Sunday, November 25, 2018

Dos genios del retrato artístico: Ernesto “El Chango” García Cabral y Conrado W. Massaguer

Por Alejandro González Acosta, UNAM
Ernesto “El Chango” García Cabral
Al venir hacia acá, pude admirar la espléndida muestra que ocupa nuestra sala de exposiciones, y sentí un orgullo fácilmente explicable y justificado por la profesionalidad y el buen gusto de nuestro Departamento de Difusión Cultural, el cual, aunque nos tiene ya muy acostumbrados a un excelente desempeño, creo que en esta oportunidad se rebasó y superó a sí mismo: mil gracias a la Maestra Gisel Cossío Colina y sus magníficos colaboradores, así como al compañero Maestro Javier Ruiz Correa, curador de la exposición, y a la denodada impulsora de la misma, la Doctora Martha Romero. Creo que pocas instituciones hoy pueden desplegar semejante derroche de talento, con tanto arte y buen gusto, así como una precisa disposición, como la nuestra. La diseñadora Beatriz López García triunfalmente “bailó en casa del trompo”, como quien dice. Son todos, para decirlo en dos palabras, un lujo.
Y recordé hace un año cuando se gestó este homenaje, mientras celebrábamos aquí mismo el centenario “del periódico de la vida nacional” el Excelsior, donde surgió la iniciativa, que fue rápida y cordialmente acogida por nuestro Director el Doctor Pablo Mora Pérez-Tejada, para recordar al gran Ernesto “El Chango” García Cabral, al cumplirse este 2018 el medio siglo de su partida hacia “el reino donde yacen los muchos” que decían los clásicos griegos.

Al marcharse, dejaba atrás la brillante estela creativa y artística del que hoy ya es plenamente considerado como el mejor dibujante retratista de México de la mayor parte del siglo XX. Y se cumple una suerte de justicia poética al declarar esto en la presencia de quien actualmente es, desde hace cuarenta años, el heredero artístico de Cabral, como el mejor retratista del México contemporáneo, el Maestro Luis Carreño, aquí con nosotros, a quien los hados propicios auguran como nuestro próximo Premio Nacional de las Artes.
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A Cabral y Massaguer, cercanos no sólo en el tiempo sino también en la distancia (veracruzano uno, matancero el otro, es decir, casi lo mismo), les correspondió una época de profundos cambios a nivel mundial. A Massaguer le tocó ver el paso de la Cuba española a la Cuba independiente, con todas sus alegrías, esperanzas, virtudes y frustraciones; Cabral tuvo que enfrentar la transformación del México porfirista al México revolucionario, con sus cataclismos, proyectos, logros y derrotas.
Ilustración de Ernesto “El Chango” García Cabral
Tanto La Habana como la Ciudad de México fueron capitales que experimentaron cambios intensos en esos años.
La Villa de San Cristóbal de La Habana (1519), antiguo puerto de escala de la Gran Flota de Indias, alcanzó desde 1850 una creciente importancia económica por ser la capital de una isla considerada como “la azucarera del mundo”. Dos guerras separatistas empobrecieron la economía nacional, pero al conseguir la independencia de España en 1898, con la intervención norteamericana, continuó un proceso de saneamiento y modernización, de acuerdo con los estándares mundiales aplicados por el gobierno provisional de ocupación de los EEUU. A pesar de una endeble vida republicana independiente, para los años posteriores a la Primera Guerra Mundial, Cuba alcanzó un período de extraordinario desarrollo y progreso que se llamó “la Danza de los Millones”, lo cual propició la consolidación y engrandecimiento de una creciente clase rica y acomodada en la isla, hasta que, con el famoso Jueves Negro de la Bolsa de New York el 24 de octubre de 1929, que provocó El Gran Crack, comenzó la etapa llamada de “las vacas flacas”. Terminaban los felices años 20, que habían durado desde el final de la guerra mundial hasta ese día.
En México, por su parte, el porfirismo aplicó con severidad su lema “orden y progreso” hasta que el estallido de la revolución vino a trastornar el régimen establecido, y comenzó una dilatada etapa de enfrentamientos de caudillos con un costo terrible para el país en términos económicos: se calcula que durante esa etapa murió el 10% de la población nacional, entonces de 10 millones de personas. La antigua aristocracia y burguesía mexicana (pues había ambas, como en la Cuba española), sufrieron la pérdida de sus bienes, quemados, robados o expropiados, y muchos partieron al exilio en Europa y Estados Unidos.
Cartel cinematográfico de Ernesto “El Chango” García Cabral
Para la época cuando se conocen, el mexicano Cabral y el cubano Massaguer los referentes culturales del arte, la cultura y la elegancia eran en primer lugar el refinamiento exquisito París y a continuación por su cosmopolitismo eficiente, New York. Había quedado atrás la Belle Époque y comenzaban los tiempos del Art Decó. Igual que los pintores, hubo poetas paralelos entre ambos países: Julián del Casal en Cuba y Manuel Gutiérrez Nájera en México.
Como en La Habana, las calles de México pasaron de ser “calles” a o “callejuelas” a “boulevards, “rues” y finalmente “streets”. La de Obispo en La Habana y la de Plateros en México, primero vieron transitar carruajes tirados por caballos y pronto automóviles estruendosos y veloces que imponían un nuevo código de elegancia.



