Thursday, August 30, 2018

El totalitarismo que nos atiende


Por Octavio de la Suareé
 
 El compañero que me atiende (Selección y prólogo de Enrique Del Risco): Editorial Hypermedia, 2018, 480 páginas”.

       Con una llamativa portada de Herman Vega Vogeler basada en una imagen del pintor surrealista belga Rene Magritte (‘Peregrino‘) y que subraya la universalidad del tema y también establece la incógnita del personaje en cuestión, Enrique Del Risco da a la imprenta una colección de muy interesantes escritos. Todos ellos aparecen reunidos aquí bajo el epígrafe de El compañero que me atiende, eufemismo de una cita de Leonardo Padura que bien sabe de lo que se trata, pues están relacionados con la estricta vigilancia y la falta de libertades civiles que existe hoy día en la Cuba monárquica y anti-democrática. 
Esta obra responde a la interrogante de cómo se puede escribir bajo la represión que existe en Cuba a partir de 1959 e intenta “exponer cómo hacerlo bajo ese policía de
cabecera, un ser que presume de invisibilidad”. Pues de eso es precisamente el asunto de este ingenioso libro que el crítico califica de “género totalitario policiaco”, con el propósito, en sus propias palabras, de “recopilar una mínima parte de las aportaciones cubanas a un género anunciado ya por /Franz/ Kafka desde las primeras páginas de El proceso” y más adelante continuado por George Orwell en su conocida fábula 1984.  O sea, de esa meticulosa atención y cuidado especial que el totalitario y represivo gobierno impone sobre cada artista o escritor sospechoso de no seguir al pie de la letra la política del Partido Comunista de la isla, como si sus ciudadanos no fuesen más que enfermos que necesitaran la atención de un médico o siquiatra de cabecera.
       Esta atractiva antología atrae de inmediato la curiosidad del interesado en la literatura cubana e hispanoamericana como también en la actual discusión sobre el papel que desempeña la democracia en las sociedades modernas por diversidad de motivos, entre los que sobresalen los siguientes. En primer lugar,  por encontrarnos aquí con la creación de un nuevo género literario, caracterizado –como señala su autor-, “por la ausencia del crimen y por lo difuso… del castigo.
Este indefinido “género totalitario policiaco” difiere del tradicional “policiaco totalitario”, o sea, de la versión totalitaria del policiaco occidental o, si se prefiere, de la versión policiaca del realismo socialista, ese responsable directo del encadenamiento de una tercera parte de la población mundial. Asimismo, por “las peculiares relaciones entre los supuestos criminales y los agentes de la ley, agentes menos preocupados por el castigo de sus perseguidos que por su salvación”.
       En segundo lugar, por la enjundiosa variedad de composiciones que se encuentran representadas; hay cincuenta y siete autores cada uno con su particular aportación, incluyendo ensayos, artículos, cuentos, poemas, pinceladas, diálogos, entrevistas, poemas en prosa, etc. En sus páginas, aparecen escritos relacionados con el género fantástico, otros dedicados a la ciencia ficción, unos de humor y algunos de recreación de realidades paralelas, todos ellos producto de la imaginación del cubano por trascender la inmediata y odiosa realidad que enfrentan a diario.  A la vez estas obras tienen en común el asunto  de las relaciones entre los dos protagonistas, algunos desde el punto de vista bien del vigilante o bien del sospechoso y a veces el de testigos confundidos. Así, entre los ejes temáticos del género, se observa la vigilancia, el interrogatorio, la intimidación, la invitación a colaborar con el despreciable régimen, los arrestos, y, por último, el reencuentro de la víctima con el vigilante años después.  Se debe asimismo destacar que esta colección ha sido dividida en cuatro partes, cada una relacionada con un período de la reciente historia de Cuba a partir de la caída de la República en 1959. Así nos hallamos frente a los primeros cinco artículos en la sección que abre el libro: de 1959 a 1979, con un totalitarismo limitado; siguen once trabajos sobre la década de los ochenta, cuando la revolución y la represión ya han sido establecidas, y 14 más sobre la década de los noventa, cuando comienzan las dudas e interrogaciones, para concluir con 27 aportaciones más en la parte final, ‘Después del dos mil’.   
       Es de esta última sección de donde extraemos el tercer motivo de la obra que debe Interesar a todo hispano-hablante amante de la libertad, en especial si reside en los Estados Unidos. Nos referimos al urgente llamado de alerta de su autor (Cargaré con la cruz del compañero de Néstor Díaz de Villegas) para prevenir al lector sobre los funestos resultados que pueden suceder cuando el ciudadano de cualquier país democrático se deje llevar por las consignas en boga en determinado momento y deje de pensar por sí mismo. Dice así, al encontrarse con la sorpresa de “ese compañero que nos atiende” en una universidad norteamericana, exiliado ya en los Estados Unidos:


Hela aquí otra vez, la certeza inconmovible, la convicción cuasi religiosa. Su ropa cuenta la consabida historia de falsa modestia, de recato militante ( ¿No es cualquier uniforme la expresión de la entrega a la causa de moda? ), también una historia de rebajas, no comerciales, sino espirituales, el deseo de ser menos, de creerse menos –y hacérselo creer a los otros.


