Wednesday, November 7, 2018

El Capitán Emilio y su flota de 100 barcos


Por Alejandro González Acosta, Ciudad de México

Emilio Cueto (La Habana, 1944) es mucho más que un ilustre abogado ya jubilado, un cumplido funcionario internacional, un productivo historiador muy aplicado, un cubano devoto de las tradiciones, y cualquier otro apelativo que le obsequiemos. Pero, sobre todo, Emilio Cueto es UNA INSTITUCIÓN. Él solito viaja, investiga, hurga, colecciona, adquiere, escribe, organiza, divulga, edita y se multiplica al infinito: es ubicuo e incansable, apasionado, voluntarioso, y en ocasiones también caprichoso y empecinado (nobody is perfect), pero siempre encantador. Porque, además, los que tenemos el gusto de conocerlo, sabemos también que es UN PERSONAJE, casi de leyenda. Es decir, que si no hubiera existido, habría que inventarlo, pero después, rápida y precavidamente, habría que destruir el molde, porque el mundo no está capacitado para contener dos o más como él.

Pero con el Emilio que ya tenemos, basta y nunca sobra: antiguo alumno de los jesuitas del Colegio de Belén, luego fue a sus 16 años uno de aquellos Niños Pedro Pan que agarraron su maletica con un poco de ropa y algunos recuerdos, y los mandaron a los Estados Unidos ante la amenaza de la pérdida de la “patria potestad” en la Cuba de Castro. Desde el día que subió a ese primer avión de los muchos que habría después en su vida, Emilio tomó una decisión: “Me sacan de Cuba, pero Cuba nunca saldrá de mí”. Toda su vida posterior ha sido la confirmación de esto, atado con fuertes yugos a su origen… Y estas “lazos” no son metafóricos, sino muy reales, como cuando amenazó encadenarse al mástil de la bandera cubana frente a las puertas de la embajada cubana ante la UNESCO en París, con escándalo de un azorado Alejo Carpentier, exigiendo que le permitieran viajar para ver su madre enferma en la isla.

Ganado está el pan, hágase el verso: 41 años después de haber realizado ese primer vuelo, Emilio sigue aferrado a la misma decisión que tomó al pisar la escalerilla que lo conduciría “a distante ribera”. Su feudo en Washington no es una casa; es un Museo insólito, la asombrosa Colección de una sola persona: su querida Emilioteca. Y yo la llamaría además su Emiliópolis, porque en sí misma es una ciudad, un cosmos personal, un planeta como el Asteroide B-612 del Pequeño Príncipe, totalmente gobernado por la órbita cubana.


La pasión, devoción, consagración, vocación y decisión de Cueto se condensan en su lema y divisa personal: “Nada cubano me es ajeno”. Y con su vida y sus obras lo ha demostrado de forma innegable.

Cueto ha invertido los frutos de toda una vida de empeñoso trabajo en varios importantes organismos internacionales, para reunir una colección diversa, ecléctica y enfebrecida, de cuanto objeto o documento cubano ha encontrado por este ancho y ajeno mundo.

Cuba es la raison d’etre de Emilio Cueto y lo ha demostrado en cada una de sus obras. Después –o al mismo tiempo- que ha juntado una imponente colección miscelánea de todo lo divino y lo humano relacionado con la isla, en sus dos departamentos fundidos en la capital norteamericana, ha ido  agasajándonos con obsequios impresos de su autoría, como han sido sus espléndidos estudios Mialhe’s Colonial Cuba (1992), Cuba in Olds Maps (1999), Ilustrating Cuba’s Flora and Fauna (2002), La Cuba Pintoresca de Frédéric Mialhe (2010), La Virgen de la Caridad del Cobre en el alma del pueblo cubano (2014), Camagüey en la Música (2015), Las litografías santiagueras del Departamento Oriental de la Isla de Cuba (2015), Cuba en USA (2018), y ahora con el delicioso libro Cien barcos en la Historia de Cuba, que acaba de sacar la prestigiosísima Ediciones Universal, del Benemérito Juan Manuel Salvat, heroico Decano de los Editores cubanos.

