Aunque no me gusta hablar de mí mismo, tengo que hacerlo para establecer
las coordenadas históricas y circunstancias que esclarecen este testimonio.
Cuando comenzó el indetenible desangramiento de lo que aún podía considerarse
un exilio político a comienzos de 1979, bajo uno de esos disfraces lingüísticos
tan afines a las dictaduras, el régimen cubano utilizó una vez más, uno de sus
recursos para vaciar la caldera política y social del descontento, propiciando
una “emigración controlada” que llamó “reunificación familiar”. Tal emigración sería
casi inmediatamente seguida por otra: los incidentes de la embajada peruana que
causarían la estampida del Mariel –sin precedentes en la historia del
hemisferio occidental–. Entre todos los segmentos de la sociedad cubana, a uno
de ellos en especial les esperaba un traicionero destino acortando el disfrute
de la libertad: la comunidad homosexual. Escapando de decenios de represión (redadas
policiacas, expulsión de trabajos y centros educativos, obstáculos para
ingresar y graduarse de las universidades, censura a los creadores, los “especializados”
campos de concentración de la UMAP solo para homosexuales –igualmente sin
antecedentes en todo el continente americano) al desembarcar en USA les
esperaba agazapada en el exilio la Plaga del Sida. Llamada inicialmente el cáncer gay, después, echando por tierra
los sermones mesiánicos y las campañas de los moralistas, se vería que era
simplemente un virus atacando a todos por igual.
La indiferencia del gobierno del presidente Reagan y los políticos, además
de los ataques de los religiosos, junto con el miedo generalizado, lo convertía
en un tema tabú –desatando todos los ataques y discriminaciones imaginables.
Ignorados, discriminados y sin medicamentos: los muertos fueron por miles. Todo
esto hizo que la comunidad homosexual se movilizara, conscientes de que si
querían detener la enfermedad, tenían que asumir la batalla con sus propias
manos. En los mediados de los 80 los estragos de la Plaga devastaron a la
comunidad creativa: básicamente al mundo del teatro, la industria de la moda, los
curadores del arte, la decoración interior… En el ámbito cubano se filtraban
lentamente los nombres del cinematógrafo Néstor Almendros, el pintor Carlos
Alfonzo, el actor Manolito Martínez, el novelista Severo Sarduy. Y algunos otros,
que por aún estar vivos, no debo mencionar. Gracias a la poco conocida labor del
dramaturgo cubano Pedro Monge, que en momentos donde en nuestra comunidad nadie
tocaba el tema ni apenas había sido llevado al escenario hispanoparlante, tuvo
la valentía y honradez intelectual no sólo de escribir Noche de Ronda
sobre el SIDA sino que en unión del académico y escritor puertorriqueño Alberto
Sandoval, en 1992, dedicó su revista Ollantay
Theater Magazine Volume II, Number 2 a la desconocida temática teatral. Desde
su revista me ofreció que hablara de mis obras donde tocaba el tema. Esto lo
aproveché para también contar mi experiencia comunitaria, y salir del silencio
haciendo público mi estatus como VIH positivo –que muchos calificaron como “mi
locura y suicidio artístico”. Pero no yo pasé por mis desdichas con la involución
cubana, para siendo un hombre libre en el exilio, vivir en el silencio y la
hipocresía: bastante tuve que padecerlo en Cuba.
Al inicio de la Plaga yo me limitaba a ayudar a mis amigos y a todos los
que lo necesitaran: cada día eran más. El catalizador de mi activismo social
fue, cuando una tarde caminando por la Octava Avenida y la Calle 48, pasando
por el restaurante puertorriqueño–cubano Juanita
vi un alboroto en la calle. Al actor y escritor cubano Jorge Ronet –autor de la
olvidada noveleta La mueca de la Paloma Negra sobre la UMAP– que se
veía visiblemente depauperado, le habían negado servirle por tener SIDA, y como
se negó a levantarse de la mesa hasta que le sirvieran, lo sacaron a rastras
tirándolo a la acera. Lo ayudé a recomponerse, y mis gritos obscenos y amenazas,
hicieron que llamaran a la policía. Estos, al oír “AIDS”, ni siquiera se
atrevieron a acercarse y nos ordenaron que nos marcháramos. Tres semanas
después Ronet moriría solitario y abandonado, en una cama apestosa y sucia,
porque las enfermeras no se atrevían a tocarla cambiándola, y en torno, en el
piso, los platos de comida que le dejaban y él no podía cogerlos por su estado.
