Con muchísimo placer compartimos con nuestros lectores el siguiente artículo de Carlos Ferrera que tan bien complementa y enriquece otro publicado en estas mismas páginas sobre los sitios en que residió el escritor Reinaldo Arenas en Nueva York. Se trata de un texto sobre el Hotel Monserrate donde viviera Arenas sus últimos años habaneros. Un edificio que apareciera con frecuencia en sus libros, casi siempre asociado a algunos de los episodios y personajes más delirantes. "Aquel lugar, el hotel Monserrate, antes había sido bastante bueno, pero ahora no era otra cosa que un edificio de quinta categoría y completamente habitado por prostitutas" dice al inicio del capítulo dedicado al edificio en "Antes que anochezca". Sin más los dejamos con:
UN HOTEL DE PUTAS, UN MARICÓN DE CREDO, Y OTRO DE ALMA
Por Carlos Ferrera
Estamos en el mismo edificio, pero es 1972.
Los
edificios de la Habana son añejos cajones polvorientos, llenos de secretos
insondables, que mueren cada día que colapsan sus muros. Entonces también muere
un trozo de la historia de esta vieja ciudad, harta ya de esperar por el
auxilio de sus hijos.
Pero en
algunas de esas carcasas viejas que inexplicablemente resisten al paso del
tiempo y a la desidia que las está matando, a veces sobreviven historias
escondidas entre ruinas. Y un día afloran de pronto, como intentando revelarse
antes de perecer para siempre entre un montón de escombros.
Corrían los
últimos días del verano de 1942, y un joven ambicioso de apenas 16 años, se
bajaba de un ómnibus interprovincial en el Parque Central, con una maleta y
muchas ganas de comerse el mundo. Su padre le había abierto las puertas a una
vida nueva, que habría sido imposible en su pueblito desconocido y lejano de
provincias. Estudiaría en un colegio habanero selecto para hacerse hombre, y
hacer grandes cosas.
Por
entonces, y hasta 1952, los ómnibus interprovinciales iniciaban y concluían su
recorrido en las inmediaciones del Paseo del Prado, lo que explica la cantidad
de hoteles de la zona, que a falta de estrellas que anunciaran su clase, se
identificaban como hoteles «decentes». Uno de ellos era el hotel Montserrat,
enclavado en la esquina de las calles Monserrate y Obrapía.
Allí en la
habitación 303 de la tercera planta, se alojó temporalmente el joven
pueblerino, a la espera del inicio del curso académico que iba a cambiar su
vida. El hotel construido a principios de siglo por un catalán que le puso el
nombre de la virgen de cabecera de su tierra, sería su primer hogar en la
ciudad que lo acogería para siempre.
No era un hotel suntuoso, pero conservaba su
digna hechura arquitectónica original. Era un edificio sobrio, de discretas
líneas neoclásicas, con cuatro plantas altas de habitaciones balconadas y
toldos verdes. La planta baja noble albergaba un bar-restaurante, cuya cocina
era desde los años 30 un atractivo referente gastronómico de la zona.
Tiempo
atrás, en el 36, el hotel Montserrat junto al Lincoln, habían sido centros de
contacto y concentración de los voluntarios que movilizó el partido comunista
para combatir en la guerra civil española, reclutados por Ramón Nicolau y otros
comunistas de tendencia radical. En aquella operación de absurdo y primigenio
internacionalismo, colaboraron las casas de empeño de la calle Suárez, cuyos
propietarios eran españoles republicanos que transportaron y repartieron allí
los uniformes que llevarían los voluntarios cubanos al conflicto español.
Tal era el pasado histórico de aquel modesto
hotel de barrio, y allí dejaremos de momento a aquel jovenzuelo oriental
afeitándose en la habitación 303, a la espera de comenzar su primer día de
clases. Tendrá un futuro muchísimo mejor de lo que jamás habría podido soñar en
su terruño lejano y polvoriento, y conseguirá cosas que nunca imaginó. Pero
dejémoslo ahora frente al espejo, pensando en el futuro, para viajar nosotros
hacia él, sin movernos del sitio.
Estamos en el mismo edificio, pero es 1972.
Ya no es un
hotel, sino una ruinosa casa de vecindad atacada por la humedad, la dejadez y
la miseria. Sus pasillos antes pulcros y bien iluminados, son ahora angostos
corredores oscuros, sucios y malolientes. Solo el viejo ascensor Westinghouse
continúa recorriendo a duras penas su eterno viaje de ida y vuelta vertical de
cuatro pisos, entre chirridos y espantosos ruidos de cadenas.
El suelo es
cemento deshecho y añicos de viejas losetas hidráulicas. Las puertas de madera
se han podrido y hay ratones y cucarachas habitando en cada grieta. Lo que
antes eran limpias habitaciones amuebladas con pulcritud, hoy son lúgubres
estancias en ruinas, con paredes descascaradas que hace décadas necesitan
pintura. Soportan a duras penas la techumbre podrida y vencida por el tiempo y
el olvido, gracias a alguna milagrosa ley no descubierta de la física. Tampoco
están los inquilinos de otros tiempos, sino gente de mal vivir, tramposos
jugadores de bolita, borrachos, delincuentes, chulos y prostitutas. Muchas
prostitutas.
En lo que
antes fue la habitación 303, ha vivido alquilada hasta hace poco una mujer
anciana, demasiado vieja como para ser puta, y también para estar sola. Por eso
se fue a vivir con una hermana y le ha dejado el cuarto a su sobrino, un
jovencito, que como aquél de tiempo atrás, también un día vino de un pueblo
lejano para cumplir un sueño.
Pero su sueño se ha convertido en la peor de las
pesadillas.