El referente universal era el París ya reformado por el Barón de Haussmann y enardecido vegetalmente por Forestier (quien trabajó en La Habana y México). La “Belle Époque” (1880-1914), la Edad de Oro de París enviaba sus últimos reflejos hasta América, directamente, ya sin pasar por Madrid. Las costumbres se afrancesaban y hasta los duros revolucionarios mexicanos y los curtidos mambises cubanos se adecentaban y civilizaban. Ya las “damas de la noche”, las “flores del asfalto” no eran nombradas con fuertes epítetos hispanos, sino como “demi-mondaines”, “cortesanas” “polillas” que transitaban por los boulevards y las alamedas espaciosas y aireadas, rodeadas por flaneurs del brazo de cocottes. Los artistas se rodeaban y asfixiaban con sus ninfas, ninfetas, nínfulas y ninfélulas. En ese París mítico, paraíso terrenal, llegó a haber 224 burdeles, pero que ya eran bautizados como “maison clasées” y los había de una categoría superior, llamados “de fantasía” porque cumplían los más febriles caprichos de sus adinerados y lujuriosos clientes. Fue famoso en especial “La Chabanais”, fundado en 1878, la misma época de “Naná” de Zola y la “Bola de sebo” de Maupassant. Allí se podía alternar lo mismo con el Príncipe de Gales, futuro Eduardo VII que con Víctor Noir, el hoy aún famoso personaje que atrae la atención de las mujeres en su muy concienzudamente pulido sepulcro en Pere Lachaise. Desde la Ciudad Luz se extendía hasta América la moda de las “brasseries à femmes”, “maisons de tolérance”, y aparece además de la modistilla y costurera (muy lejos de las terribles calceteras de la revolucionaria Place de Greve) la figura de la “camarera”, de las que en esa época ya había entre 1,500 y 2,000 atendiendo en los cafés, para delicia de los Dumas padre e hijo, Flaubert, Zola, Rimbaud, Verlaine, Baudelaire, D’Vigny y demás. La “hora de la absenta” sustituye fácilmente al “tea five o’clock hour” antes de dar la bienvenida a la “happy hour” más cercana.
Ese es el París que conocen profunda e íntimamente Cabral y Massaguer. Y lo transportan en las pupilas y en sus pinceles a sus países, imponiendo una moda encantadora y avasallante. Sumando ingredientes lo mismo de Bauhaus que del futurismo italiano, y como un salto desprendido del Art Nouveau, se despliega la magnífica forma estructuralista y moderna del Arte Déco, marcando siluetas de edificios, trajes, joyas, aviones y hasta automóviles.
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Cabral llegó al mundo del arte nacional en los años finales del porfiriato y se estrenó como agudo caricaturista en la época compleja y difícil de la primera etapa de la revolución mexicana, el gobierno endeble de Francisco I. Madero, a quien no libró de sus saetas. Una larga estancia europea con una beca del propio Madero –quizá deseoso de librarse de él- lo pertrechó de lo mejor de las vanguardias artísticas, que vinieron a perfeccionar la asombrosa capacidad que ya había demostrado desde su más temprana infancia, cuando en su natal Huatusco dibujaba en la tierra con un palito, a falta de pincel y colores.
Con una vida repleta de aventuras, de grandes amores y grandes amigos, como debe ser la de un hombre cabal –Cabral- y cumplido, en muy poco tiempo, con el poderío de su obra y la maestría de sus trazos, se abrió paso en el difícil mundo del periodismo, y se hizo de un espacio propio en las revistas nacionales, especialmente en la célebre Revista de Revistas del periódico Excelsior, cuya colección completa puede considerarse un gran catálogo de la obra cabraliana.
En un mundo tan receloso y competitivo como el de los pintores, Cabral obtuvo el reconocimiento pleno de sus mayores, nada propicios al elogio y menos a la alabanza inmerecida. Siqueiros y Rivera coincidieron en destacarlo como el mejor dibujante del país, y resaltaron sus portentosas proezas artísticas al lograr unos retratos magistrales, donde la mirada penetrante del caricaturista se contenía y ablandaba con el guiño cómplice y tolerante del filósofo: sus retratos, de gran fidelidad, eran al mismo tiempo respetuosos y casi cariñosos con sus retratados, que es la misma senda generosa que sigue y continúa hoy Luis Carreño entre nosotros. Eso se agradece, porque hay algunos en el medio hoy que más que dibujantes incisivos resultan caninos
Sin embargo, hombre sencillo y ajeno a los halagos, cuando le preguntaron a él mismo quién era el mejor caricaturista del mundo, Cabral respondió rápida e indubitablemente: El Tiempo. El paso de él no a través sino sobre nosotros, y nos deja al final del camino convertidos en el residuo humorístico de lo que fuimos. Grande y dolorosa verdad la del francote huatusqueño.
Pero sin negar su genialidad individual y sus grandes méritos propios, también hay que señalar que Cabral no estaba solo en el escenario continental, pues fue una época de oro para las revistas ilustradas, que en esos tiempos procuraron alcanzar una altura artística que las convertía en auténticos objetos de arte y de lujo. El diseño editorial obtuvo niveles muy altos al que, aun contando con los avances tecnológicos actuales, muy difícilmente pueden compararse las publicaciones de hoy.
Nadie mejor en ese momento para lanzar una abarcadora mirada continental al periodismo, que el generoso Don Rafael Heliodoro Valle, a quien su estudiosa más devota y productiva, nuestra compañera la Doctora María de los Ángeles Chapa Bezanilla ha calificado justamente como “Humanista de América”, quien en un artículo titulado “Columna de Humo” publicado en el Diario de Yucatán el 17 de abril de 1956, señalaba:
“Cano para Colombia, Massaguer para Cuba, García Cabral para México, Holguín y Lavalle para el Perú, tienen que ser mencionados por los historiadores del diarismo en sus respectivos países. Captar el momento en que el hombre solemne dejó -¿dijo?- una perogrullada, sorprender esa mariposa instantánea que riega tesoros áureos en el aire de la noticia volandera, es una aptitud sólo ganada por quienes captan el matiz nuevo de las cosas, y lo entregan sobre el papel para deleite de los que cultivan el jardín milagroso de lo que pasa y se borra con la emoción del siguiente día.”[1]
¿Quién fue ese “Massaguer” que Valle parangonaba desde la isla caribeña con el poderoso Cabral mexicano?