Yo era el único en la lista de sus contactos en el hospital y cuando me
llamaron eso fue lo que encontré. Yo canalicé mi rabia. ¡Tenía que hacer algo!
Ya comenzaban los actos guerrilleros de la organización Act-Up en los
que participé. Pero viniendo de la experiencia represiva cubana, no me sentía
cómodo con su innata violencia y espíritu anarquista: aunque los sabía
necesarios para sacudir la indolencia de la sociedad, me desequilibraban
bastante al revivir las turbas fascistas cubanas con sus actos de repudio. Además
yo creía que su aspecto político se priorizaba sobre la parte práctica de la
Plaga: buscar y aplicar los tratamientos, la prevención y su cura. Por lo que participé
en otras organizaciones como el Gay Men’s Health Crisis. Este en sus comienzos
estaba formado por elementos de la clase media gay, predominantemente liberal y
blanca, donde no tenían representación las mujeres, los más pobres de las
comunidades negras e hispanas, ni los drogadictos. A veces permanecía sentado
largas horas en el teléfono respondiendo a la línea abierta en español. Tal
línea nominalmente existía para cumplir con el dinero que daba la ciudad pero
en la práctica sólo la atendíamos dos personas, limitadamente, pues éramos
voluntarios que compartíamos nuestros trabajos y descanso. El pánico fue mayor,
cuando el virus “gay” se hizo presente en los hemofílicos, heterosexuales y
bisexuales, haciendo que se rompiera el silencio y la indiferencia: el Sida era
de todos. Entonces el dinero comenzó a llegar. Proliferaron muchas
organizaciones que aprendían de la experiencia de los grupos homosexuales y les
pedían asistencia. Yo asesoraba a las que ofrecían servicios bilingües y a la
vez buscaba alguna que pudiera satisfacerme. Encontré muchas organizaciones
fantasmas, auténticos atracos que le sacaban tajadas a la ocasión, concesiones
de los políticos demócratas corruptos a los miembros de sus piñas y otras
sacándoles partido a determinadas etnias: cumpliendo con el sistema neoyorquino
de las cuotas a las minorías. Sus directores me recibían en oficinas con
relucientes muebles de piel y buróes costosísimos, en las paredes originales de
Andy Warhol, banderas y fotos de los políticos. Sus Consejos de Dirección organizaban
viajes de “intercambio de información científica” a las Bermudas y Cancún y
“conferencias” en París. Cuando les preguntaba por su labor concreta siempre “la
estaban preparando”. Finalmente, en una pequeña organización llamada Body
Positive, metiendo a la fuerza una oficina en unos pocos metros y con equipos
donados encontré lo que estaba buscando: un grupo de jóvenes voluntarios, que salían
de sus trabajos y trabajaban allí hasta la medianoche, y procedían de los
diversos estratos de las comunidades pobres afectadas por la Plaga. En vez de
permanecer encerrados en lujosas oficinas se lanzaban a la calle, visitando los
barrios que la población homosexual del Village ni sabía que existían –y
aterrorizados jamás hubieran visitado–. Además, era la única organización que por
no poseer prejuicios antirreligiosos liberales trabajó con los sacerdotes y
monjes franciscanos y establecieron el primer refugio para enfermos terminales,
junto con un comedor para los desamparados positivos. Ellos nos daban
espacios para nuestras conferencias y reuniones, y -contra la política oficial
de la Iglesia- nos permitían repartir condones.
Me uní a una lesbiana puertorriqueña exdrogadicta y positiva, que
provenía del gueto y sabía hablar su idioma. Yo por mi parte conocía a
la comunidad hispana y ya había trabajado con la comunidad negra en Brooklyn. Nos
metíamos en los sótanos donde se inyectaban, las calles donde trabajaban las
prostitutas, la Corte donde los juzgaban por drogadictos, los parques oscuros
del sexo gay, los centros de rehabilitación de drogas, las organizaciones
comunitarias: ofreciendo conferencias, dando condones, agujas hipodérmicas y
folletos bilingües traducidos por nosotros. Las iglesias solo nos cedían sus
espacios si no hablábamos de sexo ni homosexualismo. ¡En un virus que se
trasmitía sexualmente y en ese momento mataba primariamente a los homosexuales!
