Foto tomada por Nicolás Abreu en su casa en una cena de Navidad. Juanto a Arenas el escritor Luis de la Paz |
Otra tregua fecunda
Cuando Reinaldo Arenas interrumpió los
devastadores estragos del sarcoma kaposi atracándose con medicamentos y whiskey el 7 de
diciembre de 1990 en su apartamento en el centro de Manhattan no hacía más que dar
fin a una escena interrumpida tres años antes. “Yo pensaba morir en el invierno
de 1987” son las primeras palabras del prólogo de su autobiografía. Hablaba del
invierno en que una crisis de su enfermedad lo obligó a ingresar en un hospital
de Nueva York. Al ser dado de alta regresó al apartamento con pocas intenciones
de seguir viviendo. Pero de pronto tropieza con una revelación en forma de un
matarratas:
Ya en casa, comencé a sacudir el polvo. De pronto sobre la mesa de noche me tropecé con un sobre que contenía un veneno para ratas llamado Troquemichel. Aquello me llenó de coraje, pues obviamente alguien había puesto aquel veneno para que yo me lo tomara. Allí mismo decidí que el suicidio que yo en silencio había planificado tenía que ser aplazado por el momento. No podía darle el gusto al que me había dejado en el cuarto aquel sobre.
Pero se trataba de algo más que de llevarle la contraria
a un enemigo anónimo. La meta antes de que la muerte llegara era concluir con
los proyectos que habían obsedido su carrera literaria: concluir el ciclo de
cinco novelas que llamaba pentagonía y escribir su autobiografía. Según su
recuento ese mismo día “como no tenía fuerzas para sentarme en la máquina, comencé
a dictar en una grabadora la historia de mi propia vida”.
Al año siguiente, luego de otra recaída y otro ingreso de
vuelta a su apartamento de la vez anterior, (también el de su muerte) tiene
lugar la escena con la que cierra su dramático prólogo de Antes que anochezca.
“Cuando yo llegué del hospital a mi apartamento, me arrastré hasta una foto que tengo en la pared de Virgilio Piñera, muerto en 1979, y le hablé de este modo: ‘Óyeme lo que te voy a decir, necesito tres años más de vida para terminar mi obra, que es mi venganza contra casi todo el género humano”
Menos de dos años bastaron para arribar a la meta que él mismo
se había impuesto.
La
ciudad prometida
Al salir de Cuba durante el éxodo del
Mariel Arenas había vivido en Miami poco más de tres meses. Fue entonces que en
agosto de 1980 recibió una invitación para asistir al Segundo Encuentro de
Intelectuales Cubanos Disidentes en la universidad de Columbia. Al parecer la
ciudad lo fascinó al punto de trocar una visita breve en el lugar que viviría
el resto de su vida. “Y de pronto, yo que había llegado solamente por tres días
a Nueva York, me vi con un pequeño apartamento en la calle 43 entre la Octava y
la Novena Avenida, a tres cuadras de Times Square, en el centro más populoso
del mundo”. El dramaturgo Iván Acosta escribe que cuando Arenas “llegó a Nueva York vivió 21 dias en mi
apartamento del Manhattan Plaza. Luego mi mamá, que era amiga del super del
edificio 333 West calle 43, le consiguió un apartamento en el 4to piso”.
En su autobiografía, ya desencantado de
la ciudad, Arenas explica aquella decisión como una mezcla de enamoramiento y
autoengaño. “El desterrado es ese tipo de persona que ha perdido a su amante y
busca en cada rostro nuevo el rostro querido y, siempre autoengañándose, piensa
que lo ha encontrado. Ese rostro pensé hallarlo en Nueva York, cuando
llegué aquí en 1980; la ciudad me envolvió. Pensé que había llegado a una
Habana en todo su esplendor, con grandes aceras, con fabulosos teatros, con un
sistema de transporte que funcionaba a las mil maravillas, con gente de todo
tipo, con la mentalidad de un pueblo que vivía en la calle, que hablaba todos
los idiomas; no me sentí un extranjero al llegar a Nueva York”.
