Thursday, September 21, 2017

SALVADOR LARRÚA Y LAS RUTAS HISTÓRICAS DE LA FLORIDA*

Por Eduardo Lolo

Hurgar en el tiempo y revelar lo olvidado u oculto requiere capacidad intelectual, paciencia, focalización y hasta una pizca de buena suerte a la hora de sumergirse en viejos archivos de folios carcomidos de tiempo. Dar a conocer lo descubierto de una forma seria y amena al mismo tiempo que cautive por igual a eruditos y lectores no especializados, demanda un cuarto elemento tan determinante como los anteriormente señalados: vocación literaria apareada al talento. La conjunción de todo ello se manifiesta de una primera lectura de Don Pedro Menéndez de Avilés: el Adelantado de la Florida, del Dr. Salvador Larrúa-Guedes.
         La dedicación de Larrúa a la historia floridana no es nada nuevo. Sus estudios se centran, fundamentalmente, en la raíz hispana del actual estado norteamericano; raíces llenas de heroísmo, sueños de aventureros, misiones místicas, choques ‒la mar de las veces sangrientos‒ de civilizaciones disímiles y la visión adelantada de unos hombres de tenacidad a toda prueba. Por esa dedicación a desempolvar exitosamente el génesis hispano de la Florida es que el autor ha recibido importantes reconocimientos de la propia España tales como la Cruz Oficial de la Real Orden de Isabel la Católica, la Cruz de Caballero de Justicia del Capítulo de Fernando VI, el grado de Comendador de Número de la Imperial Orden Hispánica de Carlos VI, etc. De ahí que no sorprenda que el libro que comentamos haya sido publicado por el Centro de Documentación Histórica de la Florida Colonial.
         Don Pedro Menéndez de Avilés: el Adelantado de la Florida consta de 15 capítulos y 7 anexos. Es una biografía que se nutre de lo ya conocido, a lo que el autor añade lo descubierto en sus investigaciones en archivos coloniales y crónicas olvidadas. Cada aporte del biografiado a su tiempo, cada éxito o fracaso en su odisea, sus luchas y requiebros aparecen conectados de forma tal que, a pesar del carácter gigantesco del personaje, queda siempre, en primer plano, la persona. Y en ello considero reside el principal logro del libro. A veces, con el paso del tiempo, la misma obra de los hombres que soñaron en grande los convierte en estatuas de rigidez histórica. La vida, convertida en epopeya, tiende a despojarla del hálito siempre asociado a la duda, enemigo primado del héroe y contrincante de su primera batalla. Pero en esta biografía se conjura ese despojo: más allá de los honrosos títulos otorgados al personaje queda siempre, en primer plano, Pedro Menéndez, el rebelde adolescente devenido en aventurero que alcanza su punto culminante como ser humano mediante el sufrimiento inextinguible por la desaparición del hijo. Con independencia de todas las justificaciones ideológicas y religiosas de su gesta floridana, está la esperanzadora búsqueda del vástago perdido, que el afligido padre supone se encuentra en la península infestada de aborígenes belicosos y europeos enemigos tan peligrosos como los cocodrilos que afloraban a cada paso. No hay curva en el camino por hacer que el pesaroso padre no escudriñe en su búsqueda; es la pregunta que siempre hace a quienes encuentra. Larrúa nos recuerda, reiteradamente, esa epopeya pecho adentro, tanto o más heroica que la de la espada, por estar desprovista de título alguno.
         El historiador, sin embargo, no se circunscribe a relatar la biografía del Adelantado. El telón de fondo a su aventura devenida en proeza alcanza, a veces, un justificado primer plano, pues sin aquel no habría podido existir esta. La naturaleza hostil que recibía a los sorprendidos colonizadores españoles, las cruentas batallas de fuente ideológica contra los hugonotes, y los casi siempre inútiles intentos evangelizadores de jesuitas y franciscanos enfrascados en la conquista de almas, ocupan un espacio similar a los esfuerzos por sobrevivir o dominar la primera. Larrúa no minimiza las matanzas ejecutadas y sufridas por todos los bandos, según las peripecias bélicas de encuentros y desencuentros. Sin llegar a los extremos de las conquistas de México y el Perú, la Florida tuvo su cuota de sangre derramada, con la particularidad de que la europea fue, a veces, obra de las hostilidades entre los propios europeos. No es de extrañar, entonces, que algunas páginas de este libro sangren historia en vez de registrarla, pues tal parece que de tanto leer y releer crónicas contemporáneas a los hecho que narra, Larrúa no ha podido evitar ser influenciado por las mismas. ¿O estamos en presencia de un venturoso recurso estilístico premeditado?