Con una intención más práctica, formada por un grupo de doctores,
enfermeras e investigadores se creó People with Aids Coalition. Tal
organización mantenía una clínica y un laboratorio para investigaciones, una
farmacia clandestina donde se distribuían tratamientos no aprobados por las
autoridades –comprados en Tijuana y a través de todo el mundo, conectados con
el Instituto Pasteur de París, y mantenían una red informativa a nivel mundial.
A esta me integré en mi doble papel de voluntario y positivo. Estando
la atención médica dominada por el miedo a lo desconocido, era bastante
deleznable e inhumana, a la vez que las leyes obligaban –y obligan– a los
enfermos, durante largo tiempo a permanecer unidos a tubos y máquinas. Muchos
deseaban la libertad de poner fin a sus tormentos con la eutanasia. Tal derecho
les estaba (y está) negado: apoyado por la oposición y las campañas de las
religiones organizadas en Nueva York. Muchos médicos se exponían, ayudándolos
de manera que no dejaran trazos que los pudieran inculpar. Así que el trato
medico se convirtió en el nuevo frente de batalla.
Entonces es
cuando entra en el mecanismo de la Plaga la Hemlock Society, una sociedad clandestina
que abogaba por la eutanasia –centrada básicamente en el cáncer terminal, el
parkinson, el alzheimer’s, y la enfermedad de Lou Gehrig–. Nos acercamos a
ellos e incluyeron al Sida en su batalla. Su fundador y director Derek Humphry reunió
todas sus investigaciones y métodos, y en 1992 los publica en su exitoso libro Final
Exit: un tratado práctico sobre los métodos para morir. Entre los enfermos
terminales del Sida, el más utilizado era el ingerir barbitúricos con vodka, y cuando
se adormecían meter una bolsa plástica en sus cabezas y atarlas al cuello, asfixiándolos
en la inconciencia. Pero a veces tomaba un largo tiempo, otras había que
redoblarles la dosis de alcohol y pastillas, y no pocas en un ataque de pánico
se la quitaban –pues aun en los suicidas se manifiesta de manera intuitiva el
deseo por sobrevivir–. Lo discutiría con Reinaldo, que enmascarando su miedo me
dijo burlón. “Será como ir de compras al supermercado y comprar un melón [su
cabeza] trayéndolo a casa en una bolsa”. Finalmente la HS encontró un método
más efectivo: una enorme pastilla azul que paralizaba en minutos el corazón y las
vías respiratorias cuya sustancia se utiliza hoy en día para inyectarla a los
condenados a muerte. No era un proceso fácil sino largo y angustioso: había que
llevar a la HS el certificado de la enfermedad y los últimos análisis,
entrevistarse con un médico que evaluaba el estado de la persona, y un
psicólogo que determinaba la competencia mental para tomar tal decisión. Si
decidían que no estaban en la etapa final, o pasaban simplemente por una
depresión, debían regresar hasta tener la nota terminal del médico, reiniciando
angustiosamente el proceso cumpliendo con ciertos requisitos de exoneración
legal, y manteniéndolo en el más absoluto secreto. Solo un pequeño grupo intimo
sabía que Reinaldo estaba enfermo. Hasta que no fue evidente su deterioro
físico él supo ocultarlo muy bien. No se mostraba mucho en público, enmascaraba
la palidez de su anemia vistiendo camisas y pulóveres de fuertes colores
–preferiblemente rojos–. Cuando apareció en su rostro la mancha morada del
Sarcoma de Kaposi (KS) un cáncer de la piel, yo lo llevé a la tienda
Bloomingdale’s, al mostrador de cosméticos de la firma Clarins, que había
lanzado un maquillaje para ocultar las cicatrices y quemaduras, o las tapaba con
unos esparadrapos. Una muestra de cómo usaba el humor y su muy mala leche, fue en el lanzamiento de su novela Arturo la estrella más brillante,
publicada por la Editorial Montesinos y presentada en la America’s Society en
Park Avenue. Cuando subió al podio en medio de un desagradable silencio y
muchos mirándolo insistentemente para ver si descubrían los rasgos de la
enfermedad, dijo: “¡Esto parece un velorio!”