Conrado Walter Massaguer Díaz (Cárdenas, 3 de marzo, 1889 – La Habana, 18 de octubre, 1965), fue no sólo un estricto contemporáneo de Cabral sino además su amigo muy querido y admirado. Me cuentan sus hijos que en la Casa Museo en Huatusco se conserva una curiosa “caricatura en metal”, la cual nunca he podido ver directamente, que es el símbolo de esa amistad. Ellos, acostumbrados a su presencia doméstica, la llaman cariñosa e irreverentemente como “El Tubo”, y al parecer es la única escultura realizada por el artista cubano. Además, compartieron una visión del mundo y del arte muy semejantes. Ambos desplegaron sus personajes en las mejores revistas de su tiempo y Massaguer, que fue además empresario, condición que nunca compartió el bohemio Cabral, obtuvo también el reconocimiento de celebridades mundiales. El magnífico tenor italiano Enrico Caruso lo dejó por escrito: “Massaguer es un maestro. Y lo digo como caricaturista”, pues el napolitano se preciaba de ser, y por cierto lo era, muy buen dibujante. El cáustico Don Ramón Gómez de la Serna no dudó en decir que el cubano “estaba señalado por el índice de Dios”. Y el filósofo Jorge Mañach, lo definió con un trazo de su pluma certera, como “nuestro más cabal fisonomista”. El Premier británico, Sir Winston Spencer Churchill, más parco y quizá algo molesto por su caricatura, apenas logró reconocer que era “un hábil artista”. Y es que con Churchill no había mucho que hacer, la verdad… él mismo era su mejor caricatura. En Hollywood, Massaguer fue también amigo de Walt Disney, César Romero y los Hermanos Warner.
Massaguer fue influido por artistas que también impresionaron a Cabral, como Charles Dana Gibson y James Montgomery Flagg, y publicaciones como Vanity Fair y The New Yorker; admiraban ambos a Utamaro y Hokusai, Capiello y Cassandre, pues los dos lograron posesionarse con maestría de ese difícil arte de “simplificar exagerando”, que formaron lo que hoy conocemos como un “estilo modernista”.
Alumno de Ricardo de la Torriente (La política cómica) y Leopoldo Romañach, Massaguer viajó siendo muy joven a México, y entre 1896 y 1909 recorrió el país, pero especialmente se asentó en Yucatán (1906-1909), que dejó un recuerdo imborrable en su personalidad humana y artística. Algún día habrá que hacer un estudio profundo del influjo del arte antiguo maya no sólo en la pintura de los cubanos de esa época, sino en los arquitectos de la isla que allí residieron y trabajaron. Massaguer publicó caricaturas personales en el bisemanario yucateco La Campana, en la sección “Gente de casa”, y también colaboró en La Arcadia y el Diario Yucateco. Además, en esa etapa dibujó tempranamente a Diego Rivera.
Al regresar a Cuba fundó en 1913 la magnífica revista Gráfico al mismo tiempo que con gran visión empresarial (que Cabral, más bohemio, nunca tuvo) la exitosa agencia publicitaria Mercurio. Pero es en enero de 1916 cuando lanza la histórica revista mensual Social, exquisita y lujosa, al mismo tiempo que inaugura los mejores talleres de impresión en la isla, con lo más moderno y avanzado de la tecnología norteamericana y alemana de su época, con el nombre de Talleres del Instituto de Artes Gráficas de La Habana, de honrosa memoria y honda huella en el arte insular.

Social fue el equivalente, pero aún más elegante, de la Revista de Revistas. Su éxito resultó la misma causa de su fracaso: una clase acaudalada surgida en los años de la llamada “Danza de los Millones” fueron sus clientes y los personajes que poblaron sus páginas, dedicadas precisamente a la crónica de sociedad tan en boga, pero al debilitarse con la llegada del período conocido muy gráficamente como “Las vacas flacas”, se vino abajo. La Social cubana tuvo hasta un epígono azteca en la casi homónima Sociales, pero que distó mucho de su modelo.
Autor de una obra prolífica y diversa, como Cabral, Massaguer dejó un legado de más de 28 mil caricaturas y dibujos. Pero su intensa actividad desbordó hacia otros territorios de interés, pues además de sus intereses empresariales en la publicidad comercial, fundó la revista dedicada a los niños titulada Pulgarcito, que logró mantener entre 1919 y 1921.
Sus vínculos con México fueron antiguos y sólidos: además de su estancia yucateca y sus frecuentes traslados al país, realizó durante 1926 un viaje más extenso con uno de sus jóvenes colaboradores de Social y su otra revista memorable, Carteles, el espigado y aún esbelto Alejo Carpentier, y también contrató como su representante en España al todavía joven exiliado Alfonso Reyes.
Hombre que a pesar de su snobismo sentía un hondo sentimiento patriótico y social, Massaguer no sólo integró las filas del Movimiento de Veteranos y Patriotas en Cuba (1923), sino que militó activa y generosamente en el Grupo Minorista y su Revista de Avance, el cual fue el equivalente cubano de lo que después en México se conoció como el Grupo de Los Contemporáneos.
Massaguer creó entonces en 1919 la revista Carteles, que duró hasta que la cerró en 1960, pues con la llegada de una revolución comunista no tenía ya sentido de existir.
Un tema que motivó intensamente a ambos fue el de la mujer moderna. Ya no era la lánguida fémina de los vaporosos vestidos y las amplias pamelas floridas con sus sombrillas de encajes, sino una mujer muy distinta: activa, independiente, agresiva, al mismo nivel que el hombre. Conducía coches, piloteaba aviones, fumaba en público, e iba sola a un bar a tomar unos cocteles. No ocultaba vergonzosa su belleza, sino que la exhibía orgullosa y retadora. Era lo que se ha llamado “el alegre desenfado de los locos años 20” en plena expansión.  Eran las Flappers que alternaban con los Gangsters, vestidas por Balenciaga con sugerentes chemises y maquilladas por Max Factor con espesas capas de colores llamativos, en la época de la Ley Seca y el Crack del 29, que representó como nadie la inolvidable y trágica Clara Bow. Pintores de la mujer del futuro acelerado, anticiparon las audacias de las jóvenes en minifaldas de los 60’s: eran las abuelas traviesas de Twiggy.

