Por Enrique Del Risco
Como a cualquier historiador de raza a Jorge Ignacio
Domínguez le apasiona hurgar en detalles que no le interesan a nadie para
hablarnos de asuntos que nos atañen a todos. Sus obsesiones se nos revelan entonces
no como majaderías sino como nudo esencial de un tejido de causalidades que nos
justifican como habitantes de alguna provincia del universo. Historiadores como
Domínguez viajan al pasado no para revolverlo –como buscando algún escándalo fósil-
sino para poner las cosas en su lugar, un lugar que hasta ahora mismo
ignorábamos. Un lugar que por muy cómodo que nos resulte termina siendo, como nuestro
investigador demuestra, esencialmente falso.
Algo así ocurre con su estudio sobre la figura de Rodolfo
de Lagardere y la polémica que sostuvo con Benjamín de Céspedes a raíz de que
publicara el libro La prostitución en la
ciudad La Habana. Lo de menos es la relativa fama del libro que en 1888, a
apenas veinte días de publicado ya alcanzaba los dos mil quinientos ejemplares
vendidos, cifra mostruosa para la época. Tampoco importa el olvido con que la
posteridad ha cubierto a su contradictor. Lo importante acá es lo que
representan las dos posiciones a debate. En este caso el libro de Benjamín de
Céspedes se presentaba en sociedad nada menos que con un prólogo de Enrique José
Varona. Varona era a la sazón miembro del Partido Autonomista –organización que
arde en el infierno de los historiadores partidarios póstumos del
independentismo- pero la redención posterior de Varona como sustituto de Martí
al frente del periódico Patria; como arquitecto
del sistema educativo de la república; y como crítico del autoritarismo de
Machado lo convierten en un intocable del discurso nacionalista, sea castrista
o su reverso. Del otro lado del debate hallamos a un periodista “mulato nacido
en Barcelona, integrista a ultranza, católico ultramontano y enemigo de Darwin
y del naturalismo, tanto en filosofía como en literatura” como lo define
Domínguez. Eso le ha bastado a algún que otro historiador para escoger partido resuelto
por de Céspedes: cualquier otra opción equivaldría a alinearse con sus críticos
que es casi lo mismo que marchar con los voluntarios, gritar “Viva Cuba
española” y fusilar estudiantes de medicina.
Jorge Ignacio Domínguez entiende que la misión de un
historiador no es alinearse póstumamente con bandos ya desaparecidos sino
entender el tiempo en que transcurrió ese enfrentamiento. Dialogar con ese
tiempo a ver qué tiene que decirnos. El texto de Domínguez nos habla de un
tiempo mucho más complejo y por tanto más interesante y aleccionador que el que
airean otros investigadores del mismo período. Mucho más interesante que tomar
partido es recordarnos que ni el bando que favorecía la independencia (aunque
fuera por la vía sutil de ensañarse con la prostitución) era un dechado de
virtudes ni a los integristas carecían absolutamente de razones en sus debates.
Domínguez nos hace ver incluso -sin decirlo directamente- que aquel dictum de
Martí de que “Hombre es más que blanco, más que mulato, más que negro” no era
necesariamente convicción universal de los partidarios de la independencia. De
alguna manera Domínguez nos alerta de que cuando Martí escribió el artículo “Mi
raza” trataba de conjurar el racismo que existía dentro del propio movimiento
independentista y que amenazaba la existencia misma de la república que
proyectaba.
Pero me resulta todavía más importante que Domínguez
nos recuerde que la realidad -sea presente o pasada- se resistirá a acomodarse
a nuestras siempre efímeras conveniencias. Domínguez viene a insistirnos que el
pasado es como es y es mejor que lo aceptemos como tal si no queremos que nos
engañe. A aceptar, por ejemplo, que en el bando de la independencia había muchos
que soñaban con una república blanca e incontaminada. Personajes que, como el
médico Benjamín de Céspedes, podían referirse a la pasada guerra de
independencia como “gloriosa Revolución política y social” y afirmar a su vez
que esta había sido asunto casi exclusivo de blancos. “Seguiré creyendo siempre
que la Revolución no fue la obra del pueblo cubano, -dice de Céspedes en su
libro- sino de una clase limitada de ese mismo pueblo: la más sana en sus
costumbres, menos enervada por los vicios, más viril y sin mezclas por el
contacto con otras razas». Y Domínguez no solo nos advierte que se podía ser (como
es descrito de Céspedes por uno de sus contemporáneos) “librepensador en
asuntos religiosos, seguidor de la corriente experimentalista en cuestiones
científicas y, en política, un demócrata con tendencias socialistas” y al mismo
tiempo un redomado racista. No por gusto Domínguez nos muestra a su contraparte
el periodista Rodolfo de Lagardere como alguien que insiste, al mismo tiempo,
en defender el colonialismo español y en criticar el racismo de de Céspedes. O
a los partidarios de la anexión de Cuba a los Estados Unidos. Lagardere aparece
en el texto de Domínguez como representante de una clase intelectual de raíces
africanas que era a finales del siglo XIX cubano mucho más amplia y compleja de
lo que se suele aceptar. Y menos predecible porque en ella cabían muchas más
posiciones y matices que la que le asignan los historiadores al uso.
