Por Aristides Falcón Paradí
De la prehistoria de
la actual rumba en el Parque Central, sin duda, cuando Chano Pozo llegó a Nueva
York rumbeó entrando por Lenox al límite norte del perfecto rectángulo que es
el Parque, entre el lapso continuado de la tibia primavera hasta el último y
tolerable fresco otoñal de 1947 y 1948. Solo guarachó en esos dos intervalos,
medio año y medio vivió en la ciudad antes de morir, bueno si sus giras con Dizzy
se lo permitían. Ya era muy famoso.
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Rumba en Central Park en 1961. |
La rumba actual,
ese templo polirítmico de constancia ancestral, se da cita todos los domingos si
el señor Fahrenheit en las estaciones propicias deja subir la temperatura desde
los 60 hasta cualquier calor que supere al trópico y las inclemencias del
tiempo lo consientan. Sado, mi amigo japonés rumbero (también batalero) y chez
de sushi, sin intención de ofender me dijo que los cubanos eran como unas
cigarras periódicas, dijo bichos, que
saben cuando salir al unísono de sus madrigueras en busca de un nuevo ciclo
rumbero a tono con el ritmo de la vida. Los tambores no congenian con el frío menos
la plebe aristocrática, múltiple de todos los estratos sociales, que los acompaña
y no desmerece que cualquiera goce.
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Rincón del Central Park donde los domingos de cada verano se reúnen los rumberos en Nueva York |
La rumba sucede,
su happening, en la parte sur del borde del lago, en inglés su nombre propio es
The Lake que mejor nombre que lo identifique. No es cualquier lago, de verdad,
ese lugar es un paraíso terrenal a pesar de que le hayan cortado dos inmensos sauce
llorón que le escoltaban que cobijaba que daba sombra a los amantes.
La gente va llegando al baile, a la
rumba, desde las 4 de la tarde, y va calentando los motores con macitas de
puerco, arroz moro, enchilado de camarones, tamalitos que pican, ron y cerveza
fría (en mejores tiempos recuerdo podías ordenar tostones que freían in situ),
el alcohol es prohibido en los lugares públicos de la ciudad pero allí no se
prohíbe nada como si tuviera una licencia de excepción, y sigue la rumba hasta
las 10 de la noche que debe terminar oficialmente el jolgorio. Pero ni las
ordenanzas del capitán Lee han podido con el peregrinaje e ímpetu de persistir
de esos cofrades. Son ellos y ellas, el vivo ejemplo del crisol neoyorquino,
hay de todos los colores y géneros, aunque mayoritariamente cubano y
puertorriqueño.
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Rumba en el Central Park, NYC (1974). De izquierda a derecha: Akinshélé (Scott Dowling), Howard Levy, Tony Archer y Mark Sanders. Foto: Mark Sanders. |
Todos los caminos
del Parque llegan a la rumba, pasan por ella. Su música contagia, se escucha.
El ritmo atrae. Mejor para llegar sin tropiezos por sus tantas guardarayas se
debe tomar la calle real de la 72, la mejor calle que atraviesa el parque de
este a oeste, quien ha vivido en Nueva York sabe que es esta, si bien su nombre
oficial es de Terrace Drive. Nadie la menciona con ese nombre. Así que si entras
por el este de la calle 72 y Quinta avenida camino al oeste por la misma 72 darás
al subir la loma por la derecha con la majestuosa fuente Bethesda coronada por
su ángel, bajando las escaleras y bordeando el lago hacia el oeste invade el
ritmo de la clave y los tambores. Por el oeste del la 72 y Central Park West se
debe atravesar Strawberry Fields, nunca he visto fresas, pero sí al pasar queda
patente el recuerdo para siempre a John Lennon. La música que nunca se pudo
escuchar libremente en Cuba. Camino al este y cruzando la calle interior que
corre de norte a sur y un tanto más a tu derecha un falcón indica el camino a
la izquierda hacia la colina de los cerezos Yoshino (Cherry Hill) y su pequeña
fuente, se sigue hasta llegar al agua dulce del lago que Yemaya le dio de
regalo a Osh
n﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽ Osh del lago. ando sus giras con Dixie se lo
permit'ún donde se aman cisnes y humanos por sus alrededores a la vez.
Aquí, feliz llegamos a la rumba.
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Foto: Geandy Pavón |
Prevalece la
mitología sobre la historia. Hay quien cuenta que por los finales de lo sesenta
se tocó cerca de Bethesda Fountain. El cuento va y viene hasta que todos
coinciden de que el actual lugar será para siempre y recuerdan que está allí
desde los inicios de los setenta. Nunca le han dado a la rumba que ya hace
historia una tarja de reconocimiento, tampoco la persiguen más bien preferirían
que los ignoren que los dejen tranquilos, por la perseverancia de ese sentir que
insiste y persiste en ese lugar definitivo. Sí tiene una millonada de pequeños
videos en YouTube, nadie les ha pagado ningún derecho, y fotos de ocasión,
pocos artículos de periódico, menos de scholar (poco interesa ese género para
esos sesudos) y muy reciente tiene un largometraje. Por esa historia de media
rueda, han pasado todos los famosos rumberos y los que sin ánimo de trascender
han sido los más fieles. Han muerto muchos, y se les recuerda, nombrar todos
sería imposible pero siguen otros la tradición. Mencionar uno por el todo,
sería justo pensar en Manuel “El Llanero” Martínez Oliveras. La rumba es, siendo; se renuevan como
río interminable.
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Foto: Mónica López |
La rumba es intensa.
Allí se va a dar lo mejor si tienes para ofrecer, no se va a aprender. Solo
aprenden los niños, a ellos, los hijos de Elegúa, se le permite todo. Se debe
puntualizar que hubo un antes y un después de los marielitos, llegaron
hacinados por el mar como carga esclava a la inversa liberada, año 80 el de esos
sincréticos cristianos, fue
a turning
point que no se discute que ya queda en los anales de volver a repetir con
fuerza cada domingo la magia del illo tempore. De volver a revivir el barrio
solariego en ese sonido, la jerga, la comida, el gesto, la vestimenta, lo que
se es. Un vivir esa necesidad de la existencia que si no no se vive. Arraiga la
rumba en el desarraigo. Ellos, también yo, sin la rumba no llegamos a ser
feliz. ¡Oh felicidad, la rumba en el Central Park!
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Al centro, con chaqueta verde y mochila, Arístides Falcón |
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