       Son éstas, en resumen, las nuevas encarnaciones del espíritu totalitario moderno, “multiplicadas en variantes menos profesionalizadas, más fanáticas” del “compañero que nos atiende” y que se pueden hallar en cualquier lugar. Todas ellas vuelven a perseguir con saña el menor ‘diversionismo’, el más mínimo desvío del sentido histórico y social que asumen como inevitable. Como sagazmente concluye el antólogo: “Su objetivo no es el de la sociedad sin clases como pretendía el ideal comunista, sino construir un mundo libre de toda incorrección política”.
    



                                                                            
William Paterson University.
                                                                                    
Agosto de 2018                         

Monday, August 27, 2018

INTRODUCCIÓN DE LA SOLEDAD A TUS ORILLAS, DE ANTONIO A. ACOSTA


Por Eduardo Lolo
Toda antología es, por su propia naturaleza, una obra inconclusa. Pero es también un cántico a dos voces, en que el antologador se empina para intentar alcanzar la estatura del antologado, aunque nunca lo logre. La inconclusión referida parte del hecho de que para identificar verdaderamente el alma de un poeta (punto de partida y llegada de la poesía) se hace necesario viajar por su obra toda, incluyendo aquellos versos engavetados que su propio autor, por una razón u otra, no diera a conocer. Nunca hay versos sobrantes en la obra de un poeta, como no hay olas excesivas en la mar o nubes sin rumbo en el horizonte. Todo poeta es igual a la suma total de sus versos, contentivos del conjunto de sus luces y sus sombras. Por tal razón, ninguna antología puede superar la condición de penumbra.
Puebla esa penumbra, como huésped agradecido, la figura en forma de intención del antologador. Gracias a su trabajo, la respuesta del lector se convierte en creación a partir de lo ya creado. Hay angustia y desgarramiento en toda labor de selección; pero también campos nuevos a descubrir al compás de la mirada ajena. El compilador puede saltar tiempos y distancias, uniendo lo que originalmente se encontraba distante; se trata, como es lógico, de la misma obra con antelación conocida y, paradójicamente, de una nueva obra. De ahí el dúo resultante, el trazo a dos tonos, y la mirada dual de toda antología.
En la selección que sigue de la obra poética de Antonio A. Acosta he tratado de ser lo más riguroso posible, desechando mis propios intereses, gustos personales e historias comunes. La lira de Acosta se caracteriza por una amplia gama de tonalidades que van del verso rimado y medido al verso libre, de las formas cultas a las populares, del amplio paisaje al retrato individual, del trópico a la nevada, de la pérdida a la esperanza. He intentado seleccionar ejemplos de cada uno de sus mundos y sus épocas, haciendo hincapié en aquellos versos que trascienden el momento, por muy importante que este haya sido para el poeta o su lector afín. Pues es el caso que una antología de tiempos disímiles tiene que trascender todos los tiempos; de lo contrario, no es más que un compendio de ocasión para tertulia de amigos. De la soledad a tus orillas (título que tomo de uno de sus versos) es una antología confeccionada con la mayor seriedad, como bien merece un poeta de la trayectoria de Antonio A. Acosta. Comprenden esa trayectoria cientos de composiciones recogidas en publicaciones periódicas y libros que se destacan tanto por su nivel estético como por la postura ética del autor. No en balde los prestigiosos premios recibidos y los elogios de críticos de envergadura que han juzgado sus versos.

