Reseña que acaba de aparecer en la española
Revista de Libros:
La posibilidad del crimen
Por José Lasaga Medina
El totalitarismo no ha creado el mal,
apenas lo ha organizado como nunca
antes.
Enrique Del Risco
Después de la devoción de un lector, el odio de una dictadura es el mejor
premio a que puede aspirar un poeta.
Manuel Díaz Martínez
Un título descriptivo para este libro podría ser: «Textos sobre las
aportaciones del totalitarismo caribeño al control social de especies
intelectuales y afines». El autor, con buen criterio, ha preferido
titular con una imagen alusiva, inspirada en una cita del narrador
cubano Leonardo Padura que aparece al comienzo del libro como
motto del mismo.
Si traducimos el eufemismo, surgirá diáfano el tema y motivo de la
presente antología: «el compañero que me atiende» es el «seguroso»
(magnífico hallazgo verbal), es decir, el oficial de la Seguridad del
Estado encargado de vigilar, escuchar, observar, en definitiva,
«atender» al escritor, artista, poeta, periodista, de forma que sepa que
es sometido a «cuidados» tan solícitos como intimidatorios, para que no
cometa «errores» o desviaciones respecto de la «verdad» revolucionaria.
La aportación que el castrismo ha hecho a los hitos precedentes en las
relaciones de los Estados totalitarios con sus intelectuales reside en
que, antes, el intelectual era perseguido cuando había escrito o
declarado algo considerado por el poder peligroso o nocivo; en Cuba,
como queda bien acreditado en muchas de las entradas de la antología,
los agentes de seguridad se preocupan
antes de que haya algún
dato objetivo sobre posibles desviaciones, disidencias o desafecciones.
En otras palabras, se dedican a vigilar para interesarse por lo que
leen, escriben, pintan o componen; o solicitar su colaboración ‒prueba
de que está con «nosotros»‒ para espiar a otros colegas, a «compañeros»
que no habrían hecho nada, y que aún mantendrían intacta su fe en el
proyecto revolucionario o que, en el peor de los casos, se moverían en
la zona templada.
Eso explica un dato que, a buen seguro, chocará al lector: muchos de
quienes merecieron la atención del «seguroso» de turno recibieron o
recibirían premios de las instituciones culturales de la revolución.
Así, los cuerpos de seguridad del Estado se parecían más al confesor de
adolescentes que, en el silencio del confesionario ‒inevitable no
recordar que los hermanos Castro se educaron con jesuitas‒, pregunta con
discreción, pero con firmeza, sobre prácticas prohibidas, que a la
imagen del sudoroso «poli» que berrea preguntas en el cuarto inhóspito
al aterrado ciudadano. Pero de todo hallará el lector.
Hay que agradecer al autor de la antología, el escritor exiliado
Enrique Del Risco (autor, entre otras obras, de unas memorias sobre su
paso por Madrid inexplicablemente amables y generosas ‒tampoco nos
portamos tan bien‒), hay que agradecerle, decía, además de la existencia
de este centón de textos, casi sesenta colaboraciones (cincuenta y
siete, para ser exactos), que le haya antepuesto un prólogo tan breve y
penetrante como sustancioso.
Comienza por aclarar que esta antología inaugura un nuevo género
literario, que denomina «totalitario policiaco», que, por razones
fáciles de entender, se basa en un tipo de experiencias que «demoró
bastante en convertirse en literatura». A diferencia de ciertos libros
que hablan de esto mismo, como los relatos de Kafka o
1984 de
Orwell, aquí el camino es el inverso: si estos fueron de la ficción a la
realidad, los autores de la antología van de la realidad a la ficción.
La coincidencia con los héroes virtuales de las obras mencionadas reside
en que los protagonistas de los relatos, poemas, informes o cuentos
aquí recogidos tampoco saben muy bien por qué merecen las atenciones del
MinInt (abreviatura del Ministerio del Interior). Como dice el
antólogo, «no persiguen el crimen, sino su posibilidad», lo cual viene a
ser, si se para uno a pensarlo, una especie de monstruo metafísico: lo
posible no existe. De ahí la extraña síntesis kafkiano-caribeña: el
escritor de turno sabe sobre los motivos por los que es «atendido» tanto
como el protagonista de
El proceso, pero recibe una calurosa
advertencia en un lenguaje tan coloquial como eufemístico. Hablamos de
nuevos refinamientos en viejos mecanismos de terror: el advertido o
detenido no tiene que conocer su (posible) crimen, y sus compañeros y
familiares, menos aún. En el fondo, tratan de convencerte de que no eres
culpable, al menos no demasiado, explica Del Risco, resumiendo algunas
de las experiencias en que coinciden los relatos: el Estado o la
Revolución confían en ti, conocen tus pasos y son comprensivos con tus
faltas. Quieren tu ayuda. Y, de vez en cuando, el «compañero» intenta
comprometer al pupilo o pupila con alguna tarea sencilla para comprobar
su grado de fidelidad a la Revolución, es decir, a Fidel.