         Paralelamente a la intensificación de la barbarie arriba referida –y aunque parezca una paradoja–, los europeos impusieron una ideología que prohibía la antropofagia, el homicidio ritual, el incesto y otras aberraciones sociales comunes en las civilizaciones indígenas. Pero, más importante que todo ello, trajeron unas lenguas provistas de la más poderosa de las herramientas del hombre: la palabra escrita, con todas las implicaciones culturales, sociales, económicas y científicas que tal herramienta trae aparejadas.
         El contrasentido, sin embargo, no se detiene ahí. Aquellos europeos (pocos) y aborígenes (en multitudes) que murieron durante el proceso de colonización, lo hicieron sin saber que daban vida, con sus muertes, a un hombre nuevo (que es algo mucho más importante que un Nuevo Mundo) el cual habría de sustituir en el continente, como fuerza social, a unos y otros. De esa sangre derramada y combinada surgirían, a corto plazo, un Inca Garcilaso de la Vega, una Sor Juana Inés de la Cruz; y a largo plazo, un Hidalgo, un Bolívar, un Martí, un Darío, y todos nosotros, los criollos. De manera tal que cada 12 de octubre celebramos, también, el Nacimiento de América como tal, ya que aunque Colón erró su camino a las Indias, abrió –sin saberlo ni proponérselo– el que condujo a la creación del hombre americano. De acuerdo con lo anterior, la polémica efemérides se torna entonces la celebración de un parto. Sangriento y lleno de dolores y sentimientos encontrados como todo parto; pero con el final –siempre asombroso– de una nueva vida lograda.
Los doctores Salvador Larrúa y Eduardo Lolo
         Los anexos de Pedro Menéndez de Avilés: el Adelantado de la Florida constituyen otro acierto de la biografía que anuncia el título, en tanto la rebasan cronológicamente o complementan con alegatos y documentos originales, según el caso. Del Adelantado se adelanta, entonces, parte de la historia posterior al biografiado y hasta sus propias palabras en la reproducción de su Memorial para la creación del Sistema de Flotas, el testimonio de uno de sus subordinados en la odisea floridana, y la descendencia del personaje biografiado en una muy detallada relación.
Pero, más allá del ruido de sables iracundos y el silbido de flechas desconcertantes, queda el asombro del encuentro entre el Uno y el Otro, paradójicamente siempre plural y beligerante en direcciones múltiples en que el Uno y el Otro hasta se combatían a sí mismos. Esa visión inicial del Otro quedó determinada por dos elementos condicionantes: por un lado, la imagen físico-social real del aborigen americano, nada homogénea; por el otro, la herencia cultural del vidente europeo, de indiscutibles raíces medievales, donde aún quedaba sin delinear la frontera entre ciencia y magia, entre lo posible y lo imposible. En ese confín apenas esbozado quedó ubicado, señoreando, lo nuevo en tanto que desconocido, que en la América de fines del siglo XV significaba todo, desde el canto sorprendente de un ave de colores alucinantes hasta el enigmático discurso de bienvenida (o rebeldía) de un cacique semidesnudo, a veces tan sorprendente y alucinante como el canto y los colores del ave que herían las visiones de estreno europeas.
Por lo anterior quiero destacar, como elemento final, que no podía faltar en la saga del Adelantado Pedro Menéndez de Avilés uno de esos hechos históricos insólitos de tiempos de la Colonia que de alguna forma habrían de preludiar el realismo mágico que caracterizaría la literatura hispanoamericana siglos después. De todos es conocido que Cristóbal Colón tiene dos sepulcros ocupados: uno en Sevilla (España) y otro en Santo Domingo (República Dominicana), siendo honrado en ambos lugares a pesar de que resulta imposible que un mismo cuerpo se encuentre sepultado en dos mausoleos a miles de kilómetros de distancia uno del otro. Con relación a Pedro Menéndez sucedió algo igualmente fuera de lo común. Por expresa voluntad del Adelantado su cadáver fue enterrado en Avilés, en una especie de vuelta total de la noria de su vida. Pero una vez exhumados sus restos, en vez de desecharse el viejo ataúd, por expresa solicitud americana este fue regalado por el Alcalde de Avilés a la ciudad de San Agustín, en la Florida. En estos momentos, debidamente restaurado, el sarcófago vacío se encuentra expuesto (“para asombro y gozo de los visitantes”, según Larrúa) donde en 1565 el Adelantado asistiera a la primera misa en tierras floridanas para proceder a la fundación de la ciudad más antigua de lo que hoy llamamos Estados Unidos. Sus restos reposan en Avilés, pero basta la sombra pertinaz de su cuerpo inerte en un viejo ataúd para mantener su presencia en tiempo y espacio en el peldaño esencial de su epopeya: la Florida. En Europa descansan sus cenizas; en América, el hálito tenaz de su gesta.


*Publicado originalmente en la Revista de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (RANLE), Vol. V. No 10, 2016. Págs. 357-361.


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