Complementan el recorrido poético del autor antologado sus éxitos profesionales y sus fracasos históricos. De los primeros son de destacar sus estudios académicos tanto en Cuba como en los Estados Unidos y su labor pedagógica en varios países. Como educador, se destacó en niveles disímiles: desde la escuela primaria hasta la universidad. Cuando el verso, cansado, se retiraba a recobrar fuerzas, lo sustituía la prosa periodística, de igual verticalidad histórica. La palabra integral, del hálito a la consigna, comparten pluma y vida en Antonio A. Acosta.
Su fracaso histórico, (des)vivido conjuntamente por varias generaciones de cubanos, se hizo también poesía: la pérdida de la libertad patria, el destierro desgarrador, y el exilio aparentemente sin fin, van formando en la poesía de Antonio A. Acosta todo un canto donde se combinan el dolor amargo y la ira justa, la nostalgia agónica y la esperanza lúcida: luz tenaz de trópico sobre la nieve. La cubanía persiste en la poesía de Acosta aunque las huellas de su autor sobre el suelo natal hayan quedado para siempre huérfanas. Cronológicamente, el poeta ha vivido más tiempo en los Estados Unidos que en Cuba; poéticamente, no ha partido todavía.
Presento entonces al lector una selección poética de Antonio A. Acosta formada por versos que están aquí y son allá. Cada poema es un camino, y cada camino una ruta con un solo destino: la sombra eterna de un naranjo rodeado de gardenias, en el solar primado del poeta, ubicado en un Pinar del Río cada vez más lejano en tiempo y espacio, pero tenazmente siempre más cercano en el espacio sin tiempo de la poesía.


Nueva York, verano de 2014.

(Acosta, Antonio A. De la soledad a tus orillas. Antología poética 1985-2012. Selección e Introducción de Eduardo Lolo. Fairview, NJ: Antonio A. Acosta & CreateSpace, 2015. Págs. 11-13)

Varela, espejo de impaciencia

Por Enrisco
Cuando el sacerdote cubano Félix Varela llegó a Nueva York a finales de 1823 no debió pensar que sería por demasiado tiempo. Condenado a muerte por el gobierno español, tendría que esperar a que Cuba hiciera lo que estaba haciendo el resto de Hispanoamérica: independizarse de la Madre Patria. Después de todo, ¿cuánto tiempo podían demorarse los cubanos en zafarse del yugo colonial? Y Varela tenía solo 35 años, así que no estaba apurado.
Pero tampoco es que Varela fuera a quedarse esperando a que los cubanos se independizaran de España mientras jugaba al equivalente de la época de Call of Duty: the End of the Spanish Empire. Si a Mahoma no lo dejaban ir a la montaña entonces escribiría artículos incitando a la montaña a independizarse. Pero la montaña como que no se dio por enterada.
Bueno, algo se enteró cuando en 1825 el gobierno español envió a Nueva York a un matón conocido como El Tuerto Morejón. Su misión era asesinar al cura que insistía en alborotar a los independentistas en La Habana. Pero, avisado Varela de que lo estaban midiendo y no era para hacerle una sotana, el Tuerto Morejón vio frustrados sus planes y regresó por donde había venido.
No obstante el gobierno español contaba con un arma más poderosa para ahogar el clamor independentista del padre Varela que los servicios de un asesino tuerto: en aquellos días más fuerte que el deseo de los cubanos por independizarse de España era el de hacer dinero exportando sus productos a los Estados Unidos. Era un privilegio del que gozaban hacía apenas unos años y no iban a desaprovecharlo.
Pronto a Varela le quedó claro que sus compatriotas no le harían mucho caso. Escribió con una amargura que no endulzaría todo el azúcar importado desde su patria: “En la Isla de Cuba no hay opinión política sino mercantil”. Allá no había “amor a España, ni a Colombia, ni a México, ni a nadie más que a las cajas de azúcar y a los sacos de café”. El amor al billete, ¡eso sí es un sentimiento profundo y duradero!
Desencantado Varela se concentró en su religión y ofreció ayuda a la creciente comunidad católica integrada principalmente por inmigrantes irlandeses. Los irlandeses eran algo así como los mexicanos de entonces. No importaba que fueran blancos y hablaran inglés: bastaba que fueran católicos en una ciudad protestante para que no fueran bienvenidos. Y claro, no pasó mucho tiempo antes de que terminaran controlando la policía de la ciudad. Y los bomberos… ¡A ver quién se atrevía a echarlos!
En Nueva York a Varela todavía se le venera por su labor asistencial. Aquí llegó a ocupar el cargo de vicario general y participó en la fundación de un par de iglesias: la de los Inmigrantes (que cambió su nombre por el de la iglesia de la Transfiguración) y la de St. James. Esta última todavía ocupa el segundo edificio católico más antiguo de la ciudad (32 James Street). La de la Transfiguración terminó siendo trasladada a 25 Mott Street en el famoso barrio de inmigrantes de Five Points (sí, el de la película Gangs of New York) que ahora es parte del Chinatown neoyorquino.

