esta erupción. En la lava de su
prosa hay una intrincada gemología, y sus páginas son, por su modelo mismo,
litográficas, ad pedem literae.
Si Martí decía que “entrar a una gran
biblioteca es como penetrar en un gran arsenal”, cuando uno ingresa dentro de
este libro le parece estar bajo la cúpula de una gran catedral, constelada de
lucetas policromas, encristalados arcos de medio punto, columnas y estípites
criollos.
El arranque sinfónico es soberbio, digno de
una obertura, desde el pórtico mismo del prodigio:
“Ente los materiales creados por el hombre
milagrea el papel, tan útil al anciano que redacta su testamento como al niño
que reúne cañas, goma de pegar, cordel y cintas para hacer una cometa. Que lo
aguante todo no es indicio de sumisión o indolencia sino de tolerancia, la
forma más cumplida de ser fuerte. No amarillea porque mengüe sino porque aspira
a integrarse a la luz”.
Para el lector cubano, Esteva reserva
algunos pícaros guiños incrustados en el texto; desarrollando sus conjeturas y
asociaciones imposibles alrededor del papel
de piedra, Esteva alude a una gran trepanación nacional, émulo de Erasmo de
Rotterdam en su Elogio enloquecido:
“El hallazgo de los neurocirujanos medievales
fue avizorar una época en que la poesía –una de las formas de enajenación
mental descritas por Platón- y la piedra serían una sola cosa, e induce a
pensar que el traslado o la pulverización de La Gran Piedra, mole cubana de origen volcánico, podría devolverle
la cordura al país.
“La roca, situada a mil doscientos
veinticinco metros de altura sobre el nivel del mar, en la zona que la
tradición identifica con la cabeza del lagarto que la isla figura sobre los
mapas, podría ser la responsable del carácter del pueblo cubano, cuya funesta
predisposición al delirio ha intrigado a sus pensadores”.
Lo anterior, escrito en 2015, resulta una
sorprendente premonición, aludiendo a la pulverización de una piedra como
preámbulo a la salud mental de todo un pueblo … Una Gran Cura a través de la
Gran Piedra. El sueño sublime del poeta convertido en profeta, se explica porque
de niño Esteva bebiera de un manantial que nace al pie de esa roca monstruosa, de
donde fluye una corriente líquida de la cual se asegura es el comienzo de la
insania, la llamada Fuente del Delirio: allí se perdió y encontró.
Otra de las numerosas “dedicatorias
cubanas” que obsequia Esteva:
“Nada sabe la mujer cubana de las lesiones
que puede haber ocasionado a su salud psíquica la utilización de papelillos
hechos con tiras del diario Granma,
órgano oficial del Comité Central del Partido Comunista de su país; nadie, si
hay remedio para ellas…”
La anterior se continúa unas páginas más
adelante, redondeando la imagen sorprendente:
“El cilindro de cartón que sirve de tripa
al rollo de papel sanitario asumió en Cuba el rol de los rulos, trepando a la
cabeza de las mujeres que pugnaban por ondearse el cabello y alterando su
conducta. La naturaleza revolucionaria del tubo, cuya superficie gira en torno
a un eje invisible, coadyuva a la proliferación de las ideas sediciosas.
(…)
“[e] hizo de la mujer cubana una pionera
del ecologismo, exhortándola a lucir por corona lo que la mayoría de sus
contemporáneas –insensibles a la poética de ver lo uno en lo otro y, por
consecuencia, de lo reciclable- arrojaba a la basura.”
Y esta otra:
“Las bolitas de papel de piedra pautado que, a manera de percucientes, se alojen en
las güiras a punto de ser convertidas en maracas podrán ser extraídas al cabo
de los años y, desplegadas, mostrar nota por nota, perfectamente transcrita
sobre los pentagramas antes vacíos, la música que interpretaron…”
Pocas veces se juntan tantos talentos para
lograr una pieza de colección como esta, una preciosa joyita, dos talentos
geniales sumados en estrecha y letal complicidad. Lo que hace González Esteva
con la prosa y con palabras, lo realiza por su cuenta Abelardo Morell con la
fotografía y las imágenes.
Ambos son poetas: es decir, trastornan la
realidad, la invierten, la vuelven de adentro para afuera, la revuelcan, la desordenan
y la vuelven a crear.
Como los dramas clásicos desde el
Romanticismo hasta el Neoclasicismo, la obra se divide en cinco partes que van
desde “El hallazgo” hasta la “Oda al papel higiénico”: pentafonía de la palabra
maridada con la imagen.
Las poderosas fotografías en blanco y negro
de Morell explotan al máximo las posibilidades gráficas del papel en sí mismo para convertirlo en papel para sí, con conciencia de su profunda
esencia y su alta misión, pasando de lo accidental a lo esencial, y con una
economía de recursos sorprendente por sus resultados. Si se ampliaran en un formato
más amplio, sus fotos serían frescos murales capaces de revestir esa catedral
antes mencionada, con las columnas y pórticos formados con las palabras de
Esteva. Es una arquitectura de imagen verbal asombrosa, pero no una catedral submarina,
sino una catedral aérea.
Con esta obra Orlando González Esteva
confirma, sin necesidad para ello, ser un mago de la palabra, un lujo del
idioma y un hacedor de joyas verbales, amasando esa materia que bautiza toda
una época: La Edad del Papel.
Orlando González Esteva, La Edad de Papel. Fotografías: Abelardo
Morell. México, Artes de México y del Mundo – Secretaría de Cultura, 2016. 64
pp. ISBN: 978-607-461-224-0 (Artes de México); 978-607-745-452-6 (Secretaría de
Cultura).
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