Reinaldo
sabía que yo era positivo y estaba al tanto de mi labor comunitaria.
Fue testigo de la batalla de su amigo el cineasta Néstor Almendros, la larga
agonía de Jorge Ronet –con el cual se iba a los sex shop de la Calle
42– y muchos de nuestros amigos nucleados en el barrio Hell Kitchen. Pero jamás
hablaba del Sida. Como si no existiera. Una mañana, al abrirse la puerta del
elevador del People with Aids Coalition, allí estaba; en silencio nos abrazamos
y comenzamos a llorar. Yo rebasé el malestar de que no hubiera confiado en mí –realmente
ni cuando comencé a temerlo me atreví a romper su privacidad y preguntárselo–.
Yo conocía toda la información y los descubrimientos sobre el Sida que llegaban
y se la daba. Además yo vivía cerca de su casa, mientras que Dolores Koch,
Lázaro Gómez Carriles y Perla Rozencvaig y algunos otros vivían algo distantes
–aunque siempre acudían a su llamado–.
No
me vale la pena recordar los pros y los contras de su personalidad tan compleja.
Ni en La Habana ni en Nueva York, jamás utilizó conmigo ese látigo despiadado y
burlón que le conocía. Ni tampoco era el único que yo conocía, con la dicotomía
de ser una persona muy difícil y a la vez un gran escritor –eso sí: un gran y
fiel amigo–. Su importancia en las letras cubanas-hispanas-gais, su honestidad
intelectual y su valentía política, lo trascendía todo. La única discusión
acalorada que tuvimos en muchos años fue cuando le sugerí que escribiera un
artículo en la revista Body Positive,
donde yo colaboraba o me permitiera entrevistarlo. Necesitábamos en el ámbito
hispano nombres y rostros para humanizar la Plaga –que ya Rock Hudson había
dado al mundo gay anglo y después Magic Johnson entre los heterosexuales–. Pero
se negó rotundamente, arguyendo que el régimen cubano –y sectores de Miami–, ya
trataban de utilizar su homosexualismo para desprestigiarlo y silenciarlo, y el
Sida les daría un arma más. Además, siendo un conocido opositor al régimen
cubano, los liberales norteamericanos –que lo odiaban– lo acusarían de
politizar contrarrevolucionariamente la Plaga, Irónicamente, a su muerte un
periodista gay publicó en el Village Voice que Antes que anochezca era
producto de su demencia causada por el Sida. Seguimos discutiendo hasta que
comprendí que era su elección y debía aceptarlo.
Después de su ingreso en el Roosevelt Hospital con una neumonía que lo
mantuvo al borde de la muerte, Reinaldo más nunca fue el mismo: vivía
acompañado por la Muerte. La conciencia de lo perecedero de la vida es algo
inescapable. Comenzaba el largo proceso de una de sus tantas muertes. En la
antesala de ir a buscar los análisis me llamaba aterrado, iba a verlo y
estábamos hablando hasta la madrugada. Cuando regresaba con los resultados
–cada vez más desalentadores– yo trataba de infundirle esperanzas, trayéndole
cuanto remedio encontrara: desde raíces del Barrio Chino a sahumerios
holísticos. El problema era que, por su intensa vida sexual, Reinaldo se
infectaba constantemente con distintas cepas del virus siendo imposible para los
pocos medicamentos de entonces el poder combatirlos. Él batallaba por su cuerpo pero más que todo
su lucha era contra el tiempo para terminar su obra, seguir acusando al infame
régimen cubano, quebrando el silencio de lo academia liberal norteamericana, la
censura de la intelligentsia europea, la complicidad de los
intelectuales latinoamericanos con los desmanes de la involución cubana y otras
tantas luchas. Para esto necesitaba mucha energía, mientras lo aterrorizaba la
idea de verse impedido físicamente. Además de que, espiritualmente, la soledad intrínseca
de todas las metrópolis y la maldita desunión ególatra del exilio, lo
aniquilaban. La mancha del KS en la mejilla lo derrumbó y la pérdida de peso lo
avejentó: ya no podía seguir negando que tenía Sida. También perdió su
atractivo físico, impidiéndole sus socorridas escapadas en los antros
neoyorquinos del sexo.