Gloria Maldonado Ansó, en sus palabras “Mujeres libres” para la exposición que se realizó en el Museo de Historia de Tlalpan en homenaje a Cabral en sus 50 años de fallecimiento, dice:
“En estas exquisitas ilustraciones figuran mujeres glamurosas, solas o en pareja, elegantemente ataviadas, conforme a los dictados de Gabrielle Coco Chanel, quien rompió con el prototipo anterior a la Belle Époque. Liberó así a sus congéneres del opresivo corsé con sencillos camiseros (una de cuyas variantes, el famoso vestido negro sin mangas, se volvió referente esencial de la moda): lucen peinados a la garcon, signo evidente de una recién adquirida emancipación, que se permite coquetear incluso con cierta masculinización desafiante e iconoclasta. La alegría de vivir que emanan parece surgida de los cabarets parisinos o berlineses. Estos acogen a las mujeres fatales o vampiresas que también reinan en el star system cinematográfico”.
“Las musas contemporáneas de Cabral son inteligentes, dinámicas, independientes, orgullosas, guapas, de cuerpo firme y esbelto. Igual que los hombres, acuden a sitios mundanos, fuman, beben y ejercen seguramente una sexualidad desprejuiciada. En ocasiones se desliza furtivo un anciano libidinoso tras una joven beldad”.
“Se afirma una mujer libre, fuerte, profesionista y sofisticada que niega el dominio del hombre y el sometimiento de su contraparte. Estos dibujos perfilan una transformación de valores y anuncian un nuevo ideal de mujer, que importa asimismo cánones de belleza y feminidad occidentales, los cuales a la postre podrán establecer otros paradigmas distantes y ajenos a la realidad de muchas mujeres. Sin embargo, en los albores del feminismo moderno, proclamado y celebrado con audacia y desparpajo por Ernesto García Cabral, los modelos que traza con una mano insólitamente ágil y segura incitan a una revolución en los estereotipos de género y en los roles sexuales”.
Conrado Massaguer y Walt Disney
Habrá que revisar con cuidado el archivo que amorosa y devotamente conservan sus hijos, para añadir más sustancia a esta relación de amistad y trabajo artístico, entre ambos hombres hermanados por el arte. Su maestría alcanzó niveles continentales y coincidieron muchas veces, entre otras, en las páginas de esa memorable publicación que desde Costa Rica impulsara con denuedo y tesón el meritorio Don Joaquín García Monge, el admirable Repertorio Americano.
Amigos, colegas y compañeros de bohemia, Cabral y Massaguer compartieron una relación duradera y sólida, que duró hasta la muerte del segundo en 1965, apenas tres años antes que la de su amigo, que hoy recordamos. Además, ambos realizaron un arte muy semejante, con asombrosos puntos de contacto, a lo que llegaron no por una “influencia” sino por una comunidad: fueron amigos y colegas.
Seguramente desde allá arriba, ahora ambos nos miran sonriendo irónicamente, y quizá hasta ensayan un boceto de caricatura colectiva entre las nubes del divino paraíso, con pinceles fabricados de plumas de ángeles y arcángeles, en la zona reservada para los artistas bohemios, donde nunca faltan el champán y el ajenjo, entre abundantes mojitos y margaritas, con buen ron y noble tequila, a punto de soltarnos una carcajada olímpica y celestial.


[1] Rafael Heliodoro Valle, humanista de América. Edición: María de los Ángeles Chapa Bezanilla. México, UNAM-IIB, 2008. p. 388.

Wednesday, November 14, 2018

Tras las huellas literarias de la generación del Mariel

La editorial Hypermedia lanza en la trigésimo quinta Feria del Libro de Miami su nueva Colección Mariel, que incluye títulos significativos de los autores llegados a Estados Unidos a través del puente Mariel-Miami y que dieron un giro a la literatura escrita por cubanos en este país. Esta mesa cuenta con la presencia de José Abreu Felippe, poeta, narrador, dramaturgo y crítico literario y de teatro, quien nos trae Dile adiós a la virgen, novela que narra el drama de un hombre que quiere abandonar Cuba y al que le han robado su pasaporte. El narrador, poeta, periodista y promotor cultural Luis de la Paz ofrece su colección de cuentos Del lado de la memoria. Por su parte, el narrador, poeta, ensayista y editor Rolando Morelli comparte con el público de la feria Impresiones en el viento, una colección de relatos que reflejan el difícil proceso de adaptación y asimilación de la cultura estadounidense que deben enfrentar los exiliados. Los tres creadores serán presentados por el narrador, ensayista y profesor universitario Enrique Del Risco y por el director de Hypermedia y de la colección Mariel, Ladislao Aguado. [Sunday, November 18 @ 11:45 am. Room 8503 (Building 8, 5th Floor) 300 NE Second Ave., Miami, Fl 33132 United States]


Tuesday, November 13, 2018

De PM a En un rincón del alma


Por Alejandro González Acosta, Ciudad de México

Cuando apenas circuló PM, aquel inconcebible “paisaje antes de la batalla” fraguado por Alberto (Saba) Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal, en La Habana convulsa de mediados de diciembre de 1960, nadie pensó que esos serían los tremendos 13 minutos y 18 segundos (no 15 ni 14, como aparecen en varios registros) que conmoverían, para mal, a Fidel Castro. Desde la lanchita de Regla, pasando por las guaguas, las vitrinas aún atiborradas de las tiendas habaneras, a “La Rumba del Chori” en Marianao, con el fondo musical de “Me voy pa’ La Habana”, “Mujer perjura” y el Benny Moré, con los vapores de las friterías y los humos de un bar portuario, nadie podía suponer que lo iniciado por aquel “reposo del guerrero” era la nueva filmografía documental cubana, pero que tendría una vida tan fugaz como accidentada.

No era concebible, ni justificable, ni menos aún permisible para las nuevas autoridades –léase Fidel Castro- que, en los preliminares de una gesta heroica, algún cineasta pretendiera fijar el ambiente festivo, hasta entonces gozosamente irresponsable y despreocupado de los cubanos, quienes iban a hacer su entrada en la historia al precio de vidas, sangre y sufrimientos. Estaban a punto de convertirse en héroes, sin saberlo y a la fuerza, por un designio superior e inapelable.

Nadie entonces pudo suponer tampoco que ese primer indicio del free cinema cubano, esa muestra del “surrealismo socialista” como lo calificó uno de sus padres, Orlando Jiménez Leal, iba a ocasionar semejante hecatombe: PM fue el antecedente de Fuera de juego, como éste lo fue –Congreso de Educación y Cultura mediante- de las Palabras a los intelectuales y el Affaire Padilla. Pero primero no fue el verbo sino la imagen, es decir, el cine. Al final del escandalito por el documental, su mutilación y el hermético enclaustramiento en las bóvedas secretas, el corolario fue: “Se acabó la rumba, terminó la fiesta”, justo cuando apenas comenzaba…

Poco después el cine mundial (en especial el italiano y el francés) aportaría otros filmes de escándalo para las buenas conciencias revolucionarias en la isla: desde aquella La dolce vita (1960), donde se reveló una degenerada (y muy tentadora) forma de existir de la burguesía decante, y sirvió hasta para una razzia que ni Fellini soñó; hasta Accattone (1961), que impuso, entre otras provocaciones, una forma de peinarse, para furia de los censores, convertidos a su pesar en estilistas.