Alguien podría extrañarse de que escritores jóvenes, educados en los
principios de la filosofía marxista-leninista, anticapitalistas
convencidos y algunos antiyanquis, sean vigilados y presionados para
colaborar. Pero hay una explicación lógica y convincente que fue ya
descubierta por Hannah Arendt en su clásico estudio
Los orígenes del totalitarismo (1951)
y confirmada por el comportamiento de las policías de seguridad con los
disidentes en los países de Europa del Este en la crisis de los años
ochenta. Václav Havel, entre otros, teorizó desde la cárcel que, cuando
una dictadura se basa en la ideología, es decir, en la deformación
sistemática de la realidad para que ésta encaje, sí o sí, en el ideal,
el simple hecho de declarar la verdad se convierte en un auténtico
ataque al corazón del Estado. En el fondo, saben lo que se hacen.
Del Risco escribe su prólogo con el estilo que va a predominar a lo
largo de la antología, estilo que puede nombrarse con una palabra:
ironía. Me ha llamado la atención el hecho de que la mayoría de las
descripciones no incluyan emociones de odio o resentimiento. Coinciden
muchas en la perspectiva oblicua que ve en el humor la mejor arma contra
la estupidez totalitaria. (Alguna vez, alguien se dedicará a estudiar
el rebajamiento ético, estético e intelectual que todo proceso
revolucionario termina generando). Así, el autor de la antología no duda
en agradecer a los cuerpos de seguridad de la revolución cubana su
aportación a la literatura. A la monotonía y uniformidad del acoso, a
las formas estandarizadas de «atención» al compañero, que admite muy
pocas variantes, corresponde una notable diversidad en las formas
literarias que describen la experiencia, y que van desde el informe o
las memorias al relato de ciencia ficción, pasando por el poema o la
obra de teatro. Un ejemplo magnífico de esa ironía, que pocas veces se
desliza hacia el sarcasmo, lo tenemos en las líneas iniciales del texto
de Verónica Pérez Kónina, «Carta de agradecimiento a los censores»,
texto escrito expresamente para esta antología, cosa no infrecuente:
«Debo confesar que mis mayores agradecimientos los guardo para los
censores. Sin ese Ejército Secreto, ¿quiénes seríamos nosotros, los que
aspirábamos y aspiramos a ser escritores? ¿Quiénes sino ellos se habrían
leído nuestras primeras obras, tan imperfectas, tan ilegibles? ¿Quién
hubiera seguido con tanta atención todo lo que escribíamos? ¿Quién otro
podría haberle dado ese aire de azarosa aventura al oficio de escribir?»
Con la precisión que ya hemos elogiado, Del Risco capta la nota de
originalidad que caracteriza el programa de represión castrista: «esa
mezcla entre una vigilancia y control eficaces con la chapucería
inherente al sistema en su conjunto», que se manifiesta en «la opulencia
de la represión», en «su absurdo inagotable», de los que hallará el
lector abundantes ejemplos. Menciono uno: la historia del escritor
exiliado que decide regresar a Cuba para rodar clandestinamente una
película que refleje la realidad de la vida cotidiana. La pone en marcha
en un apartado rincón de un pueblo perdido. La filmación no escapa a la
mirada de algún chivato y el escritor recibe una citación. Se presenta
ante el jefe de seguridad, al que convence de que, si no le permite
terminar una filmación que pretende ensalzar «la belleza de la cultura
cubana», cuando vuelva a París contando que les impidieron filmar, dará
la impresión de «que vivimos en un terror completo». El jefe de la
Seguridad responde con una sonrisa maliciosa: «Necesitamos gente como
usted allá afuera. Gente que se codee con las altas esferas de la
sociedad para saber qué planes tienen en contra de nuestra Revolución». Y
le pasa una pequeña tarjeta con el número del agente Vladimir.
La antología cubre el medio siglo largo de vida de la dictadura
castrista. Organizada cronológicamente, se divide en una primera sección
más breve que abarca los primeros veinte años, de 1959 a 1979, a la que
siguen los apartados dedicados a las siguientes décadas, los años
ochenta y los noventa y una última sección, quizá la más poblada, que
reúne los textos que tienen lugar «Después del dos mil». Del Risco
invitó a colaborar expresamente a los participantes, lo que exigía que
estuvieran vivos para dar su consentimiento. Algunos de los textos han
sido expresamente escritos para la ocasión y se identifican como tales.