Vista de la Iglesia de la Transfiguración con el conjunto escultórico en memoria del padre Varela, en Chinatown, Manhattan. (Cortesía de Medium y cubanochris_)

En dicha iglesia actualmente se encuentran una escultura y una tarja dedicadas al padre Félix Varela junto a las que usted puede irse a retratar luego de comprar carteras y relojes falsos en las tiendas cercanas. Pero no se preocupe porque la iglesia también tiene algo de falso. Es la misma parroquia que fundó Varela pero el prócer nunca puso un pie en ese edificio. En el mismo año de 1853 en que se trasladó la iglesia a la calle Mott el padre Varela moría en la ciudad floridana de San Agustín a donde se había trasladado en 1847 por problemas de salud.
Al morir Varela a sus 64 años –y tras treinta de exilio norteamericano— Cuba seguía siendo colonia española. Y lo seguiría siendo 45 años más. Porque en cuestiones como el cambio de estatus político a los cubanos no se les puede acusar de impacientes. A Varela sí.

Friday, August 24, 2018

El cura que sabía demasiado

Por Enrisco

Don Félix Varela, sacerdote, filósofo y maestro, ídolo de la juventud habanera ilustrada a principios del siglo XIX, llegó a Nueva York el 15 de diciembre de 1823. O quizás dos días después. Pero lo que importa fue que le quitó el honor de ser el primer exiliado cubano en la ciudad al poeta José María Heredia quien llegó a la ciudad siete (o cinco) días después. El sacerdote le ganó al poeta por una nariz en el photo finish de la Historia, como quien dice. Varela tenía entonces 35 años recién cumplidos. El resto de los años de su vida iba a cumplirlos en Estados Unidos.


Memorial del Venerable Félix Varela, en la Iglesia de la Transfiguración en Manhattan, Nueva York, diócesis de la que fue su Vicario General. (Foto: Archivo)

El pionero de los exiliados cubanos en Nueva York nació en La Habana en 1788 y creció en la ciudad de San Agustín en la Florida cuando la península pertenecía a España pero había menos hispanohablantes que ahora. Allí lo llevó su abuelo paterno, oficial del ejército, encargado de criarlo. Regresó a La Habana a los trece. Siendo una de las inteligencias más brillantes de su tiempo Félix se ordenó sacerdote antes de cumplir 23 años y pasó a ocupar una codiciada plaza de profesor en el mejor centro educativo de la isla: el colegio de San Carlos y San Ambrosio.
Varela pudo vivir tranquilamente del sueldo de profesor el resto de su vida pero prefirió mejorar el mundo (o al menos la parte correspondiente a su isla). Desechó la escolástica —que tenía un ligero desfase de seiscientos años de pensamiento filosófico—, por una filosofía algo más moderna y enseñó física experimental, química, anatomía, economía política y derecho constitucional lo que para entonces era tan audaz como explicar en Norcorea cómo funciona Facebook. Pero bastante más útil.
Varela parecía saberlo todo excepto la importancia de quedarse callado cuando se es inteligente y honesto. En 1821, con el restablecimiento de una constitución liberal en España fue nombrado —junto al catalán Tomás Gener y al criollo Leonardo Santos Suárez— representante de la isla de Cuba ante las Cortes. Seguramente los que lo eligieron pensaban que le hacían un favor.
Reinaba entonces Fernando VII, pésimo momento histórico para ser honesto, inteligente y expresarse sin miedo. Presionado por una insurrección liberal, el rey había cedido parte de su poder al parlamento pero al intentar recuperarlo los representantes —incluidos los de Cuba— declararon que el rey estaba loco y, por tanto, era incapaz de gobernar. Loco quizás no, pero el rey indudablemente tenía un pésimo carácter. Así que en cuanto recuperó el poder, Fernando VII mandó a ejecutar a todos los que lo habían declarado incapacitado para gobernar. Como ni Varela ni sus compañeros consideraron buena idea ponerse a razonar con un rey que antes habían declarado loco prefirieron cambiar de aires.
Distinto debió parecerles el frío aire de diciembre de Nueva York a los fundadores del exilio caribeño en la ciudad. Acompañados del ubicuo Cristóbal Mádam, Varela y sus compañeros fijaron su primera residencia en la pensión de la viuda Elizabeth Mann en el número 61 de Broadway. Meses más tarde, en 1824, Varela viajó a Filadelfia y se instaló en la pensión de la señora Frazier en el 224 de Spruce Street. Y sin embargo, al poco rato decidió regresar a Nueva York. Sería que extrañaba el frío.
Todavía vivía en Filadelfia cuando Varela empezó a publicar una revista llamada El Habanero. Allí aparecieron tres números y de vuelta a Nueva York otros cuatro. En ellos les hablaba a sus compatriotas de las ventajas de la libertad y la independencia. Dicha prédica entusiasmó a sus compatriotas en La Habana lo suficiente como para distraerlos de cuestiones ajenas al baile, el sexo y la acumulación de capital. Digamos que unos veinte minutos.
Las autoridades de la isla en cambio le prestaron más atención a los escritos de Varela: dando muestras del profundo interés que les inspiraban prohibieron terminantemente su circulación. Eso le dio una idea a Varela de lo que le ocurriría si se asomaba por La Habana. No sorprende que decidiera no regresar nunca más. Es una suerte lo mucho que ha cambiado Cuba en los 194 años transcurridos desde entonces.