No ha sido porque la
rudimentaria estancia esté tan mal, que en el futuro su nuevo ocupante tenga
que mudarse a otra del segundo piso, comprada a un vecino ilegalmente. Tampoco
porque carezca de un baño y tenga que pagarle 50 centavos a este hombre cada
vez que usa el servicio, y un peso cada vez que se ducha. Ni por las broncas
constantes entre putas y chulos, ni por los apagones, ni por el hambre, ni por
la abulia, ni por la gran tristeza que le deja en el alma este lugar inmundo,
cada vez que regresa cada noche para dormir allí.
El chico es
talentoso, y experto en expresar cosas hermosas con palabras. Tiene el divino
don de saber escribir, y la constancia necesaria para hacerlo. Pero también es
disoluto y descarado según la rígida moral revolucionaria, y profesa una
peligrosa ideología que lo convierte en su enemigo. Es vulgar y procaz, y desea
con lujuria insana y desmedida a cualquier hombre que sea capaz de provocarle
una erección.
Es maricón
hasta la última célula de su cuerpo, y eso es pecado mortal en la Cuba de los
70s.
Por eso lo
veremos muchas veces llegar arrastrándose a la puerta de su viejo cuartucho,
sin poder meter apenas la llave en la cerradura, porque no puede ni siquiera
ver el rastro rojo que ha dejado su sangre en las losetas rotas del pasillo. Ha
sido apaleado hasta la inconsciencia en alguna estación de policía por los
sicarios de un régimen que lo estigmatiza y lo persigue. O quizás le ha pegado
un delincuente bien dotado, que lo llevó a una oscura escalera de la calle
Monte con la promesa de proporcionarle un supremo momento de placer, que
después se convirtió en una paliza.
Pero a
pesar de este presente infausto y ese futuro incierto que le brinda La Habana,
el joven provinciano sigue escribiendo compulsivamente, como apurando un
testamento literario trágico. Teme que caiga la noche irreversible, cruel y
definitiva sobre su malogrado paso por la vida.
No sabe, no
puede saber entonces, mientras escribe nervioso con un ojo hinchado y la cabeza
rota, que finalmente conseguirá escapar de aquel infierno rojo sangre y verde
olivo, cambiando las Arenas de su apellido fichado por sus torturadores, por un
Arinas sacado de su ingenio, para burlar los controles y las listas negras
donde está escrito su verdadero nombre. Reinaldo Arenas será Reinaldo Arinas en
los papeles de Las Cuatro Ruedas, y el Mariel, el último lugar de esta Isla
maldita, que dejará por fin tras sí como el peor de sus recuerdos.
Pero su
nueva libertad será tan corta como exigua su vida.
Finalmente
el exilio no podrá ser tampoco la cura al estigma que casi lo mató en la
Habana. Miami está enferma de los mismos prejuicios y la misma indolencia.
Tampoco existe aun la cura médica para una enfermedad mortal que hará por fin,
que para él anochezca.
Reinaldo murió en tierra extraña sabiendo que su
carcelero y su verdugo, causante de todas sus tragedias, era también de
Oriente. Que también vivió una vez entre aquellas paredes del hotel Montserrat
que fue su lupanar, su casa y su prisión. Que usó el mismo ascensor
Westinghouse que usaría él años después para hacer felaciones a los chulos del
barrio, en medio de aquel ruido infernal de cadenas. Que durmió donde él mismo
reposó su cabeza rota por una hebilla de un cinto militar.
Quizás Reinaldo murió sabiendo ya que a la suerte
no basta con buscarla, porque es del que la encuentra, y que aquel jovenzuelo
imberbe de Birán encontró la suya, desde que llegó muchos años atrás a su
propia casa, de camino al Colegio de Belén, para construirle a él una desgracia
a medida y convertir su vida en un infierno, junto a las de otros diez millones
de cubanos.
¿Por qué,
si él solo era culpable de escribir sus miserias y de amar a todos los hombres
de la Tierra?
El 2 de
enero del 59, la Caravana de la Libertad llega hasta Malecón y gira por la
Avenida 23, camino de la Ciudad Militar de Columbia. Una masa enardecida la
sigue hasta el cuartel. Los turistas norteamericanos del Hilton destrozan con
euforia las páginas de los directorios telefónicos y tiran los pedazos de papel
sobre la comitiva, como en Broadway.
No hay en
Columbia soldados que impidan la entrada del cortejo. De hecho, también asisten
a los fastos los soldados del derrotado ejército. Fidel comienza el primero de
sus discursos infinitos. Una paloma blanca se posa en su hombro izquierdo para
dejar constancia histórica de la mayor mentira dicha a un pueblo jamás. El
héroe ya es también el Dios, y arenga a su rebaño: «¡Esta guerra no la ganó
nadie más que el pueblo, y por tanto, antes que nada está el pueblo!».
Comenzaba el gran engaño.
En medio de
una frenética ovación, termina. Es madrugada. Le ofrecen como cama la casa de
Batista. No acepta. La Historia le pide hacer un último fouetté.
Entonces se
traslada a una modesta esquina de La Habana Vieja, en las calles Monserrate y
Obrapía. Y vuelve a ocupar aquella habitación 303 del hotel Montserrat, para
dormir el más reparador sueño de su vida en la que fuera su primera casa en La
Habana: La puerta de entrada a su paraíso de victimario y la puerta al infierno
para una de sus más ilustres víctimas.
Hay historias que merecen sobrevivir a sus
protagonistas, y el Hotel Montserrat sigue en pie, para contar la suya: La de
cómo la casualidad y el destino unieron para siempre entre sus muros a un
descarado maricón de credo, que vivió en otro tiempo, pero en el mismo lugar
que su enemigo, un perverso y deleznable maricón de alma.
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