Casi 60 años más tarde de aquellos polvos tormentosos, Jorge Dalton, a quien nadie puede negarle su más auténtica, intensa e íntima cubanidad por encima de muchos nacidos en la isla, viene de nuevo con la carga a degüello de sus recuerdos: después de Herido de sombras dedicado a los platterescos “Zafiros”, acude ahora con En un rincón del alma, el poderoso testimonio de una vida intensa, recogido precisamente cuando ya ésta se le estaba acabando al protagonista, Eliseo Alberto de Diego y García Marruz, o, dicho más sencillo, Lichi Diego… Lichardo,  ya con muchos alcoholes dentro.

Era casi inevitable que después de haber sido guionista de varias películas, Lichi terminara por ser no sólo de actor, sino hasta protagonista en una de ellas: es un acto de justicia poética, que Dalton hizo posible. Porque el novelista no sólo era un narrador sino un actor nato: de modo progresivo, había algo dramático en su forma de modular la voz, esa irrepetible dicción que tanto batallaba con las “erres”, y su expirante respiración asmática, que transmitían una sensación de creciente angustia en el espectador o los oyentes. El cineasta ha capturado ese espíritu con una fidelidad conmovedora, y se adivina al mismo tiempo una profunda pena al hacerlo. Es un filme por el cual su realizador no puede ocultar haber pagado un alto precio emocional al hacerlo.

En un rincón del alma es el dramático testimonio de una vida al borde de la muerte, el balance final de esa existencia que empieza con la evocación de los antepasados, pero va más allá de su círculo hogareño estricto, e incluye todos aquellos miembros de Orígenes que fueron su familia ampliada. A través de Lichi se revisa toda una etapa medular de la cultura cubana, marcada por la ruptura y el desgarramiento, causados por la política y la ideología. Nunca antes y espero que tampoco de nuevo después, la familia cubana -tradicionalmente unida aun en sus naturales diferencias- se vio tan ultrajada y dividida.

Ningún conflicto anterior en toda la historia de la isla significó tanto dolor y tanta confrontación como el que se evoca en este documental, creo que el más intenso de toda la cinematografía cubana. Además del testimonio íntimo y personal del entrevistado, Dalton ha logrado que sea además un “documental de documentales”, pues reunió un sorprendente conjunto de materiales de archivo que incluyen escenas inéditas y nunca vistas por el público: su otro mérito es la ejecución ejemplar de un testimonio no sólo estético e histórico, sino arqueológico y antropológico, de lo que ha ocurrido en Cuba en las últimas seis décadas. Especialmente violentas y crudas son las escenas del maltrato y la humillación dispensados por las fuerzas represivas, contra los “enfermitos”, los “elvispreslianos”, los “hippies”, los “afeminados”, “pájaros”, “yegüas” y “chernas” (aún faltaban muchos años para que se hablara de gays y lesbianas), que el gobierno cubano atrapó en aquellas crueles redadas callejeras, con las cuales pretendían “depurar” a la sociedad de sus “lacras”, para forjar “el hombre (y la mujer) nuevos”, de indudable e indiscutible masculinidad y feminidad combativa y revolucionaria: los engendros resultantes de aquel experimento debían ser muy machos y muy hembras y, sobre todo, muy revolucionarios, hasta la vileza y la delación.

A los cubanos contemporáneos de Lichi que sobrevivimos nuestra juventud en aquellas condiciones, nos llega especialmente adentro lo evocado en este testimonio, que no es la antítesis del “realismo socialista”, ni “realismo sucio”, sino una poética de la memoria dolorosa, por todo lo que se ve en esos 93 minutos de intensidad concentrada. Lo que queda al final en el ánimo, es el canto mortal de un cisne que nunca bailó: es una rumba fúnebre, una triste pachanga, la banda sonora de una vida marcada por el dolor de una frustración realmente generacional y nacional.

Con toda la razón y pleno conocimiento de causa, decía Baudelaire que “no se pueden levantar los ojos al cielo, cuando se tienen los pies hundidos en el fango”: este documento fílmico contrasta lo idílico de un sueño impuesto, con la misma terrible realidad que lo desmorona, a través de la relación de su testigo y protagonista. Esa evocación, que al mismo tiempo es relato puntual, balance y dolida advertencia, quedará como uno de los pasajes más conmovedores de la cultura y la historia cubana de todos los tiempos. Lo que Lichi nos deja en una hora y media de palabras e imágenes, es quizás uno de sus mejores relatos: es el mismo tiempo un poco de La fábula de José, con algo de Esther en ninguna parte y Caracol Beach, con añadidos de La eternidad comienza un lunes y mucho de Informe contra mí mismo, pero hecho cine, con una tersura sin rupturas, un fluir del recuerdo y sus inflexiones que el cineasta ha sabido captar, aprovechar y respetar.

De ese modo la pieza resulta, más que el prólogo de una crónica del recuerdo, el desencantado epílogo de una epopeya. “Nosotros, los de entonces, no somos los mismos”, porque por encima de todos pasó implacable, no sólo la vida, sino un experimento cruel que a veces nos permite cerrar resignadamente algunas conversaciones complejas con personas ajenas a nuestra experiencia en una frase inapelable: “Ya estamos de regreso del futuro”.

Dalton es de una estirpe de guerreros y trovadores; así pues, de acuerdo con su entrevistado, narra el transcurso de la anti-epopeya. El texto fue en gran parte el resultado de una honda empatía entre los dos, no sólo por su antigua amistad que es casi un vínculo familiar, sino por compartir ambos una tristeza reflexiva con densidad semejante, originada a través de experiencias distintas, pero parejamente dolorosas, pues ellos han debido pagar un costo de dolor por ese sueño frustrado.

Lejos de ser una queja vacía de sustancia, se asume la nostalgia como una forma efectiva de la resistencia, y quizá hasta como un programa de gobierno futuro en la hipotética reconstrucción de un perfil y el rescate de una memoria perdida. Un hombre triste es un valiente en potencia, que lucha con sus demonios y los domina gracias a la memoria. Lichi, como aquel “último de los mohicanos” que retrató Fenimore Cooper (una de sus lecturas preferidas de infancia), vio con tristeza cómo su mundo se le fue desdibujando y quebrando, para caer finalmente desmoronado a sus pies en un montoncito de ceniza.