Una noche en la cocina se le cayó de las manos un vaso que se rompió. Ya
antes había notado ese buscar las cosas tanteando, pegarse al rostro los
manuscritos para corregirlos –o leerlos a sus amigos como le gustaba hacer–,
las erráticas líneas que no podía mantener rectas cuando escribía. Cada vez le
molestaba más el sol, iba perdiendo la mirada periférica y describía una danza
de bolas luminosas. Dos semanas después, el médico le confirmó una de las
peores infecciones asociadas con la enfermedad: el Cytomegalovirus (CMV). Común
en una ciudad llena de palomas, pues las aves eran sus portadoras, además del
contacto con los fluidos infectados resultando en una ceguera total y la muerte
por lenta parálisis cerebral. Se horrorizó al enterarse que el único
tratamiento era el ponerle un catéter permanente en una vena del pecho, para
administrarse la inyección –que solía infectarse y debían cambiarlo constantemente.
Cuando estuvo en el hospital por la neumonía, se juró que nunca más regresaría,
prefiriendo morir en el quinto piso de su apartamento.
Dolores Koch |
Perla Rozencvaig, su traductora Dolores Koch y Julio E. Hernández-Miyares –y
quizás algún otro– lo ayudaban con la intrincada solución de su herencia que
dividió entre ellos y Lázaro Cariiles nombrándolos sus albaceas. También estaba
Oneida, su madre, quien residía en Cuba y a la que ayudaba con una mensualidad
que le enviaba en dólares. Más tarde Perla Rozencvaig y Miyares renunciaron, y
Dolores Koch falleció quedando todo en poder de Lázaro Carriles. El régimen
cubano respondió, pagando a un costosísimo abogado especialista en esos
menesteres y las costas del proceso judicial en una corte en España para que la
actriz Ingrid González, su “esposa” cubana y su hijo al que Reinaldo reconoció
como suyo, fueran declarados sus herederos y cobraran sus derechos de autor en
todo el mundo.
Perla Rozencvaig le llevaba sus preferidos pollos rostizados o lo invitaba a
su restaurante favorito en el barrio, a veces el pollo se acumulaba apenas sin
tocar en su refrigerador –esperando a que lo desmenuzara cuidadosamente–. Otros
amigos le llevábamos helados, polvos para batidos de proteínas, gelatinas, compotas
para niños y le hacíamos puré de papa. El KS se había extendido a su garganta y
le impedía tragar comidas solidas sin grandes dolores. De todas maneras, aunque
pudiera comer normalmente, ya su cuerpo había iniciado el proceso del wasting:
rechazaba las proteínas y el cuerpo, al no asimilarlas, perdía una gran
cantidad de masa muscular y por tanto de energía.
No quedaba más nada por hacer. Tras dos previas visitas, finalmente en la
Hemlock Society le dieron la pastilla azul. Comenzaba la antesala de su muerte.
Durante semanas estuvo la maldita pastilla –para mí, y salvadora para él– sobre
la mesa en la cocina a la vista de todos los que lo visitaban: los pocos que
sabían qué era trataban inútilmente de no mirarla e ignorarla.
Lo
mismo que lo mantuvo con vida (escribir, dejar el legado del espanto de su vida
contra las mentiras, denunciar a sus verdugos y combatir la fiebre del olvido)
finalmente lo enfrentó a su final. Terminando a duras penas Antes que
anochezca, más allá no quedaba sino una ciega y dolorosa muerte que
tratarían de prolongarle hasta lo imposible. Aunque había firmado un Living
Will, ninguno de nosotros éramos sus familiares, y no teníamos poder legal
para desconectarle las máquinas o cesar los tratamientos más imprescindibles. Hizo
lo mismo que dos de los creadores que más admiraba: Lezama Lima y Virgilio
Piñera –que en el total ostracismo escribían pese a todo y como único objetivo
existencial–. Una vez que eso le fue imposible ya su vida no tenía ningún
sentido.