Tuesday, August 21, 2018

Poeta en Nueva York (un siglo antes que Lorca)



Ser pionero es difícil. Se puede ser el primero en el tiempo pero luego viene la cuestión del espacio. Como con los exiliados cubanos en Nueva York. Pongamos el caso del poeta José María Heredia. Llegó antes que ninguno de sus compatriotas exiliados a Estados Unidos. Más exactamente al puerto de Boston, el 4 de diciembre de 1823. Pero cuando, días más tarde, decidió mudarse a Nueva York, ciudad a la que llegó el 22 de diciembre, ya estaba allí Félix Varela, el venerable presbítero que venía huyendo de España y había llegado una semana antes. Heredia debió alegrarse al encontrarse en la ciudad al ídolo de la intelectualidad habanera pero si se mira bien es un poco frustrante. Como si Edmund Hillary y Tenzing Norgay al trepar el Everest se encontraran un comité de recepción nepalí con bocaditos y champán.
Pero a su llegada a Nueva York Heredia no andaba pensando en la Historia. Era demasiado joven para eso. Joven pero precoz. No había cumplido los 20 años y ya iba a publicar su primer libro de poesía cuando el gobierno español lo condenó a muerte. No por las poesías —que los gobernantes españoles no eran tan exigentes en cuestiones literarias—, sino por ser parte de una conspiración independentista llamada de Soles y Rayos de Bolívar. Por eso, y por la tendencia del gobierno a perseguir a todo nativo cuyo IQ sobrepasara los 120 puntos, curiosa tradición conservada en la isla hasta el día de hoy.
Quien lo recibió en Nueva York fue Cristóbal Mádam, joven cubano que vivía en la ciudad empleado por una compañía exportadora. Este lo ayudó a instalarse en una casa de huéspedes en el número 44 de Broadway, donde Heredia viviría hasta febrero del año siguiente para entonces mudarse a otra casa de huéspedes, en 88 Maiden Lane.
En los primeros meses de su estancia en Nueva York el joven Heredia se dedicaría a lo mismo que generaciones de exiliados tropicales que lo sucedieron: pasar más frío que un pingüino desplumado y maltratar y ser maltratado por el inglés. “Idioma horrible” dijo de este, luego de que, sospechamos, pidiera huevos fritos en una cafetería y le trajeran una limonada. Bien fría.
Pero Heredia no solo se dedicó a pasar frío y machucar la lengua del criado tartamudo de Shakespeare. También usó su tiempo para conocer todo lo que tenía que ofrecer la ciudad. Nueva York todavía se disputaba con Filadelfia el título de metrópoli más importante del país pero ya daba pasos definitivos para confirmar su primacía. Aquí Heredia vio obras de teatro, asistió a conciertos y vio al Marqués de Lafayette, héroe francés de la independencia norteamericana que visitaba el país después de mucho tiempo. Pero de lejitos.
Heredia también visitó otras ciudades. En abril de 1824 pasó por Filadelfia, Baltimore, Washington y se llegó hasta Mount Vernon para conocer la finca de George Washington a quien le dedicó una oda. Dos meses después viajó a las cataratas del Niágara. El 15 de junio estaba frente a ella. Y adivinen: escribió otra oda. Una que lo inmortalizaría. Todo porque en medio del espectáculo majestuoso de la catarata el poeta fue incapaz de encontrar una palma. Desde entonces los cubanos sin palmas se sienten como si el GPS estuviera fuera de servicio.
En noviembre de 1824 por fin Heredia se vio obligado a hacer algo que hasta entonces había evitado con éxito: trabajar. Debutó como profesor de español y francés en un colegio para niños ricos ubicado en el 14-21 de la calle Provost. Lo otro que hizo de importancia en la ciudad —además de sufrir su primer ataque de tuberculosis, la enfermedad que lo mataría once años después—, fue publicar al fin su primer libro de poesías bajo el original título de Poesías. Eso fue en mayo de 1825. El 22 de agosto de ese mismo año dio otro paso decisivo: justo en la cubierta del barco que lo llevó a México, país en el que lo recibiría su presidente, Guadalupe Victoria. El poeta nunca regresó a Nueva York. No me sorprende.

