Tuesday, April 18, 2017

17 DE ABRIL DE 1961 – LA INVASION DE BAHIA DE COCHINOS.

[Del libro, CON UNA CANCION CUBANA EN EL CORAZON]

Por Iván Acosta

La invasión de los mercenarios y vendepatrias ha llegado, pero nuestro glorioso ejército revolucionario está venciendo. Patria o Muerte. ¡Venceremos!”. Esto lo repetían cada cinco minutos por todas las emisoras de radio en cadena a través de la isla. Era el 17 de abril de 1961. Tito Gómez acompañado por la Orquesta Riverside cantaba “Vereda Tropical”. Repitieron la misma canción más de diez veces. Como a las 10:30 a.m. acompañé a mi tío Nené hasta la terminal de ómnibus, ya que él regresaba para Santiago de Cuba. Esa fue la última vez que lo vi. Ya las calles comenzaban a lucir desoladas. Sólo se veían vehículos militares
Ciudad Deportiva
o guaguas y camiones repletos de personas detenidas. Al regresar a mi trabajo, en el restaurante Las Avenidas, de Carlos III e Infanta, Bonifacio, un inspector de ómnibus que siempre estaba parado en aquella esquina, se me acercó y comentó en voz baja: “Ya llegaron los muchachos’”. Se le veía la emoción reflejada en los ojos, cosa que no podía exteriorizar, pues vivíamos momentos difíciles. No pasaron dos minutos cuando vimos, frente al establecimiento, dos camiones de milicianos. Entraron al restaurante en táctica de combate y uno de ellos gritó: “Todo el mundo quieto”, y todo el mundo quieto se quedó. Después sacaron a todos los empleados, a punta de pistola. Yo me había agachado detrás del mostrador y desde allí lo presenciaba todo, cuando de repente, me dí con una pistola calibre 45 apuntándome a la cara. Un miliciano negro portaba el arma, y me dijo: “Sal pronto de ahí, gusano de mierda”. Nos montaron en un camión de carne, con peste a carne podrida y lleno de moscas. Viajamos por unos veinticinco minutos; cuando el camión paró, se escucharon unos gritos que decían: “¡Qué vivan los invasores, abajo el comunismo!”. Nos bajaron del camión, apuntándonos con las ametralladoras, como si nosotros fuésemos los invasores. Nos registraron uno a uno, y nos metieron a todos en el edificio de la Ciudad Deportiva, un enorme estadio que fue construido para el pueblo, e ironicamente, ahí estaba el pueblo, pero encarcelado. Allí había mujeres; soldados rebeldes desarmados; choferes de guagua; sacerdotes; y hasta niños acompañando a sus madres. Un ministro evangélico se paró y comenzó a orar en voz alta, hasta que un miliciano se le acercó por detrás y lo silenció con un fuerte culatazo de rifle por la espalda. Un ingeniero, comandante rebelde, que también estaba arrestado, hizo un cálculo, y nos dijo que allí había alrededor de veinte mil almas inocentes.

 EL MÁS JOVEN EN LOS FOSOS DEL MORRO.

Mis 17 años me hacían el más joven de los seis mil hombres detenidos en los fosos de El Morro, frente al litoral habanero. El 20 de abril llevábamos tres días sin ingerir ningún tipo de alimento. Ya había tres muertos de sed e insolación. El fuerte altoparlante de la fortaleza transmitía los partes militares: “La invasión de los gusanos mercenarios del imperialismo yanqui, ha sido derrotada por nuestras heroicas fuerzas armadas revolucionarias, lideradas por el comandante en jefe, nuestro máximo líder…”. Habían movilizado a más de 150,000 soldados y milicianos para luchar contra mil y pico de invasores que habían sido abandonados al garete por orden de la Casa Blanca. Para el 24 de abril, la invasión había sido totalmente derrotada. Comenzaron a liberar a los detenidos. Habían muerto cinco hombres sin asistencia médica. Llevábamos ocho días durmiendo sobre piedras y arena. Algunos habíamos logrado comer dos veces. Y a base de empujones, se luchaba para lograr un sorbo de agua, lanzado por una manguera a unos 30 pies de altura. En un rincón de los fosos, que se había usado como letrina improvisada, aún manchado de sangre se encontraba el fatídico paredón de fusilamientos. Me encontré un trozo de carbón, y desde una roca de arrecife pude escribir sobre el antiguo paredón una frase que me vino a la memoria: “La imposibilidad en que me encuentro de probar que Dios existe, me prueba su existencia”. Varios presos me aplaudieron, no sé si por la frase o por mi hazaña. Al medio día me soltaron.

Castillo del Morro

Afuera, entre cientos de rostros esperando a sus seres queridos, se encontraba mi papá. Dos de los empleados del restaurante y nosotros tomamos un carro de alquiler para que nos llevara de vuelta a casa. Por la carretera podíamos ver a unos milicianos terminando de pintar un enorme letrero sobre uno de los muros de la fortaleza: “Muerte al agresor - Cuba primer país socialista de América”. El chofer no nos quiso cobrar. Con el rostro apenado nos dijo: “De aquí hay que irse o hay que morir peleando”. Nadie dijo ni pío. Continuamos el viaje en silencio, escuchando en la radio a “la reina del guaguancó”, Celeste Mendoza y luego al colombiano Nelson Pinedo con la Sonora Matancera cantando “Me voy pa'la Habana y no vuelvo más”.

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