Por Luis F. Brizuela Cruz
Se mueren las generaciones más viejas, se diluyen los recuerdos en las siguientes y se desconoce la historia en las actuales. La nuestra es una penitencia perpetua, pero envuelta perennemente en delirio. Quizás no seamos la primera ni la única agrupación humana en sucumbir al dualismo donde en ocasiones parece cotejarnos esta absolutoria ironía del tiempo, pero podríamos fácilmente ser la más exuberante y ambivalente de la historia.
Durante medio siglo de “República Frustrada”-como la llamara de forma tan elocuente nuestro verdugo preferido- delirio y ambivalencia estuvieron siempre presentes, pero encausados dentro de los pacificadores y paradójicos parámetros capitalistas. Éramos una controlada esquizofrenia siempre a punto de estallar; un torbellino de elocuencia, perspicacia, resentimiento y envidia clamando subconscientemente por la oportunidad de purgar. Y aguardando en las sombras siniestras de nuestra euforia el malévolo emisario analizaba y conjeturaba sobre los dones y defectos de nuestra idiosincrasia.
A aquellos de nosotros atrapados en la medianía –un evento enteramente fortuito- posiblemente nos corresponde la parte más humillante de ese purgatorio. Andamos por la vida, divagando en un limbo que fluctúa entre culpabilidad, principio, añoranza y renuencia. Pero nada haremos más allá de exaltar, de vez en cuando, nuestra condición de “niños del exilio”, hacer mención de una que otra hazaña que se nos fue enseñada o que apenas recordamos nebulosamente. Nada más.
Desafortunadamente es mucho más complejo nuestro destino colectivo, además de sus múltiples bifurcaciones. También en la medianía moran contemporáneos, pero de otros éxodos y sus perspectivas no pueden ser las mismas. Solo tendríamos que intercambiarnos con ellos y su sentir sería inequívocamente el nuestro y el nuestro el suyo. Ellos piensan constantemente en el regreso, porque su boleta de viaje traía -aunque costosa y en ocasiones denigrante- alguna que otra opción de “retorno”. Para nosotros el último Adiós fue en aquel andén, que hoy solo existe en nuestro recuerdo.
Y después están todos los otros éxodos, entreverados con tres o cuatro generaciones; algunas sumidas en patriotismo y otras en un lógico existencialismo personal. La hora de los reproches y las causas ya hace tiempo pasó. Los únicos ganadores fueron los más infames, aunque hasta sus imágenes también se han ido diluyendo en el tiempo. Tal vez su peor castigo es desconocerse a sí mismos después de tantos años, de tanto fervor y de tanta futilidad. A veces es cuestionable asumir que ellos fueron los triunfadores, ya que muchos hoy se trocarían por la temprana cronología de cualquier éxodo.
Pero tal vez el común denominador siempre ha sido el delirio. Estuvo presente –como ya era costumbre- en la gesta contra Batista, tomó después un súbito atajo rumbo al Escambray contra los milicianos, se proclamó apasionadamente desde un exilio sin bandera y desde una plaza revolucionaria estupefacta frente a las forzadas letanías de un estafador, se enalteció con el himno y los versos de Martí simultáneamente en la isla cautiva y en la diáspora para finalmente sucumbir a la resignación de su impotente fracaso en ambas orillas; renaciendo -en tiempos recientes- ante el llamado de la tierra sin patria o de la patria sin tierra y disfrutar de los sobornos del espectro del tirano.
Creo que la mayoría de nosotros prefiere no verlo así, pero nuestra penitencia es perpetua. Ya casi es preferible seguir hacia el futuro, delirantes, preservando una antigua tradición cubana y comprando siempre lo más barato a precio alto; humillándonos ante todo aquello que repudiaríamos sino fuera nuestro.
Todo por encontrar nuestra identidad perdida…
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