Sunday, August 19, 2018

Posible epílogo: Lecciones de la historia


Por Alejandro González Acosta

El sorprendente triunfo masivo de AMLO en estas elecciones –que sospecho lo sorprendió a él mismo, y hasta de forma perturbadora, pues ahora tendrá que cumplir las abundantes, contradictorias y disparatadas promesas que hizo- ha querido ser interpretado por muchos no tanto como un voto a su favor, sino en contra de todo un sistema de partidos y por una incómoda situación nacional. El grado de expectativas es tan alto que resulta vertiginoso. Y su capacidad de cumplir con ese nivel hipertrofiado resulta, en el mejor de los casos, dudoso.
La historia latinoamericana ilustra casos de políticos populistas que generosa, sincera e irresponsablemente prometieron todo, y al no poderlo satisfacer, en algunos casos tomaron la terrible decisión de pagar sus palabras con su vida. El 24 de agosto de 1954 el Presidente brasileño Getulio Vargas se descargaba sobre su pijama un balazo en el pecho, por la vergüenza de no haber cumplido con sus electores. “Les he dado ya todo y me piden más, así que ya sólo puedo darles mi vida”, comentó con sus allegados. Unos años antes, en Cuba, el pundonoroso jurista y alcalde habanero Manuel Fernández Supervielle, en 1947 había realizado la misma acción suprema, poniendo su sangre como prueba de buena fe. Ambos metieron un pedazo de plomo en sus corazones.
En varias oportunidades, López Obrador amenazó con “soltar al tigre” (o, por lo menos, no impedir que este se soltara) si no le reconocían su triunfo (aún desde antes de las elecciones, que ya daba por ganadas). Aludía a una frase histórica de un antiguo predecesor, Don Porfirio Díaz, quien al embarcarse desterrado hacia Europa pidió que le dieran un mensaje al neófito presidente mexicano Francisco I. Madero: “Dígale a Panchito que ahí le encargo el tigre…”
Pero “el tigre” de Don Porfirio es otro en la actualidad. No es aquel “tigre de papel” con que bautizó Mao Tse Tung al imperialismo, sino ese tigre que se revuelve furioso en los rincones de la “Corte de los Milagros”. El auténtico tigre que deberá enfrentar López será el de sus propios seguidores, cuando no les pueda cumplir sus promesas de inmediato y a su entera y total satisfacción. Realmente, la verdadera “mafia del poder” a la que siempre aludió insistentemente, está entre esos fanáticos ignorantes de sus seguidores a ultranza, que serán los primeros y quienes más agresivamente le reclamarán el cumplimiento de sus fantásticas utopías.
La sorprendente resolución de las elecciones mexicanas quizá haya que buscarla en algunos contrastes, tan ilustrativos como enigmáticos. México, según la encuesta (20,200 entrevistas en 18 países) más reciente (Marzo de 2018) que la Corporación Latinobarómetro (con sede en Santiago de Chile) realiza desde 1996 (www.latinobarometro.org), es el país del continente donde es menos apreciada la democracia –realmente inaugurada apenas a partir de la “transición” del 2000, si se quiere, con un antecedente gestacional desde 1994- y al mismo tiempo que sus ciudadanos se manifiestan escépticos, molestos y hasta opuestos al ideal democrático, eso mismos encuestados iracundos y atribulados, se declaran en una encuesta del Reporte de la Felicidad de la Red para el Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas, como el segundo país más feliz de América Latina, después de Costa Rica, y por encima de Chile,  Brasil y Argentina.
Al unísono con lo anterior, la OCDE reporta a México entre “los más felices” de los 20 países que integran esa asociación de las economías más desarrolladas. México ocupa también el último lugar en la escala de apreciación de un concepto un poco impreciso llamado “democracia churchilliana”, que al parecer se establece por contraste con las otras formas de gobierno, siendo la democracia “la menos mala de todas”. En esta encuesta durante 2017, México ocupó el quinto de los últimos lugares, con un 18% de aceptación y aprobación, cuando el promedio latinoamericano fue de 30%; todo esto, en contraste con los indicadores económicos y sociales de signo favorable, mucho mejores que los de otros países de la zona. Creció en México un “no aprecio de la democracia”, o para decirlo más claro, un desprecio por la misma, como parte también de un deterioro sistemático y creciente del término en la región.
Si todo esto no es anómalo y sorprendente, habrá que buscar entonces una explicación psiquiátrica. Pero en las ciencias sociales y sus actores, los llamados “cientistas”, todos estos fenómenos tienen cabida y a la larga justificación, aunque sea a posteriori. Esos datos evidencian un problema de percepciones contradictorias, que se insertan en un fenómeno calificado como “democracia diabética”. Este panorama del perfil esquizofrénico de una sociedad en un momento determinado de su vida, puede aportar argumentos para entender qué pasó en las elecciones mexicanas. Es algo así como la disociación entre dos mundos totalmente diferentes, para un sorprendente resultado bipolar en esta cadena de contradicciones, y la formación de una formidable paradoja: hay algo muy turbio en México.
¿Cómo compaginar ambos retratos sociales tan discrepantes? Si los individuos son susceptibles de ser estudiados y tratados por psicoanalistas, la extraordinaria paradoja mexicana actual requiere de un gigantesco psiquiatra que explique –y medique- esa disociación espectacular que pinta a sus ciudadanos, al mismo tiempo, como los más insatisfechos y los más felices. Quizá en el fondo de todo esto prevalece un fenómeno de percepción difícilmente explicable por las leyes de la lógica y los principios de la sociología. Es, en el mejor caso, un país profundamente enfermo. Y cuando esto acontece, no faltarán los curanderos que propongan la “mágica medicina”, esa milagrosa panacea de la revolución que lo desordene todo para dejar al final todo igual, o peor que antes de ella. La “cuarta transformación” que se ha anunciado quizá tenga mucho que ver con aquella ancestral Leyenda de los Cuatro Soles, la cual forma parte del imaginario colectivo, donde los díscolos hombres terminaron anegados por los dioses, hasta su final extinción.
Esas tropas de guerreros virtuales, esos implacables cyberreciarios, herederos putativos de Aretino y Bocaccio, mediocres émulos de Quevedo, Góngora y Gracián, pero sin su talento, arte ni ingenio, fueron decisivos para el triunfo de López Obrador, por lo cual es muy merecido su elogio y reconocimiento, al declarar a los satánicos y escatológicos canales como “las benditas redes”, que quizá nos habrán traído los resplandores de un cuarto sol aniquilador.

