Por Alejandro
González Acosta, Ciudad de México
Cuando apenas circuló PM, aquel inconcebible “paisaje antes de la batalla” fraguado por
Alberto (Saba) Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal, en La Habana convulsa de
mediados de diciembre de 1960, nadie pensó que esos serían los tremendos 13
minutos y 18 segundos (no 15 ni 14, como aparecen en varios registros) que conmoverían,
para mal, a Fidel Castro. Desde la lanchita de Regla, pasando por las guaguas,
las vitrinas aún atiborradas de las tiendas habaneras, a “La Rumba del Chori”
en Marianao, con el fondo musical de “Me voy pa’ La Habana”, “Mujer perjura” y
el Benny Moré, con los vapores de las friterías y los humos de un bar
portuario, nadie podía suponer que lo iniciado por aquel “reposo del guerrero”
era la nueva filmografía documental cubana, pero que tendría una vida tan fugaz
como accidentada.
No era concebible, ni justificable, ni
menos aún permisible para las nuevas autoridades –léase Fidel Castro- que, en
los preliminares de una gesta heroica, algún cineasta pretendiera fijar el
ambiente festivo, hasta entonces gozosamente irresponsable y despreocupado de
los cubanos, quienes iban a hacer su entrada en la historia al precio de vidas,
sangre y sufrimientos. Estaban a punto de convertirse en héroes, sin saberlo y
a la fuerza, por un designio superior e inapelable.
Nadie entonces pudo suponer tampoco que ese
primer indicio del free cinema cubano,
esa muestra del “surrealismo socialista” como lo calificó uno de sus padres, Orlando
Jiménez Leal, iba a ocasionar semejante hecatombe: PM fue el antecedente de Fuera
de juego, como éste lo fue –Congreso de Educación y Cultura mediante- de las
Palabras a los intelectuales y el Affaire Padilla. Pero primero no fue el
verbo sino la imagen, es decir, el cine. Al final del escandalito por el
documental, su mutilación y el hermético enclaustramiento en las bóvedas secretas,
el corolario fue: “Se acabó la rumba, terminó la fiesta”, justo cuando apenas
comenzaba…
Poco después el cine mundial (en especial
el italiano y el francés) aportaría otros filmes de escándalo para las buenas conciencias revolucionarias en la
isla: desde aquella La dolce vita
(1960), donde se reveló una degenerada (y muy tentadora) forma de existir de la
burguesía decante, y sirvió hasta para una razzia
que ni Fellini soñó; hasta Accattone (1961),
que impuso, entre otras provocaciones, una forma de peinarse, para furia de los
censores, convertidos a su pesar en estilistas.
Casi 60 años más tarde de aquellos polvos
tormentosos, Jorge Dalton, a quien nadie puede negarle su más auténtica, intensa
e íntima cubanidad por encima de muchos nacidos en la isla, viene de nuevo con
la carga a degüello de sus recuerdos: después de Herido de sombras dedicado a los platterescos “Zafiros”, acude ahora con En un rincón del alma, el poderoso testimonio de una vida intensa, recogido
precisamente cuando ya ésta se le estaba acabando al protagonista, Eliseo
Alberto de Diego y García Marruz, o, dicho más sencillo, Lichi Diego… Lichardo, ya con muchos alcoholes dentro.
Era casi inevitable que después de haber
sido guionista de varias películas, Lichi terminara por ser no sólo de actor,
sino hasta protagonista en una de ellas: es un acto de justicia poética, que
Dalton hizo posible. Porque el novelista no sólo era un narrador sino un actor
nato: de modo progresivo, había algo dramático en su forma de modular la voz,
esa irrepetible dicción que tanto batallaba con las “erres”, y su expirante
respiración asmática, que transmitían una sensación de creciente angustia en el
espectador o los oyentes. El cineasta ha capturado ese espíritu con una
fidelidad conmovedora, y se adivina al mismo tiempo una profunda pena al
hacerlo. Es un filme por el cual su realizador no puede ocultar haber pagado un
alto precio emocional al hacerlo.