Otros habían sido ya publicados o proceden de manuscritos inéditos. Al
final de los textos, el lector encontrará un breve currículo profesional
de cada colaborador. El más viejo, nacido en 1936, es el poeta Manuel
Díaz Martínez y, la más joven, la también poeta y novelista Legna
Rodríguez Iglesias, nacida en 1984. Ambos fueron premiados por
instituciones de la revolución cubana y ambos viven actualmente en el
exilio y. por supuesto, ambos recibieron la visita del «seguroso
compañero».
Este libro es muchas cosas, entre otras, una magnífica antología
literaria, pero también una radiografía de los instrumentos de represión
que la Revolución fue dándose a sí misma conforme cambiaban los
tiempos. Después de que esta se afianzara y no fuera ya necesario
aplicar la dialéctica «amigo/enemigo» porque los enemigos, bien estaban
muertos, bien se habían exiliado, llegaron la ley de peligrosidad, la
ley contra la vagancia y sus complementarios «espontáneos», tales como
los actos de repudio o los «asesinatos de reputación». Más adelante se
depuraron los procedimientos, especialmente los de tipo preventivo.
Existía ‒y seguramente aún está en vigor‒ un procedimiento por el cual,
si no te mostrabas colaborador con el «compañero que te atendía» te
llevaban detenido y te «invitaban» a firmar un Acta de Advertencia
oficial por la que el «atendido» se autoincrimina al reconocer que se
halla en un estado de «peligrosidad predelictiva” (
sic). Pero
no es una broma. Si el estado «predelictivo» ‒de nuevo el monstruo
metafísico: el delito no existe, pero sí tiene consecuencias‒ se
sostiene en el tiempo, a juicio de los vigilantes, tenemos que tres
actas equivalen a peligrosidad y esto a tres años de cárcel sin juicio.
No me corresponde recomendar unos relatos frente a otros. Sorprende el
excelente nivel literario que alcanza la inmensa mayoría. Me parece un
acierto comenzar con un ensayo que reconstruye el famoso «caso Padilla» a
partir del testimonio de uno de sus protagonistas, el novelista chileno
Jorge Edwards, autor de
Persona non grata. Fue la primera
puesta en escena de que la Revolución iba a tolerar pocas cosas, a pesar
de haberse envuelto desde el primer momento en las banderas de la
cultura y la creación. Faltaba hacer explícito lo implícito, que los más
avisados sí intuyeron: una obra pasará la aduana
si y sólo si sirve
a los intereses de la Revolución, es decir, a los de Fidel (los
hermanos Castro). De esas primeras experiencias se decantaron ciertas
sabidurías: un amigo advierte a Edwards durante su primer viaje a La
Habana para abrir la embajada de Chile, por encargo de su amigo Salvador
Allende: «Habla bajo. ¡La policía se mete en todo!» Y el cronista
concluye: «De manera que el micrófono ‒incluso el que deviene mental‒ ha
quedado para nuestra historia nacional como ese punto diminuto que
favorece la relación de poder que va del tirano hasta el poeta,
penetrándolo, para luego domarlo o expulsarlo».
No me resisto a citar el relato ‒por cierto, el más breve‒ que mejor
refleja el espíritu de resistencia que los autores de este libro
comparten en defensa de su libertad de escribir, pensar y actuar. Se
titula «Hasta que la delación te alcance»:
El delator del cual hablamos [...] se sentó frente a Olmo y le dijo:
‒ Te voy a delatar.
Olmo amaba la rectitud de la gente. Y la transparencia de alma en la
gente. Y la resolución en los ojos de la gente. «Un delator honrado», se
dijo Olmo con las pupilas húmedas. Y lo abrazó, lo abrazó como no
abrazaba a nadie en muchísimo tiempo.
Y como el universo totalitario basado en la ideología es el mundo del
revés, a mayor inverosimilitud en los hechos relatados, mayor veracidad
de la ficción.
José Lasaga Medina es catedrático de Filosofía de
enseñanza media, profesor de Filosofía en la UNED y profesor
investigador en la Fundación José Ortega y Gasset. Ha sido comisario de
la exposición
El Madrid de José Ortega y Gasset (Residencia de Estudiantes y Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, mayo de 2006). Es autor de
José Ortega y Gasset (1883-1955). Vida y filosofía (Madrid, Biblioteca Nueva, 2003) y
Figuras de la vida buena. Ensayo sobre las ideas morales de Ortega y Gasset (Madrid, Enigma, 2006), y editor de
Ortega en pasado y en futuro. Medio siglo después (Madrid, Biblioteca Nueva, 2007).