Thursday, August 16, 2018

Los reciarios de hoy


Por Alejandro González Acosta

Por todo lo anterior, como se habla tanto hoy de esos belicosos guerreros virtuales, o usuarios de las redes, propongo reconocerles por economía del lenguaje, un nuevo -y al mismo tiempo antiguo-  nombre genérico, un término que creo aplica perfectamente a estas importantes y decisivas figuras contemporáneas: llamémosles reciarios, a semejanza de aquellos humildes pero mortales esclavos combatientes del coliseo romano (no eran realmente gladiadores, pues no empleaban el gladio o espada), porque usaban las redes como su principal arma, engañando, aturdiendo, atrapando y finalmente aniquilando a sus contrincantes con sus traicioneras artes de hipnosis mortal, los fornidos gladiadores competidores fuertemente armados y encorazados, que eran nombrados secutores. Los reciarios eran rápidos, astutos e implacables, tal como sus modernos colegas virtuales. Hundían sin piedad su tridente o su daga en el inerme cuerpo de la víctima, atrapada en su red como un pececillo, de igual forma que hacen hoy, también a saludable distancia. Ciertamente, no eran muy estimados por el público romano, que los consideraba femeninos y arteros, pero igual aplaudían el espectáculo sangriento. Como una expresión moderna de aquellos antiguos y mortíferos guerreros circenses hoy tenemos a nuestro cyberreciarios virtuales, siempre prontos al feroz ataque.
Hoy, gracias a internet, vivimos en un circo romano globalizado, instantáneo y doméstico, al alcance de casi todas las lenguas viperinas. En el caso cubano especialmente, muchas veces este se convierte en una comedia del teatro bufo, una farsa que forma los rasgos inconfundibles de un cybersolar virtual, una trepidante casa de vecindad con la alta tecnología del chancleterismo exultante. Por eso nunca dignifico con riposta ningún ataque anónimo de semejantes seres, ni las descalificaciones viscerales sin argumento: Aquila non capit muscas.
Ningún político o aspirante a ello que hoy se precie de serlo, puede ignorar el fenómeno de las redes sociales y sus aguerridos reciarios. La vida moderna impone contundentemente ese fenómeno, de tal suerte que recomiendo una oración para los suspirantes:
Internet nuestro que estás en el éter,
Santificado sea tu Google,
Venga a nosotros tu Facebook,
Y hágase tu Twitter,
En el WhatsApps, como en el Linkedin.
No nos dejes caer en el break out
Y líbranos de todo Soros, bots y trolls.
Así sea, por los megabytes de los bytes.
Hoy las redes son estercoleros de insultos donde se dañan las honras sin piedad, y el honor se mancilla regocijada e irresponsablemente. Son los “males de la libertad”, o más bien, de sus excesos, que quizá algún día deban legislarse y regularse.
Las “benditas redes” acompañaron y arroparon a AMLO como su falange más combativa no durante meses, sino durante los muchos años de esa campaña electoral que sostuvo –la más extensa de la historia de México- y gracias a ellas se posicionó en el imaginario colectivo como “el único candidato realmente antisistema”. Para ello nunca le faltó dinero y espacio gratuito en los medios, a los que supo dictar la pauta cotidiana.  Apenas ahora están surgiendo algunos de los mecanismos de financiación de su campaña, como el presuntamente fraudulento fideicomiso, al parecer falsamente presentado para ayudar a las víctimas del terremoto del 19 de septiembre de 2017, y que según se sospecha sirvió como eficiente lavandería para introducir dinero espurio en su promoción.
