Por Eduardo Lolo
Hurgar en el tiempo y
revelar lo olvidado u oculto requiere capacidad intelectual, paciencia,
focalización y hasta una pizca de buena suerte a la hora de sumergirse en
viejos archivos de folios carcomidos de tiempo. Dar a conocer lo descubierto de
una forma seria y amena al mismo tiempo que cautive por igual a eruditos y
lectores no especializados, demanda un cuarto elemento tan determinante como
los anteriormente señalados: vocación literaria apareada al talento. La conjunción
de todo ello se manifiesta de una primera lectura de Don Pedro Menéndez de Avilés: el Adelantado de la Florida, del Dr.
Salvador Larrúa-Guedes.
La dedicación de Larrúa a la historia floridana no es nada
nuevo. Sus estudios se centran, fundamentalmente, en la raíz hispana del actual
estado norteamericano; raíces llenas de heroísmo, sueños de aventureros,
misiones místicas, choques ‒la mar de las veces sangrientos‒ de civilizaciones
disímiles y la visión adelantada de unos hombres de tenacidad a toda prueba.
Por esa dedicación a desempolvar exitosamente el génesis hispano de la Florida
es que el autor ha recibido importantes reconocimientos de la propia España
tales como la Cruz Oficial de la Real Orden de Isabel la Católica, la Cruz de
Caballero de Justicia del Capítulo de Fernando VI, el grado de Comendador de
Número de la Imperial Orden Hispánica de Carlos VI, etc. De ahí que no
sorprenda que el libro que comentamos haya sido publicado por el Centro de
Documentación Histórica de la Florida Colonial.
Don Pedro Menéndez de Avilés: el Adelantado
de la Florida consta de 15 capítulos y 7 anexos. Es una biografía que se
nutre de lo ya conocido, a lo que el autor añade lo descubierto en sus
investigaciones en archivos coloniales y crónicas olvidadas. Cada aporte del
biografiado a su tiempo, cada éxito o fracaso en su odisea, sus luchas y
requiebros aparecen conectados de forma tal que, a pesar del carácter
gigantesco del personaje, queda siempre, en primer plano, la persona. Y en ello
considero reside el principal logro del libro. A veces, con el paso del tiempo,
la misma obra de los hombres que soñaron en grande los convierte en estatuas de
rigidez histórica. La vida, convertida en epopeya, tiende a despojarla del
hálito siempre asociado a la duda, enemigo primado del héroe y contrincante de
su primera batalla. Pero en esta biografía se conjura ese despojo: más allá de
los honrosos títulos otorgados al personaje queda siempre, en primer plano,
Pedro Menéndez, el rebelde adolescente devenido en aventurero que alcanza su
punto culminante como ser humano mediante el sufrimiento inextinguible por la
desaparición del hijo. Con independencia de todas las justificaciones
ideológicas y religiosas de su gesta floridana, está la esperanzadora búsqueda
del vástago perdido, que el afligido padre supone se encuentra en la península
infestada de aborígenes belicosos y europeos enemigos tan peligrosos como los
cocodrilos que afloraban a cada paso. No hay curva en el camino por hacer que el
pesaroso padre no escudriñe en su búsqueda; es la pregunta que siempre hace a
quienes encuentra. Larrúa nos recuerda, reiteradamente, esa epopeya pecho
adentro, tanto o más heroica que la de la espada, por estar desprovista de
título alguno.
El
historiador, sin embargo, no se circunscribe a relatar la biografía del Adelantado.
El telón de fondo a su aventura devenida en proeza alcanza, a veces, un
justificado primer plano, pues sin aquel no habría podido existir esta. La
naturaleza hostil que recibía a los sorprendidos colonizadores españoles, las cruentas
batallas de fuente ideológica contra los hugonotes, y los casi siempre inútiles
intentos evangelizadores de jesuitas y franciscanos enfrascados en la conquista
de almas, ocupan un espacio similar a los esfuerzos por sobrevivir o dominar la
primera. Larrúa no minimiza las matanzas ejecutadas y sufridas por todos los
bandos, según las peripecias bélicas de encuentros y desencuentros. Sin llegar
a los extremos de las conquistas de México y el Perú, la Florida tuvo su cuota
de sangre derramada, con la particularidad de que la europea fue, a veces, obra
de las hostilidades entre los propios europeos. No es de extrañar, entonces,
que algunas páginas de este libro sangren historia en vez de registrarla, pues
tal parece que de tanto leer y releer crónicas contemporáneas a los hecho que
narra, Larrúa no ha podido evitar ser influenciado por las mismas. ¿O estamos
en presencia de un venturoso recurso estilístico premeditado?