Aspecto actual del 333 W 43rd Street |
Entrada del 333 W 43rd Street |
Dos apartamentos
Aspecto actual del edificio del 328 W 44th Street |
En esa autobiografía deja constar, entre tantas cosas,
las causas de su salida del apartamento de la calle 43. “[E]n 1983 el
dueño el edificio en que vivía decidió echarnos del apartamento; quería
recuperar el edificio y necesitaba tenerlo vacío, para repararlo y alquilarlo
por una mensualidad mayor a la que nosotros pagábamos”. El dueño, según Arenas “se
las arregló para rompernos el techo de la casa y el agua y la nieve entraban en
mi cuarto” de manera que “no me quedó más remedio que cargar mis bártulos y
mudarme para el nuevo tugurio”, el apartamento de la 44.
“El mar es nuestra selva y nuestra
esperanza”. Tal fue el título de la primera conferencia pronunciada por Arenas
en los Estados Unidos. El mar, presencia constante en su obra, lo describe
allí como algo que “nos hechiza, exalta y conmina”. Se sobreentiende que a la
búsqueda de la libertad. Mucho se ha hablado del significado del mar para
Arenas. Menos de esos recintos cerrados que le opuso en vida y obra: el “cuarto
de criados de mi tía Orfelina”, las múltiples celdas de fray Servando Teresa de
Mier, el cuarto del hotel Monserrate, sus apartamentos neoyorquinos. Eran estos
reductos la contraparte y punto de partida hacia esa infinitud que podía
identificar con el mar o con la creación. Uno de los ejes de su vida que a su
vez le servía de baluarte de resistencia frente a la corrupción de las
palabras. “El escritor debe preferir la buhardilla al tráfico con las palabras”
dijo en aquella misma conferencia en la Florida International University. Allí
también afirmó que “en última instancia la verdadera patria del escritor es la
hoja en blanco”. En los alrededores de su máquina de escribir, pudo añadir.
Todas las descripciones de su último apartamento
en Nueva York coinciden en su aspecto austero, casi monástico, en contraste con alguien con tan poco de monje. Lugar de trabajo
y refugio antes que de vida social. El estudioso Enrico Mario Santí cuenta en
una entrevista de próxima aparición:
Recorte de noviembre de 1981. En la foto Arenas aparece junto al dramaturgo Iván Acosta |
“Vivía en pleno Hell´s Kitchen, en una época en que Times Square no era la sucursal de Disneylandia que es hoy… Su apartamento era un walkup, en un arduo quinto o sexto piso. Si años después se hablaría de la guarida en La Habana Vieja para el Diego de Fresa y chocolate, te aseguro que mucho antes Reinaldo Arenas ya tenía la suya en el exilio de Manhattan. Nunca, que yo recuerde, coincidí allí con nadie más, salvo con Lázaro Carriles, que según me dijo Reinaldo transitaba esporádicamente. El apartamento era pequeño, no recuerdo muebles ni cuadros; solo libros que, amontonados con papeles y prensa, forzaron a Arenas a alquilar el apartamento de enfrente, que funcionaba como archivo, o almacén”.El escritor colombiano Jaime Manrique cuenta de su única visita al apartamento de Arenas, un par de días antes de su suicidio: “Junto a una cadena de sonido anticuada y un televisor recuerdo un cuadro primitivo del campo cubano. Una mesa, dos sillas y un sofá gastado completaban la decoración”.
Ese último Arenas que describe Manrique aparece además de
destruido físicamente por la enfermedad, receloso y reclusivo: “Llamé a la
puerta. Oí lo que me parecía un torpe accionar de cerraduras y cadenas, lo cual
incluso en Times Square parecía excesivo”.