Lateralmente, quizá sin proponérselo, este filme expone también otro asunto: Cuba ha sido, a pesar de su falsa imagen exteriorista de ser una tierra de permanente alegría y desenfado, un lugar que quizá por contraste con su entorno natural, ha brindado muchos personajes poseídos por la más honda melancolía, que van desde Heredia, Milanés, Martí, Casal, Borrero, Loynaz y Varona, hasta los dos Eliseos. Quizá por eso, Eliseo Alberto hizo de la tristeza y la melancolía una vocación, un destino y una purificación.

De nada servía decirle: “Lichi, esa Habana que sueñas ya no existe, se fue, se acabó, kaput, c’est fini como Caprí.” Él, amorosamente necio, se empeñaba en reconstruirla en la memoria, e insistía pararse en su balcón de Tejocotes para tratar de ver, más allá del Ajusco, aquella orilla tan distante, ceñida por un malecón espumoso… Y eso, mucho más que los riñones, lo fue acabando cada día.

En un rincón del alma creo que culmina y cierra con plena certidumbre aquel ciclo que inició, a su pesar, PM. Son el alfa y el omega de una historia que afectó muchas historias personales, y cambió una forma de sentir y entender la vida para toda una nación: el enloquecido comienzo de un sueño y el amargo desenlace final en una pesadilla. Perdurará, por tanto, debido a su esencia como severo documento histórico, pero también como entrañable testimonio de que al final de cuentas, la historia la hacen los seres humanos más simples, como sujetos sensibles, ajenos a las fechas simbólicas, las grandes metas, o los sucesos heroicos que se les imponen, y quienes prefieren asumir sus existencias decorosa y dignamente, sin buscar triunfos ni glorias, sino sólo vivir, sencilla, callada y llanamente, nunca obligados a la epopeya.

Al partir, Eliseo Diego, el padre, nos heredó “el tiempo, todo el tiempo”. Cuando se nos fue Eliseo Alberto, el hijo, nos legó “la tristeza, toda ella” para que nos entendiéramos con ella. Por eso quizá logró también asumir como pocos cubanos esa atracción tan peculiar del mexicano hacia la muerte, que es la despedida o el hasta pronto según para cada quien. No sorprende entonces que en la gran ofrenda de muertos que ahora se levanta en el corazón mismo de su también patria mexicana, alguien muy sabia y atinadamente incluyera su retrato como una de esas presencias que nos acompañan y preparan.

El regalo que debemos agradecerle eternamente a Jorge Dalton es haber arrancado, guardado, pulido y ahora compartido, esa joya engastada de recuerdos y vivencias de un ser excepcional como fue Eliseo Alberto. Es, por tanto, un monumento de amistad y admiración compartida, pero también es una gran pieza para recuperar nuestro pasado y a partir de ahí poder reconstruir un futuro. Ese obsequio es una obra de amor y, por tanto, se hizo en pareja: Susy Caula, historiadora y compañera de Dalton, aportó como productora su sensibilidad, su firmeza y su entrega más allá de toda cautela, para conseguir todo lo que resultó necesario y coronar con el éxito una empresa generosa, pero sin apoyos ni patrocinadores. 

Esa mirada postrera, estremecedoramente triste y profunda, que nos dirige Eliseo Alberto desde la pantalla en el cierre del filme, buen conocedor de que su final estaba ya muy próximo, es como un reto, una advertencia y una despedida, que se nos mete muy adentro y queda sembrada, precisamente, como esas grandes penas que producen la pérdida de los sueños, los amores y los adioses más terribles, en un rincón del alma.

Friday, November 9, 2018

Homenaje a Miembro de la AHCE en la Feria Internacional del libro de Miami

El próximo miércoles 14 de noviembre la Feria Internacional del libro de Miami presentará un programa dedicado a figuras "imprescindibles de la dramaturgia cubana" que incluirá a nuestro colega Iván Acosta. Será en, como de costumbre en el Miami Dade College, recinto del downtown. (Room 2106 (Building 2, 1st Floor) 300 NE Second Ave., Miami, Fl 33132 United States). Quedan todos invitados. Y el domingo 18 de noviembre en la propia feria Iván Acosta estará presentando su libro "With a Cuban Song in the Heart"

Wednesday, November 7, 2018

El Capitán Emilio y su flota de 100 barcos


Por Alejandro González Acosta, Ciudad de México

Emilio Cueto (La Habana, 1944) es mucho más que un ilustre abogado ya jubilado, un cumplido funcionario internacional, un productivo historiador muy aplicado, un cubano devoto de las tradiciones, y cualquier otro apelativo que le obsequiemos. Pero, sobre todo, Emilio Cueto es UNA INSTITUCIÓN. Él solito viaja, investiga, hurga, colecciona, adquiere, escribe, organiza, divulga, edita y se multiplica al infinito: es ubicuo e incansable, apasionado, voluntarioso, y en ocasiones también caprichoso y empecinado (nobody is perfect), pero siempre encantador. Porque, además, los que tenemos el gusto de conocerlo, sabemos también que es UN PERSONAJE, casi de leyenda. Es decir, que si no hubiera existido, habría que inventarlo, pero después, rápida y precavidamente, habría que destruir el molde, porque el mundo no está capacitado para contener dos o más como él.

Pero con el Emilio que ya tenemos, basta y nunca sobra: antiguo alumno de los jesuitas del Colegio de Belén, luego fue a sus 16 años uno de aquellos Niños Pedro Pan que agarraron su maletica con un poco de ropa y algunos recuerdos, y los mandaron a los Estados Unidos ante la amenaza de la pérdida de la “patria potestad” en la Cuba de Castro. Desde el día que subió a ese primer avión de los muchos que habría después en su vida, Emilio tomó una decisión: “Me sacan de Cuba, pero Cuba nunca saldrá de mí”. Toda su vida posterior ha sido la confirmación de esto, atado con fuertes yugos a su origen… Y estas “lazos” no son metafóricos, sino muy reales, como cuando amenazó encadenarse al mástil de la bandera cubana frente a las puertas de la embajada cubana ante la UNESCO en París, con escándalo de un azorado Alejo Carpentier, exigiendo que le permitieran viajar para ver su madre enferma en la isla.

