Foto cortesía de Geandy Pavón |
Por Enrique Del Risco
Israel Abreu (Remedios,
1932- Noth Bergen 2018), era un hombre bueno. Si hemos de creerle a Bertolt Brecht
era de los imprescindibles, de los que luchan toda la vida. Se enfrentó a la
dictadura de Batista desde las filas del Movimiento 26 de Julio y luego a la
dictadura en que degeneró la revolución que había ayudado a triunfar. Estuvo
entre los que el 13 de marzo
de 1960 Abreu fundaron el Movimiento Revolucionario 30 de Noviembre “Frank País” siendo
Abreu elegido Coordinador Estudiantil en la provincia de Las Villas. Apresado en
febrero del año siguiente cumplió ¡catorce años! de una condena inicial a 12 de
prisión. Una condena que en realidad un dilatado infierno que incluyó que le infligieran sesenta
bayonetazos en una ocasión, una huelga de hambre de 50 días, otra de 35 e
innumerables golpizas por defender su derecho a ser tratado como un preso
político. Desde su salida al exilio en 1980 su actividad se multiplicó fundando
organizaciones de lucha de la democracia en Cuba y en otros países, de defensa
de los derechos humanos y de ex prisioneros políticos y encabezando todo tipo de protestas.
Esa
información se puede encontrar en su ficha biográfica
redactada por Abreu con el pudor propio de los verdaderamente grandes.
Lo que su ficha fracasa en recoger es la esencia de su grandeza: esa
mezcla perfecta de
humildad y entrega a una buena causa que no era otra que la de la libertad
humana. Porque
por muchos méritos que hubiera acumulado a lo largo de su vida nunca los
utilizó para ganar nada, ni siquiera una discusión. Sus palabras valían
lo
mismo que las de cualquiera, no importaba cuánto hubiera arriesgado por
ella a
lo largo de su vida para darles peso. Ni que tras las palabras de su
interlocutor
no hubiera más que otras palabras. Pero ni siquiera su humildad le
servía para
ceder un milímetro en sus convicciones esenciales.
Israel Abreu en la Unión de Expresos Políticos Cubanos. Foto cortesía de Geandy Pavón |
En ese
mundo tan especial de los expresos políticos cubanos donde la desmesura es el
sistema de medida cotidiano no conocí a nadie más tolerante y flexible al tiempo
que firme y empeñoso que Israel Abreu. Ni más esperanzado. En la última
conversación que tuvimos hablaba, como de costumbre, de “la libertad de Cuba”. Y
señaló, sin demasiado énfasis, que quizás no la alcanzaría a ver. Ante una evidencia
que yo, treinta y tantos años más joven, doy por descontada -la que no me va a
alcanzar la vida para ver la instauración de un estado de derecho- él todavía
se daba el lujo de titubear. Como si en el tiempo que le quedaba en este mundo hubiera
espacio para que se cumpliera el sueño al que había dedicado toda su vida
adulta. De ese tamaño era su esperanza. A mí, aunque comparto los sueños Abreu,
me falta su fe. Si alguna señal busco no es en las desalentadoras noticias que
llegan de la isla sino en la convicción que alienta a seres como Abreu. Entiendo
que mi escasa fe no se vea recompensada pero esperanzas como las que
acompañaron a Abreu toda su vida bastan para anunciar un destino mejor que el
que hasta ahora nos ha tocado como Nación.
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