En un
rincón del alma es el dramático testimonio de una vida
al borde de la muerte, el balance final de esa existencia que empieza con la
evocación de los antepasados, pero va más allá de su círculo hogareño estricto,
e incluye todos aquellos miembros de Orígenes
que fueron su familia ampliada. A través de Lichi se revisa toda una etapa medular
de la cultura cubana, marcada por la ruptura y el desgarramiento, causados por
la política y la ideología. Nunca antes y espero que tampoco de nuevo después,
la familia cubana -tradicionalmente unida aun en sus naturales diferencias- se
vio tan ultrajada y dividida.
Ningún conflicto anterior en toda la
historia de la isla significó tanto dolor y tanta confrontación como el que se
evoca en este documental, creo que el más intenso de toda la cinematografía cubana.
Además del testimonio íntimo y personal del entrevistado, Dalton ha logrado que
sea además un “documental de documentales”, pues reunió un sorprendente
conjunto de materiales de archivo que incluyen escenas inéditas y nunca vistas
por el público: su otro mérito es la ejecución ejemplar de un testimonio no
sólo estético e histórico, sino arqueológico y antropológico, de lo que ha
ocurrido en Cuba en las últimas seis décadas. Especialmente violentas y crudas
son las escenas del maltrato y la humillación dispensados por las fuerzas
represivas, contra los “enfermitos”, los “elvispreslianos”, los “hippies”, los
“afeminados”, “pájaros”, “yegüas” y “chernas” (aún faltaban muchos años para
que se hablara de gays y lesbianas), que el gobierno cubano atrapó en aquellas
crueles redadas callejeras, con las cuales pretendían “depurar” a la sociedad
de sus “lacras”, para forjar “el hombre (y la mujer) nuevos”, de indudable e
indiscutible masculinidad y feminidad combativa y revolucionaria: los engendros
resultantes de aquel experimento debían ser muy
machos y muy hembras y, sobre todo, muy
revolucionarios, hasta la vileza y la delación.
A los cubanos contemporáneos de Lichi que
sobrevivimos nuestra juventud en aquellas condiciones, nos llega especialmente
adentro lo evocado en este testimonio, que no es la antítesis del “realismo
socialista”, ni “realismo sucio”, sino una poética
de la memoria dolorosa, por todo lo que se ve en esos 93 minutos de
intensidad concentrada. Lo que queda al final en el ánimo, es el canto mortal
de un cisne que nunca bailó: es una rumba fúnebre, una triste pachanga, la
banda sonora de una vida marcada por el dolor de una frustración realmente
generacional y nacional.
Con toda la razón y pleno conocimiento de
causa, decía Baudelaire que “no se pueden levantar los ojos al cielo, cuando se
tienen los pies hundidos en el fango”: este documento fílmico contrasta lo
idílico de un sueño impuesto, con la misma terrible realidad que lo desmorona,
a través de la relación de su testigo y protagonista. Esa evocación, que al
mismo tiempo es relato puntual, balance y dolida advertencia, quedará como uno
de los pasajes más conmovedores de la cultura y la historia cubana de todos los
tiempos. Lo que Lichi nos deja en una hora y media de palabras e imágenes, es quizás
uno de sus mejores relatos: es el mismo tiempo un poco de La fábula de José, con algo de Esther
en ninguna parte y Caracol Beach,
con añadidos de La eternidad comienza un
lunes y mucho de Informe contra mí
mismo, pero hecho cine, con una tersura sin rupturas, un fluir del recuerdo
y sus inflexiones que el cineasta ha sabido captar, aprovechar y respetar.
De ese modo la pieza resulta, más que el
prólogo de una crónica del recuerdo, el desencantado epílogo de una epopeya.
“Nosotros, los de entonces, no somos los mismos”, porque por encima de todos
pasó implacable, no sólo la vida, sino un experimento cruel que a veces nos
permite cerrar resignadamente algunas conversaciones complejas con personas
ajenas a nuestra experiencia en una frase inapelable: “Ya estamos de regreso
del futuro”.
Dalton es de una estirpe de guerreros y trovadores;
así pues, de acuerdo con su entrevistado, narra el transcurso de la
anti-epopeya. El texto fue en gran parte el resultado de una honda empatía
entre los dos, no sólo por su antigua amistad que es casi un vínculo familiar,
sino por compartir ambos una tristeza reflexiva con densidad semejante,
originada a través de experiencias distintas, pero parejamente dolorosas, pues ellos
han debido pagar un costo de dolor por ese sueño frustrado.