Ganado está el pan, hágase el verso: 41 años después de haber realizado ese primer vuelo, Emilio sigue aferrado a la misma decisión que tomó al pisar la escalerilla que lo conduciría “a distante ribera”. Su feudo en Washington no es una casa; es un Museo insólito, la asombrosa Colección de una sola persona: su querida Emilioteca. Y yo la llamaría además su Emiliópolis, porque en sí misma es una ciudad, un cosmos personal, un planeta como el Asteroide B-612 del Pequeño Príncipe, totalmente gobernado por la órbita cubana.


La pasión, devoción, consagración, vocación y decisión de Cueto se condensan en su lema y divisa personal: “Nada cubano me es ajeno”. Y con su vida y sus obras lo ha demostrado de forma innegable.

Cueto ha invertido los frutos de toda una vida de empeñoso trabajo en varios importantes organismos internacionales, para reunir una colección diversa, ecléctica y enfebrecida, de cuanto objeto o documento cubano ha encontrado por este ancho y ajeno mundo.

Cuba es la raison d’etre de Emilio Cueto y lo ha demostrado en cada una de sus obras. Después –o al mismo tiempo- que ha juntado una imponente colección miscelánea de todo lo divino y lo humano relacionado con la isla, en sus dos departamentos fundidos en la capital norteamericana, ha ido  agasajándonos con obsequios impresos de su autoría, como han sido sus espléndidos estudios Mialhe’s Colonial Cuba (1992), Cuba in Olds Maps (1999), Ilustrating Cuba’s Flora and Fauna (2002), La Cuba Pintoresca de Frédéric Mialhe (2010), La Virgen de la Caridad del Cobre en el alma del pueblo cubano (2014), Camagüey en la Música (2015), Las litografías santiagueras del Departamento Oriental de la Isla de Cuba (2015), Cuba en USA (2018), y ahora con el delicioso libro Cien barcos en la Historia de Cuba, que acaba de sacar la prestigiosísima Ediciones Universal, del Benemérito Juan Manuel Salvat, heroico Decano de los Editores cubanos.

Cueto confiesa de entrada que su vida se ha desenvuelto entre islas: Cuba, Manhattan, la parisina Île Saint-Louis y Haití. Y él tiene muy presente esa insularidad cubana que determina y fija una psicología –desde Colón a Piñera y desde Martí a Arenas- por la cual el cubano vive, consciente o no, atento siempre de lo que le llegará o se marchará por el mar: es un país fatalmente abierto al océano, para bien o para mal. Pero ante esa circunstancia, el barco resulta también la posibilidad material de la llegada y la salida, tanto de ingreso como de huida al mismo tiempo. Es, pues, una noción de latente culpabilidad, pues lo mismo nos trae también nos aleja de la tierra.

Cueto se asume como marinero en tierra e intenta la aventura náutica de narrar la historia cubana a través de los barcos (a semejanza de Martí quien quiso hacer la historia del hombre a través de sus casas),y así van desfilando –navegando- en su relato, desde las piraguas y canoas de los arahuacos originales (devenidos luego en taínos, siboneyes y guanajatabeyes, según la antigua denominación), pasando por Colón y sus compañeros (con sus dos carabelas y una nao), siguiendo con Ocampo, Ojeda, Velázquez, Cortés y otros tantos fundadores, el bote de los Tres Juanes con la Cachita rescatada de las aguas, luego por los repletos barcos negreros, los panzudos galeones de la Gran Flota de Indias, los veloces bergantines de los piratas, corsarios filibusteros y bucaneros, las poderosas fragatas de la flota inglesa de Albemarle, Eliott y Pocock, y a continuación los vapores de las expediciones independentistas y sus dispersos desembarcos con distinta fortuna, más tarde con el acorazado Maine y su accidente trascendental, luego los barcos de pasajeros con los migrantes españoles y de otros lugares, y los valientes pero endebles barcos del almirante Cervera, el yate Granma, las balsas, los camiones flotadores, esas insólitas góndolas del estrecho floridano, los remolcadores, los atuneros, las llantas, las tablas… 


Siempre en la historia de Cuba ha habido un barco o algo flotante parecido. La historia que nos obsequia Cueto es simpática y divertida a veces, como aquellas estampas criollas que nos legaron Álvaro de la Iglesia y Eladio Secades, y otras son muy tristes y penosas. Hay de todo, en esta botica marina de Cueto: troncos flotantes, piraguas, canoas, carabelas, naos, fragatas, galeras, galeones, corbetas, fragatas, cañoneras, acorazados, cargueros, portaviones, pesqueros, arrastreros, lanchas y yates, cruceros y transatlánticos, veleros a viento, barcos a vapor, movidos con carbón o petróleo… Interminable sucesión de embarcaciones, todas ellas versiones y herederas de aquella primera nave salvadora, el arca de Noé. Si como cantó el antiguo poeta castellano, “la vida son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir…” entonces los seres humanos serían nadadores o barcos, ahogados o náufragos sobrevivientes.

Cueto ha realizado una paciente recopilación de datos y seleccionado aquellas embarcaciones que le parecieron más significativas. Hay que decir que no están todas las embarcaciones (le faltan algunas muy importantes), pero con las que están el lector curioso puede hacerse una idea inicial documentada de ese vínculo permanente e inevitable de Cuba y los cubanos con el mar, y esa obra del ingenio y la industria humana que le permite asumirlo y sortearlo, único camino posible hasta la introducción de la aviación.

El cubano añora y ama el mar, pero también lo teme: él es la respuesta, no siempre agradable, a todas las preguntas. Regresando a la idea inicial del barco como noción de una culpa, hace muchos años, un amigo muy querido y admirado que aún vive en La Habana, entonces residía frente al Malecón con una espléndida vista desde su terraza; desde allí alcanzó a verme sentado una noche sobre ese muro kilométrico que es la cama, pero también el diván freudiano más extenso del mundo, melancólicamente “cabiztivo y pensibajo”. Solidario, bajó a saludarme y se interesó por saber la razón de mi mal oculta tristeza, y preguntó si me sentía culpable de algo… Le respondí que no, que era inocente de cualquier cargo, y me obsequió entonces lo que creo es su mejor poema en un solo verso, contundente, demoledor, rotundo e innegable: Nadie es inocente frente al mar… Hoy esa frase está grabada en una lápida vidriada que mira al Océano Pacífico desde el acantilado más alto de Acapulco, en un mirador concebido para recibir y agasajar a los amigos, bautizado con un neonahuatlismo: “Apapachitlán”.