Durante años, AMLO repitió que “lo dieran por muerto”; sin embargo, a pesar de que dijo esto varias veces, engañó a todos tabasqueñamente y finalmente se vio que no había muerto, sino que se había ido de rumba… electoral. Si alguien ha trabajado hasta la obsesión para el ascenso al poder, ha sido sin duda Andrés Manuel López Obrador, con una fijación obsesiva, admirable y temible al mismo tiempo. Su tierna esposa le suele cantar dulcemente una canción de Silvio Rodríguez que es como su tema musical personal: “El Necio” …
El golpazo demoledor que aplicó a sus contrincantes debe servirles a estos, al menos, como la imperiosa necesidad de hacer un alto para meditar y corregir sus numerosos fallos y equivocaciones. En tal ambiente de polaridad en la sociedad, ahora sólo cabe la formación de un frente unido de oposición, que quizá implique la desintegración de los partidos perdedores y su reintegración en uno nuevo, cohesionado y coherente. La tragedia de la naciente democracia mexicana, vencida por ella misma en asombrosa paradoja, impone el modelo de la tragedia griega, donde la catarsis sigue a la anagnórisis. Los derrotados políticos mexicanos deberán clamar a los cielos: ¿En qué fallamos? Y ajustar de inmediato su conducta a la respuesta de esa gran pregunta.
La gran mayoría de los votantes mexicanos, por las causas y razones que sean, decidieron soberana e irresponsablemente poner todos los huevos en una canasta. Así que hay no sólo que aceptarlo sino entenderlo, pero también prepararse desde ahora mismo para la próxima contienda, que podría ser una gran coalición opositora. Pero lograr esto requerirá de un enorme desprendimiento, generosidad, altura de miras y conciencia patriótica de parte de políticos que, al menos hasta ahora, en su gran mayoría han demostrado todo lo contrario, con un egoísmo y una miopía sorprendentes. Si no hay un examen de conciencia profundo y sincero y un firme propósito de enmienda por parte de los políticos derrotados, México estará perdido.
Los AMLObots y los PEJEtrolls hicieron bien su cruel trabajo: mordieron, escupieron, vomitaron, destazaron, ensuciaron y defecaron cuanto obstáculo se les atravesó, para que su impoluto Mesías alcanzara sus fines. Ahora deben ser recompensados jugosamente por su eficaz atentado contra la república y la democracia, que violentaron y prostituyeron para ganar su meta. Ojalá les sirva de provecho su triste tarea y su pitanza.
Sin embargo, sospecho que apenas a poco más de cuatro semanas de las elecciones, donde obtuvo López su clamoroso triunfo, muchos de quienes votaron por él ya se han arrepentido de su decisión, aunque neciamente se nieguen a admitirlo, pues desde ahora el enfrentamiento con el ejercicio real del poder, obliga al caudillo y su camarilla a ajustar las hipertróficas ofertas de campaña, enfrentadas a la perversamente perseverante realidad. La muchedumbre largo tiempo insatisfecha asumió aquel grito parisino del mes de mayo de 1968: “Basta de realidades: ¡queremos promesas!” Y así se les cumplió, al menos en campaña. Siguen aferrados en una gran parte –así puede verificarse fácilmente en “las benditas redes”- a una visión visceral, y a un discurso del resentimiento trufado de odio y envidia, bajo la falsa envoltura de “justicia social”. Quizá esta masiva decisión resulte, a fin de cuentas, por las irónicas zancadillas de la Historia, la vacuna que finalmente inmunice a México de sus antiguas y profundas veleidades comunistas, aunque ese aprendizaje y el tratamiento que implica será doloroso, prolongado y muy probablemente sangriento.

[Continuará]