Lejos de ser una queja vacía de sustancia,
se asume la nostalgia como una forma efectiva de la resistencia, y quizá hasta
como un programa de gobierno futuro en la hipotética reconstrucción de un
perfil y el rescate de una memoria perdida. Un hombre triste es un valiente en
potencia, que lucha con sus demonios y los domina gracias a la memoria. Lichi,
como aquel “último de los mohicanos” que retrató Fenimore Cooper (una de sus
lecturas preferidas de infancia), vio con tristeza cómo su mundo se le fue
desdibujando y quebrando, para caer finalmente desmoronado a sus pies en un
montoncito de ceniza.
Lateralmente, quizá sin proponérselo, este
filme expone también otro asunto: Cuba ha sido, a pesar de su falsa imagen
exteriorista de ser una tierra de permanente alegría y desenfado, un lugar que
quizá por contraste con su entorno natural, ha brindado muchos personajes
poseídos por la más honda melancolía, que van desde Heredia, Milanés, Martí,
Casal, Borrero, Loynaz y Varona, hasta los dos Eliseos. Quizá por eso, Eliseo
Alberto hizo de la tristeza y la melancolía una vocación, un destino y una
purificación.
De nada servía decirle: “Lichi, esa Habana
que sueñas ya no existe, se fue, se acabó, kaput,
c’est fini como Caprí.” Él, amorosamente
necio, se empeñaba en reconstruirla en la memoria, e insistía pararse en su balcón
de Tejocotes para tratar de ver, más allá del Ajusco, aquella orilla tan
distante, ceñida por un malecón espumoso… Y eso, mucho más que los riñones, lo
fue acabando cada día.
En un
rincón del alma creo que culmina y cierra con plena
certidumbre aquel ciclo que inició, a su pesar, PM. Son el alfa y el omega de una historia que afectó muchas
historias personales, y cambió una forma de sentir y entender la vida para toda
una nación: el enloquecido comienzo de un sueño y el amargo desenlace final en
una pesadilla. Perdurará, por tanto, debido a su esencia como severo documento
histórico, pero también como entrañable testimonio de que al final de cuentas,
la historia la hacen los seres humanos más simples, como sujetos sensibles,
ajenos a las fechas simbólicas, las grandes metas, o los sucesos heroicos que
se les imponen, y quienes prefieren asumir sus existencias decorosa y
dignamente, sin buscar triunfos ni glorias, sino sólo vivir, sencilla, callada
y llanamente, nunca obligados a la epopeya.
Al partir, Eliseo Diego, el padre, nos
heredó “el tiempo, todo el tiempo”. Cuando se nos fue Eliseo Alberto, el hijo,
nos legó “la tristeza, toda ella” para que nos entendiéramos con ella. Por eso
quizá logró también asumir como pocos cubanos esa atracción tan peculiar del
mexicano hacia la muerte, que es la despedida o el hasta pronto según para cada
quien. No sorprende entonces que en la gran ofrenda
de muertos que ahora se levanta en el corazón mismo de su también patria
mexicana, alguien muy sabia y atinadamente incluyera su retrato como una de
esas presencias que nos acompañan y preparan.
El regalo que debemos agradecerle
eternamente a Jorge Dalton es haber arrancado, guardado, pulido y ahora
compartido, esa joya engastada de recuerdos y vivencias de un ser excepcional
como fue Eliseo Alberto. Es, por tanto, un monumento de amistad y admiración
compartida, pero también es una gran pieza para recuperar nuestro pasado y a
partir de ahí poder reconstruir un futuro. Ese obsequio es una obra de amor y,
por tanto, se hizo en pareja: Susy Caula, historiadora y compañera de Dalton,
aportó como productora su sensibilidad, su firmeza y su entrega más allá de
toda cautela, para conseguir todo lo que resultó necesario y coronar con el
éxito una empresa generosa, pero sin apoyos ni patrocinadores.
Esa mirada postrera, estremecedoramente
triste y profunda, que nos dirige Eliseo Alberto desde la pantalla en el cierre
del filme, buen conocedor de que su final estaba ya muy próximo, es como un
reto, una advertencia y una despedida, que se nos mete muy adentro y queda
sembrada, precisamente, como esas grandes penas que producen la pérdida de los
sueños, los amores y los adioses más terribles, en un rincón del alma.
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