Por Gustavo Pérez Firmat
Por muchos
años uno de los puntos de referencia de la Cuba del Norte ha sido un
restaurante llamado Versailles, situado en la esquina de la Calle Ocho y la
Avenida 35, justo en el corazón de La Pequeña Habana. Lo único que el Versailles
comparte con su homónimo francés son los espejos en las paredes. La gente va al
Versailles no sólo para ver y ser vista, sino para multiplicarse. Tal vez por
eso, cuando retiraron algunos de los espejos en 1991, se produjo un revuelo tal
que la gerencia se vio obligada a ponerlos nuevamente en su lugar. Este
pintoresco restaurante, mezcla de Cuban kitsch y Cuban kitchen, es un paraíso
para los narcisos del patio: Nirvana de la Pequeña Habana. Allí la cena siempre
es escena; todas las prendas que quieras lucir más todas las mariquitas que
puedas deglutir multiplicadas hasta la saciedad por las superficies
reflectoras. Y, de contra, una camarera que te dice, "mi vida".
Cruzando la calle está La Carreta,
otro concurrido restaurante con un menú casi idéntico, pero con un mood muy
distinto. Si el Versailles es visibilidad,
La Carreta es discreteo: no hay espejos, escasean las ventanas y la iluminación
es tenue. Refugiado en un reservado, disfrutando una medianoche a media luz, el
retraído parroquiano de La Carreta no es ni mirón ni mirado.
Durante muchos años he alimentado la
fantasía de que los espejos del Versailles conservan la imagen de todo aquel
que ha pasado por allí, como cuando apagamos el televisor y las huellas
borrosas de lo que estábamos viendo quedan en la pantalla. El salón de los
espejos es también la casa de los espíritus. No por casualidad el Versailles se
encuentra a sólo dos cuadras del Cementerio Woodland, que guarda los restos de
muchos cubanos célebres, entre ellos el padre de Desi Arnaz, cuyas cenizas
reposan en un nicho situado encima del de Gerardo Machado, y mi abuela.
En muchas ocasiones los demógrafos
han numerado la población cubana de Miami. Pero ¿se le ha ocurrido a alguien
contar el número de cubanos que han muerto en Miami? Si la ciudad es una pequeña
Habana, no es sólo por los cubanos que allí viven, sino también -y sobre todo- por
los que allí han muerto. Los vivos siempre podemos mudarnos; los muertos no.
Ellos son los únicos residentes permanentes de verdad. Aunque la dictadura castrista terminara mañana
mismo y todos los exiliados regresáramos a nuestra patria, Miami seguiría
siendo una pequeña Habana. Nuestros muertos así lo han determinado.
El Versailles es una montería de
recuerdos. La historia de la Cuba del Norte ‑triste pero feliz‑ está grabada en
sus refulgentes paredes. Cuando me llegue el momento de tomar mi último
chocolate y pagar lo poco que debo, quisiera desaparecer en uno de esos
espejos. (Preferiría el que está detrás del mostrador, junto a la máquina de
hacer espresso.) Mi ambición y mi esperanza es ser un reflejo en el Versailles.
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