Santí explica coincide en el recelo y da cuenta de su
causa:
“Uno de esos días que quedamos en vernos para comer y fui a recogerlo, toqué y noté que se demoraba mucho. Por fin abrió, y al entrar me di cuenta que la puerta ahora ostentaba varias cerraduras y una de esas enormes trancas de hierro que hacen presión entre puerta y suelo. Con angustia, me contó que habían entrado en el apartamento a robar, pero que extrañamente solo se habían llevado papeles. Había tenido que dejar el almacén de enfrente. Que yo sepa, nunca se aclararon esas circunstancias. Era señal que las cosas estaban cambiando. La guarida ya no era tal”.Agonía en la guarida
La sensación de indefensión que le provocó tal incidente
reforzaría la paranoia que Manrique había notado desde sus primeros encuentros
con Arenas tras su llegada a Nueva York y que vio como “una extensión de la
paranoia que existe en el mundo de la emigración cubana. En la Cuba de Castro
los disidentes tenían que diseñar unos elaborados sistemas de comunicación para
evitar que los espiaran. Habían transplantado esas actitudes a este país, como
si aquí también se sintieran bajo vigilancia constantemente”.
Pero ni la enfermedad ni esa sensación de vulnerabilidad
le impidieron enfrascarse en esa vorágine rabiosa de creación que debieron ser
sus últimos años en aquel apartamento. De aquella visita que le hiciera
Manrique observó: “Sobre la mesa descansaban montones de manuscritos, miles y
miles de hojas y Reinaldo parecía un naufragio en medio de un mar de papeles. Cuando
pregunté si eran copias de un manuscrito que hubiera terminado recientemente,
me contó que los tres manuscritos que había sobre la mesa eran una novela, un
libro de poemas y su autobiografía, Antes que anochezca”
Manrique cuenta como en aquella visita Arenas fantaseó
con la posibilidad de morir junto al mar. “Me gustaría irme de aquí antes de
que venga el invierno. Mi sueño es ir a Puerto Rico y encontrar un sitio en la
playa para morir cerca del mar”. Dos días después de la visita de Manrique el
agente literario de Arenas, Thomas Colchie, lo “llamó para decir que Reinaldo se
había suicidado la noche anterior, que había tomado pastillas tragándoselas con
sorbos de Chivas Regal”. Iván Acosta rememora que la “primer persona que lo vio muerto fue una vecina
de él, colombiana, que a veces le colaba café y le hacía sopas de pollo. Ella
vio la puerta entrejunta y lo vio tendido sobre el sofá en la sala”.
Vista de la calle 44 desde el edificio donde muriera Arenas |
De momento el apartamento donde vivió, creó y
murió Reinaldo Arenas ha sobrevivido a la furia de demoliciones y
reconstrucciones que parece ser la naturaleza de la ciudad. Ya Arenas hablaba
en su desengañado “Adios a Manhattan” de los “viejos y acogedores edificios del
West Side” que “son demolidos rápidamente para dar paso a moles deshumanizadas
e incosteables para quien no esté en las condiciones de desembolsillar cientos
de miles de dólares”. Y dicho proceso en la última década no ha hecho más que
intensificarse. De puro milagro el edificio todavía se yergue el 328 W 44th
Street, a unos doscientos metros de la frenética Times Square, justo en la cuadra
del famoso club de jazz Birdland. Es de temer que el raro milagro de su
subsistencia no se prolongue mucho más tiempo.
Nota: Agradezco el aporte para elaborar este artículo de los mencionados Iván Acosta, Enrico Mario Santí, Jaime Manrique y de Perla Rozencvaig y Miguel Correa.
Nota: Agradezco el aporte para elaborar este artículo de los mencionados Iván Acosta, Enrico Mario Santí, Jaime Manrique y de Perla Rozencvaig y Miguel Correa.
Querido Enrique, que bonito homenaje a la memoria de Reinaldo Arenas en Hell's Kitchen.
ReplyDeleteGracias.
Ivan
Qué bello homenaje, muchas gracias por este texto.
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