Es cierto, el mar nos enfrenta con nosotros mismos, a nuestros goces y culpas, nuestro pasado y nuestro futuro, pero anula el presente. Nos exhibe nuestra propia pequeñez y nos demuestra la vanidad de la ambición.

Cueto entendió esto perfectamente y por eso se aplicó a reunir cuanto barco tuviera relación con la historia cubana con una admirable entrega y vocación de amor, porque quienes lo conocen reconocen que Cueto puede ser polémico, pero siempre auténtico. Se le podrán cuestionar muchas cosas, menos ese amor de campeonato por Cuba que ostenta como un estandarte sonoro y multicolor.

Desde un barco vio José María Heredia en la distancia la silueta de un monte que se alzaba en la línea del horizonte, y después de celebrar el sol reinante, las olas serenas y reconocer el triunfo de la proa sobre el mar, suspiró: “Es el Pan…

Quizá por ahí mismo embarcó después la intensa Tula, y se quejó de “la chusma diligente” que la impulsaba “al partir” … Bonifacio vio desde un barco a lo lejos una bandera que lo entristeció… El mar siempre está enlazado con la emoción cubana, aunque alguien, quizá como en broma, hablara de “la maldita circunstancia” de estar rodeados por él…

El mar comienza –o termina- en la costa y en ella se abren las playas, la porción doméstica del océano. Un gran nadador e intenso gozador de las playas, un furibundo buceador erótico como Reinaldo Arenas, concibió en sus desvelos la imagen y anuncio de una Cuba al garete como un barco sin rumbo, devorado por sus propios tripulantes, una nueva Nave de los Locos, una Isla de San Borondón desnorteada, dueña de todos los mares, en una visión tan escalofriante que ni por fantástica puede negar que cada día me parece más próxima a la realidad.

Este libro de Cueto es también un salvavidas: es un barquito de papel –“amigo fiel”- flotando en el estanque, con mucho de la infancia; es el avistamiento de los barcos desde la playita pública de El Vedado, es el primer beso en el Malecón por el rumbo de La Punta, es el sexo insaciable y sorprendido en la tibia marea de Bocaciega … Es todo eso y más. Es una historia de Cuba muy personal a través de 100 embarcaciones –“qué de barcos, qué de barcos”- con una sorprendente cantidad de información reunida en sus 536 páginas.

Poetas y músicos han tenido que ver con el mar, desde aquel son para niños “por el mar de las Antillas anda un barco de papel”, como dijo el gran Nicolás Guillén, hasta la juguetona canción de advertencia para adolescentes imprudentes, con el consejo de “no te bañes en el malecón, porque en el agua hay un tiburón” …

Cueto no agota todos los barcos en su lista. Faltan más y cada quien irá completando la lista con sus recuerdos y sentimientos. Esa isla, salida y meta, partida y regreso, sigue siendo como aquella Nave los locos que algunos comparan con un Titanic insumergible.

Este libro es también, como un colofón marinero, con su centenar de barcos, el anuncio de esa flota de mil navíos que algún día volverá a la isla para un abrazo final, la armada invencible del regreso, “ya sin lestrigones, ni cíclopes, ni el colérico Poseidón”, con la huella de tantos senderos en las cansadas plantas de los pies, y allí terminar el viaje en lo que quede de ella: será el retorno de todos los Ulises y las Penélopes a la eterna Ítaca que cantó Kavafis, aunque “no tenga nada que darte”, pues todo lo entregó para tu viaje, y “si la encuentras pobre, Ítaca no te ha engañado. Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia, entenderás finalmente qué significan las Ítacas”.

Friday, November 2, 2018

Nuevo galardón para un integrante de nuestra academia


El pasado 31 de octubre de 2018 el Honorable Consejo de la Crónica de la Ciudad de México celebró la entrada en el consejo de seis nuevos ingresos entre los que se encontraba el integrante de nuestra Academia el doctor Alejandro González Acosta. Los otros nuevos ingresos fueron Laura Bosques, Luis Maldonado Venegas, Luis Barrera Flores, Francisco Javier Pizarro Gómez y Lorenzo Rafael Gómez de Bustamante. A los seis se les entregó una Venera-Condecoración diseñada y realizada por el gran Maestro Escultor, Orfebre y Medallista Don Lorenzo Rafael Gómez de Bustamante y Cox. En el anverso figura Don Francisco Cervantes de Salazar, Primer Cronista de la Imperial, Muy Noble y Muy Leal Ciudad de México y en el reverso aparece Don Guillermo Tovar de Teresa, Cronista Emérito y Fundador del Consejo.
Alejandro González Acosta, al centro al recibir la medalla

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En el acto, celebrado en el Salón Morelos de la Casa de Cultura “Jesús Reyes Heroles”, Coyoacán, Ciudad de México, hicieron uso de la palabra el Ing. Don Luis Everaert Dubernard, Decano del Consejo de la Crónica (95 años) y Cronista de Coyoacán, el Doctor Luis Maldonado Venegas, Presidente de la Academia Nacional de Historia y Geografía, de la Benemérita Sociedad de Geografía y Estadística y de la Legión de Honor de México y el Dr. Román Sánchez Fernández, Presidente del Consejo de la Crónica de la Ciudad de México. Este último expresó:

Honrar, honra, dijo José Martí. Y ello también obliga, por la misma nobleza del sentimiento. Este Consejo, hoy fortalecido y enriquecido con nuevos miembros, renueva su compromiso y lo multiplica, en alianza generosa con otras fuerzas sociales comprometidas con propósitos y fines equivalentes. Largo y fructífero ha sido el camino hasta hoy, pero ahora no se detiene sino continúa su andar, con bríos renovados y nuevos ángeles custodios para sus empresas. Esto hicimos, esto pudimos, esto valemos. Y su caminar no se detendrá, pues la ciudad que lo anima sigue viva, pujante y animosa, labrando su destino y al mismo tiempo custodiando su pasado glorioso sin desmayo ni pausa.
La Academia de la Historia de Cuba en el Exilio se regocija y felicita a Alejandro González Acosta por este nuevo honor reibido en su fructífera carrera.