Domínguez también apunta a un fenómeno que me habría
gustado que desarrollara más. Es este un fenómeno endémico de finales del siglo
XIX del que, sin embargo, pueden hallarse equivalentes en nuestra época. Me
refiero a una confianza infinita en el desarrollo de las ciencias como guía del
progreso indetenible de la humanidad. Junto a muchas consecuencias positivas y
duraderas esta confianza en hallazgos científicos como las teorías de Darwin
sobre la evolución de las especies inspiró lo mismo la criminalística
lombrosiana que el racismo ario de los nazis. Similar fe en la ciencia animaba
a los positivistas y progresistas tropicales que como Benjamín de Céspedes acusaban
al colonialismo español de haber convertido a Cuba en “un depósito de Nigricia [entiéndase
África] que nos deshonra, reproduciendo las mismas costumbres salvajes de esos
países” y verían en la independencia una oportunidad única para la limpieza
racial.
Ejemplo de esta confianza infinita en la ciencia
frente a la prédica religiosa lo da el venerado Enrique José Varona en el
propio prólogo de La prostitución en la
ciudad de La Habana al decir:
En nuestra época, hastiada de las quimeras de lo
sobrenatural, la pesquisa sincera de la verdad sustituye á los antiguos ideales
que ponían en un mundo trascendente la explicación de lo real, la norma de la
vida y el fin de la humanidad. La ciencia escruta la naturaleza y penetra en su
gran laboratorio, haciendo al hombre colaborador inteligente de sus ocultas
obras; la ciencia estudia al hombre, aislado y en sociedad, lo analiza y
descompone, y le enseña á conocerse y á regirse. Le da la voz de alerta para
que se precava, le muestra la sanción ineludible que las leyes naturales saben
imponer á sus transgresores, y al mismo tiempo le enseña cómo puede
fortificarse contra las causas de destrucción, llámense enfermedad, vicio, ó
injusticia. Enseña al hombre físico que hay un conjunto de reglas, que
constituyen la higiene, y lo ponen á salvo de terribles dolencias; enseña al
hombre social, que hay una higiene superior que se llama la moral, que
garantiza á las sociedades contra males más destructores que la peste
“[E]s mucha la
ignorancia que pasa por sabiduría”
escribe Martí en su famoso artículo “Mi raza” como si le respondiera a Varona. Al
hurgar en los argumentos que aporta Lagardere al debate con Benjamín de
Céspedes nuestro nuevo miembro de la academia hace bastante más que enfrentar
una fe con otra. Domínguez nos avisa que por justificadas y actuales que nos
parezcan nuestras convicciones estas suelen evolucionar mal y envejecer peor si
no se asumen con mesura, sentido común y respeto básico por nuestros semejantes.
Ante la arrogancia científica con que de Céspedes justifica su racismo Lagardere
prefiere extraer de sus convicciones cristianas el fundamento de un reclamo de
igualdad racial. De ahí que afirme que “Jesús murió […] por los americanos y
los asiáticos, los africanos y los europeos, murió por todos los hijos de Adán,
por todos los hombres”. Lagardere extrae sus argumentos de su fe religiosa pero
también de su necesidad de ser respetado como cualquier otro ser humano, ese
mínimo de dignidad humana que reclamamos para nosotros y por tanto estamos
obligados a reconocer hasta en nuestros peores enemigos.
Mucho más se puede decir de los términos del debate que Jorge Ignacio Domínguez trae a
colación sobre uno de los libros cubanos más leídos y discutidos en su época.
Porque no fueron solo los afrodescendientes los que pudieron sentirse ofendidos
por La prostitución en la ciudad de La
Habana. En dicho libro su autor, obsesionado por su ímpetu purificador, fustiga
tanto a los negros y mestizos como a las mujeres, los españoles, los asiáticos,
las trabajadoras sexuales; o arremete contra los géneros bailables más
populares del momento como el yambú y el danzón. La defensa que hacen las
diferentes partes implicadas de los derechos y la dignidad de negros, mujeres, e
inmigrantes le da una sorprendente vigencia a este debate frente a un doctor
que enarbolaba las banderas del progreso. Hoy, cuando la palabra progreso no ve
en las minorías un obstáculo sino instrumento para prestigiarse, la tentación de
renunciar a la lucidez en nombre de valores súbitamente absolutos conserva la
misma fuerza. En tal contexto la relectura de este debate puede ser muy
productiva si logramos entrar en él liberados de preconcepciones y ortodoxias.
Si de algo peca el discurso de alguien que sin dudas
honrará esta academia como mismo hoy ella lo honra a él es el de no adentrarse más
en las direcciones que señala su estudio. Pero no le echemos en cara la
cortesía de la brevedad, cortesía a la que empezaré a faltar si no me despido
ahora mismo.
Bienvenido entonces a nuestra academia Jorge Ignacio
Domínguez con ese discurso que resulta modo ejemplar de acceder a ella.
*Leído el pasado sábado 28 de abril de 2018.
*Leído el pasado sábado 28 de abril de 2018.
No comments:
Post a Comment