Cueto confiesa de entrada que su vida se ha desenvuelto entre islas: Cuba, Manhattan, la parisina Île Saint-Louis y Haití. Y él tiene muy presente esa insularidad cubana que determina y fija una psicología –desde Colón a Piñera y desde Martí a Arenas- por la cual el cubano vive, consciente o no, atento siempre de lo que le llegará o se marchará por el mar: es un país fatalmente abierto al océano, para bien o para mal. Pero ante esa circunstancia, el barco resulta también la posibilidad material de la llegada y la salida, tanto de ingreso como de huida al mismo tiempo. Es, pues, una noción de latente culpabilidad, pues lo mismo nos trae también nos aleja de la tierra.

Cueto se asume como marinero en tierra e intenta la aventura náutica de narrar la historia cubana a través de los barcos (a semejanza de Martí quien quiso hacer la historia del hombre a través de sus casas),y así van desfilando –navegando- en su relato, desde las piraguas y canoas de los arahuacos originales (devenidos luego en taínos, siboneyes y guanajatabeyes, según la antigua denominación), pasando por Colón y sus compañeros (con sus dos carabelas y una nao), siguiendo con Ocampo, Ojeda, Velázquez, Cortés y otros tantos fundadores, el bote de los Tres Juanes con la Cachita rescatada de las aguas, luego por los repletos barcos negreros, los panzudos galeones de la Gran Flota de Indias, los veloces bergantines de los piratas, corsarios filibusteros y bucaneros, las poderosas fragatas de la flota inglesa de Albemarle, Eliott y Pocock, y a continuación los vapores de las expediciones independentistas y sus dispersos desembarcos con distinta fortuna, más tarde con el acorazado Maine y su accidente trascendental, luego los barcos de pasajeros con los migrantes españoles y de otros lugares, y los valientes pero endebles barcos del almirante Cervera, el yate Granma, las balsas, los camiones flotadores, esas insólitas góndolas del estrecho floridano, los remolcadores, los atuneros, las llantas, las tablas… 


Siempre en la historia de Cuba ha habido un barco o algo flotante parecido. La historia que nos obsequia Cueto es simpática y divertida a veces, como aquellas estampas criollas que nos legaron Álvaro de la Iglesia y Eladio Secades, y otras son muy tristes y penosas. Hay de todo, en esta botica marina de Cueto: troncos flotantes, piraguas, canoas, carabelas, naos, fragatas, galeras, galeones, corbetas, fragatas, cañoneras, acorazados, cargueros, portaviones, pesqueros, arrastreros, lanchas y yates, cruceros y transatlánticos, veleros a viento, barcos a vapor, movidos con carbón o petróleo… Interminable sucesión de embarcaciones, todas ellas versiones y herederas de aquella primera nave salvadora, el arca de Noé. Si como cantó el antiguo poeta castellano, “la vida son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir…” entonces los seres humanos serían nadadores o barcos, ahogados o náufragos sobrevivientes.

Cueto ha realizado una paciente recopilación de datos y seleccionado aquellas embarcaciones que le parecieron más significativas. Hay que decir que no están todas las embarcaciones (le faltan algunas muy importantes), pero con las que están el lector curioso puede hacerse una idea inicial documentada de ese vínculo permanente e inevitable de Cuba y los cubanos con el mar, y esa obra del ingenio y la industria humana que le permite asumirlo y sortearlo, único camino posible hasta la introducción de la aviación.

El cubano añora y ama el mar, pero también lo teme: él es la respuesta, no siempre agradable, a todas las preguntas. Regresando a la idea inicial del barco como noción de una culpa, hace muchos años, un amigo muy querido y admirado que aún vive en La Habana, entonces residía frente al Malecón con una espléndida vista desde su terraza; desde allí alcanzó a verme sentado una noche sobre ese muro kilométrico que es la cama, pero también el diván freudiano más extenso del mundo, melancólicamente “cabiztivo y pensibajo”. Solidario, bajó a saludarme y se interesó por saber la razón de mi mal oculta tristeza, y preguntó si me sentía culpable de algo… Le respondí que no, que era inocente de cualquier cargo, y me obsequió entonces lo que creo es su mejor poema en un solo verso, contundente, demoledor, rotundo e innegable: Nadie es inocente frente al mar… Hoy esa frase está grabada en una lápida vidriada que mira al Océano Pacífico desde el acantilado más alto de Acapulco, en un mirador concebido para recibir y agasajar a los amigos, bautizado con un neonahuatlismo: “Apapachitlán”.