Paralelamente a la intensificación de la barbarie arriba
referida –y aunque parezca una paradoja–, los europeos impusieron una ideología
que prohibía la antropofagia, el homicidio ritual, el incesto y otras
aberraciones sociales comunes en las civilizaciones indígenas. Pero, más
importante que todo ello, trajeron unas lenguas provistas de la más poderosa de
las herramientas del hombre: la palabra escrita, con todas las implicaciones
culturales, sociales, económicas y científicas que tal herramienta trae
aparejadas.
El contrasentido, sin embargo, no se detiene ahí. Aquellos
europeos (pocos) y aborígenes (en multitudes) que murieron durante el proceso
de colonización, lo hicieron sin saber que daban vida, con sus muertes, a un
hombre nuevo (que es algo mucho más importante que un Nuevo Mundo) el cual
habría de sustituir en el continente, como fuerza social, a unos y otros. De
esa sangre derramada y combinada surgirían, a corto plazo, un Inca Garcilaso de
la Vega, una Sor Juana Inés de la Cruz; y a largo plazo, un Hidalgo, un
Bolívar, un Martí, un Darío, y todos nosotros, los criollos. De manera tal que
cada 12 de octubre celebramos, también, el Nacimiento de América como tal, ya
que aunque Colón erró su camino a las Indias, abrió –sin saberlo ni
proponérselo– el que condujo a la creación del hombre americano. De acuerdo con
lo anterior, la polémica efemérides se torna entonces la celebración de un
parto. Sangriento y lleno de dolores y sentimientos encontrados como todo
parto; pero con el final –siempre asombroso– de una nueva vida lograda.
Los doctores Salvador Larrúa y Eduardo Lolo |
Los
anexos de Pedro Menéndez de Avilés: el
Adelantado de la Florida constituyen otro acierto de la biografía que
anuncia el título, en tanto la rebasan cronológicamente o complementan con
alegatos y documentos originales, según el caso. Del Adelantado se adelanta,
entonces, parte de la historia posterior al biografiado y hasta sus propias
palabras en la reproducción de su Memorial para la creación del Sistema de
Flotas, el testimonio de uno de sus subordinados en la odisea floridana, y la
descendencia del personaje biografiado en una muy detallada relación.
Pero, más allá del ruido de sables
iracundos y el silbido de flechas desconcertantes, queda el asombro del
encuentro entre el Uno y el Otro, paradójicamente siempre plural y beligerante
en direcciones múltiples en que el Uno y el Otro hasta se combatían a sí
mismos. Esa visión inicial del Otro quedó determinada por dos elementos
condicionantes: por un lado, la imagen físico-social real del aborigen
americano, nada homogénea; por el otro, la herencia cultural del vidente
europeo, de indiscutibles raíces medievales, donde aún quedaba sin delinear la
frontera entre ciencia y magia, entre lo posible y lo imposible. En ese confín
apenas esbozado quedó ubicado, señoreando, lo nuevo en tanto que desconocido,
que en la América de fines del siglo XV significaba todo, desde el canto sorprendente
de un ave de colores alucinantes hasta el enigmático discurso de bienvenida (o
rebeldía) de un cacique semidesnudo, a veces tan sorprendente y alucinante como
el canto y los colores del ave que herían las visiones de estreno europeas.
Por lo anterior quiero destacar,
como elemento final, que no podía faltar en la saga del Adelantado Pedro
Menéndez de Avilés uno de esos hechos históricos insólitos de tiempos de la
Colonia que de alguna forma habrían de preludiar el realismo mágico que
caracterizaría la literatura hispanoamericana siglos después. De todos es
conocido que Cristóbal Colón tiene dos sepulcros ocupados: uno en Sevilla
(España) y otro en Santo Domingo (República Dominicana), siendo honrado en
ambos lugares a pesar de que resulta imposible que un mismo cuerpo se encuentre
sepultado en dos mausoleos a miles de kilómetros de distancia uno del otro. Con
relación a Pedro Menéndez sucedió algo igualmente fuera de lo común. Por expresa
voluntad del Adelantado su cadáver fue enterrado en Avilés, en una especie de
vuelta total de la noria de su vida. Pero una vez exhumados sus restos, en vez
de desecharse el viejo ataúd, por expresa solicitud americana este fue regalado
por el Alcalde de Avilés a la ciudad de San Agustín, en la Florida. En estos momentos,
debidamente restaurado, el sarcófago vacío se encuentra expuesto (“para asombro
y gozo de los visitantes”, según Larrúa) donde en 1565 el Adelantado asistiera
a la primera misa en tierras floridanas para proceder a la fundación de la
ciudad más antigua de lo que hoy llamamos Estados Unidos. Sus restos reposan en
Avilés, pero basta la sombra pertinaz de su cuerpo inerte en un viejo ataúd
para mantener su presencia en tiempo y espacio en el peldaño esencial de su
epopeya: la Florida. En Europa descansan sus cenizas; en América, el hálito tenaz
de su gesta.
*Publicado originalmente en la Revista
de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (RANLE), Vol. V. No
10, 2016. Págs. 357-361.
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