Edificio donde vivió y murió Arenas |
Una noche me hizo saber que había llegado el momento. Le pregunté si
necesitaba mi ayuda y me dijo que contaba con Dolores y Lázaro, si bien no me
precisó exactamente cuándo sería. ¿Qué se siente ante alguien que sabemos que
ya no estará… que ésa es la última conversación… que siendo yo también positivo
posiblemente me estaba mirando en el espejo de mi futuro. Fue una larga noche:
hermosa, triste, con el amor de la amistad, serena, con una dolorosa nostalgia,
unidos por un pasado común, lejanos y cercanos de nuestras raíces isleñas. Hablamos
de cuando éramos jóvenes, cuando nos conocimos en la Biblioteca Nacional, La
Habana de nuestra bohemia, las tardes en la Playita 16 de Miramar, con Virgilio
en el parquecito frente a la Funeraria Rivero, en el atelier de la pintora Loló
Soldevilla, la casa siempre abierta de Olga Andreu, los viajes por Regla y
Casablanca con José Mario, cuando Tiqui-Tiqui un amigo gay que trabajaba en la
cafetería del Parque Lenin, me vendía a sabiendas las cosas que le llevaba en
su huida: yogurt, chocolate, croquetas con pan, y las frituras de calabaza de
mi madre, de la isla que nos dolía, la mezquindad del exilio, nuestro lunático
individualismo, las enfermizas divisiones, la complicidad de tantos bajo el llamado
“Diálogo”, y por supuesto de la literatura: no parecía un adiós sino un hasta
luego. Era tarde, cuando antes de despedirme le pedí que me llamara si me
necesitaba –ya había asistido a otros en el viaje–. Que Dolores o Lázaro me
avisaran…
No creo que fuera algo previamente escogido por Reinaldo. Pero en la
historia de Cuba el 7 de diciembre es la muerte del General independentista
Antonio Maceo y su ayudante Francisco Gómez Toro, en las alturas del Cacahual
en Santiago de las Vegas. Cuando tomé el teléfono y escuché la voz de Dolores supe
al instante que Reinaldo había muerto. Corrí al edificio en la calle 44. La
puerta estaba abierta en espera de la policía. Había un silencio surreal. Reinaldo
estaba en el sofá, Lázaro le había cruzado las manos sobre el pecho y estaba
arrodillado en el piso rezando, Dolores estaba sentada en una silla a su lado:
con esa fuerza que sólo las mujeres tienen ante el dolor. Dolores me hizo una
señal para que me marchara, librándome de los procedimientos de la policía en
esos casos. Bajé y me quedé en la acera. Cuando vino la policía, su pequeña nota
exonerando a cualquiera de su muerte y su certificado del Sida aligeraron el
proceso. Como a la media hora vino el carro de la morgue con el coroner: el responsable de levantar el
cadáver. Dos negros corpulentos, con guantes amarillos de goma y mascarillas
sanitarias, bajaron la camilla con el cadáver encerrado en una bolsa verde
olivo de plástico y al ir a meterla en el carro dejaron caer su cuerpo a la
calle. Gritaron. ¡Fuck! Dolores y Lázaro estaban en la escalera de entrada.
Pero ni se excusaron, recogiéndolo y marchándose.
Esperé unos días de sosiego
para reunirme con Dolores y rellenar los vacíos de lo que sucedió. Reinaldo la había
llamado. Realmente estaba muy depauperado físicamente y destrozado
emocionalmente, pero aún no se atrevía a tomar la pastilla. Así que ella llamó
a Lázaro. Reinaldo simplemente se quejaba. Era evidente su próxima agonía, y como
no quería regresar al hospital… Desesperado
e impotente Lázaro estalló. “¡No jodas más y termina!” Reinaldo fue a la cocina.
Cuando regresó dijo: “Ya lo hice”. Se acostó en el sofá y en total silencio
esperaron. Una corta convulsión, la respiración agitada, y el viaje a la total
libertad de quien nunca la conoció en vida. Dolores quería escribir su final pero
nunca lo hizo. Su muerte me deja en libertad para hacerlo. Perla Rozencvaig y
Lázaro Gómez Carriles pueden refutar mi testimonio. Y hay otros amigos,
testigos de las muchas cosas lo que cuento. La película de Schnabel estableció
el mito más dramático y rápido de la bolsa plástica asfixiándolo –que el mismo
Lázaro ya ha negado–. Pero la realidad fue más dolorosa y larga: así murió
Reinaldo Arenas. ¡No! Más bien su obra vive para siempre. Mientras que con el
tiempo nadie recordará a sus verdugos: en una piedra sepulcral relegada a fotos
turísticas; con el rabo entre las patas huyendo del paraíso con el carné de la
diáspora…
Exilio, Nueva York, 07, 17, 2012. Revisitado 3, 23, 2018
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