Es cierto, el mar nos enfrenta con nosotros mismos, a nuestros goces y culpas, nuestro pasado y nuestro futuro, pero anula el presente. Nos exhibe nuestra propia pequeñez y nos demuestra la vanidad de la ambición.

Cueto entendió esto perfectamente y por eso se aplicó a reunir cuanto barco tuviera relación con la historia cubana con una admirable entrega y vocación de amor, porque quienes lo conocen reconocen que Cueto puede ser polémico, pero siempre auténtico. Se le podrán cuestionar muchas cosas, menos ese amor de campeonato por Cuba que ostenta como un estandarte sonoro y multicolor.

Desde un barco vio José María Heredia en la distancia la silueta de un monte que se alzaba en la línea del horizonte, y después de celebrar el sol reinante, las olas serenas y reconocer el triunfo de la proa sobre el mar, suspiró: “Es el Pan…

Quizá por ahí mismo embarcó después la intensa Tula, y se quejó de “la chusma diligente” que la impulsaba “al partir” … Bonifacio vio desde un barco a lo lejos una bandera que lo entristeció… El mar siempre está enlazado con la emoción cubana, aunque alguien, quizá como en broma, hablara de “la maldita circunstancia” de estar rodeados por él…

El mar comienza –o termina- en la costa y en ella se abren las playas, la porción doméstica del océano. Un gran nadador e intenso gozador de las playas, un furibundo buceador erótico como Reinaldo Arenas, concibió en sus desvelos la imagen y anuncio de una Cuba al garete como un barco sin rumbo, devorado por sus propios tripulantes, una nueva Nave de los Locos, una Isla de San Borondón desnorteada, dueña de todos los mares, en una visión tan escalofriante que ni por fantástica puede negar que cada día me parece más próxima a la realidad.

Este libro de Cueto es también un salvavidas: es un barquito de papel –“amigo fiel”- flotando en el estanque, con mucho de la infancia; es el avistamiento de los barcos desde la playita pública de El Vedado, es el primer beso en el Malecón por el rumbo de La Punta, es el sexo insaciable y sorprendido en la tibia marea de Bocaciega … Es todo eso y más. Es una historia de Cuba muy personal a través de 100 embarcaciones –“qué de barcos, qué de barcos”- con una sorprendente cantidad de información reunida en sus 536 páginas.

Poetas y músicos han tenido que ver con el mar, desde aquel son para niños “por el mar de las Antillas anda un barco de papel”, como dijo el gran Nicolás Guillén, hasta la juguetona canción de advertencia para adolescentes imprudentes, con el consejo de “no te bañes en el malecón, porque en el agua hay un tiburón” …

Cueto no agota todos los barcos en su lista. Faltan más y cada quien irá completando la lista con sus recuerdos y sentimientos. Esa isla, salida y meta, partida y regreso, sigue siendo como aquella Nave los locos que algunos comparan con un Titanic insumergible.

Este libro es también, como un colofón marinero, con su centenar de barcos, el anuncio de esa flota de mil navíos que algún día volverá a la isla para un abrazo final, la armada invencible del regreso, “ya sin lestrigones, ni cíclopes, ni el colérico Poseidón”, con la huella de tantos senderos en las cansadas plantas de los pies, y allí terminar el viaje en lo que quede de ella: será el retorno de todos los Ulises y las Penélopes a la eterna Ítaca que cantó Kavafis, aunque “no tenga nada que darte”, pues todo lo entregó para tu viaje, y “si la encuentras pobre, Ítaca no te ha engañado. Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia, entenderás finalmente qué significan las Ítacas”.

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