Por Alejandro González Acosta
El sorprendente triunfo masivo de AMLO en
estas elecciones –que sospecho lo sorprendió a él mismo, y hasta de forma
perturbadora, pues ahora tendrá que cumplir las abundantes, contradictorias y
disparatadas promesas que hizo- ha querido ser interpretado por muchos no tanto
como un voto a su favor, sino en contra de todo un sistema de partidos y por una
incómoda situación nacional. El grado de expectativas es tan alto que resulta
vertiginoso. Y su capacidad de cumplir con ese nivel hipertrofiado resulta, en
el mejor de los casos, dudoso.
La historia latinoamericana ilustra casos de
políticos populistas que generosa, sincera e irresponsablemente prometieron
todo, y al no poderlo satisfacer, en algunos casos tomaron la terrible decisión
de pagar sus palabras con su vida. El 24 de agosto de 1954 el Presidente
brasileño Getulio Vargas se descargaba sobre su pijama un balazo en el pecho,
por la vergüenza de no haber cumplido con sus electores. “Les he dado ya todo y
me piden más, así que ya sólo puedo darles mi vida”, comentó con sus allegados.
Unos años antes, en Cuba, el pundonoroso jurista y alcalde habanero Manuel
Fernández Supervielle, en 1947 había realizado la misma acción suprema,
poniendo su sangre como prueba de buena fe. Ambos metieron un pedazo de plomo
en sus corazones.
En varias oportunidades, López Obrador
amenazó con “soltar al tigre” (o, por lo menos, no impedir que este se soltara)
si no le reconocían su triunfo (aún desde antes de las elecciones, que ya daba
por ganadas). Aludía a una frase histórica de un antiguo predecesor, Don
Porfirio Díaz, quien al embarcarse desterrado hacia Europa pidió que le dieran
un mensaje al neófito presidente mexicano Francisco I. Madero: “Dígale a
Panchito que ahí le encargo el tigre…”
Pero “el tigre” de Don Porfirio es otro en
la actualidad. No es aquel “tigre de papel” con que bautizó Mao Tse Tung al
imperialismo, sino ese tigre que se revuelve furioso en los rincones de la
“Corte de los Milagros”. El auténtico tigre que deberá enfrentar López será el
de sus propios seguidores, cuando no les pueda cumplir sus promesas de
inmediato y a su entera y total satisfacción. Realmente, la verdadera “mafia
del poder” a la que siempre aludió insistentemente, está entre esos fanáticos
ignorantes de sus seguidores a ultranza, que serán los primeros y quienes más
agresivamente le reclamarán el cumplimiento de sus fantásticas utopías.
La sorprendente resolución de las
elecciones mexicanas quizá haya que buscarla en algunos contrastes, tan
ilustrativos como enigmáticos. México, según la encuesta (20,200 entrevistas en
18 países) más reciente (Marzo de 2018) que la Corporación Latinobarómetro (con sede en Santiago de Chile) realiza desde 1996 (www.latinobarometro.org),
es el país del continente donde es menos apreciada la democracia –realmente inaugurada
apenas a partir de la “transición” del 2000, si se quiere, con un antecedente
gestacional desde 1994- y al mismo tiempo que sus ciudadanos se manifiestan
escépticos, molestos y hasta opuestos al ideal democrático, eso mismos encuestados
iracundos y atribulados, se declaran en una encuesta del Reporte de la Felicidad de la Red
para el Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas, como el segundo país
más feliz de América Latina, después de Costa Rica, y por encima de Chile, Brasil y Argentina.
Al unísono con lo anterior, la OCDE reporta
a México entre “los más felices” de los 20 países que integran esa asociación
de las economías más desarrolladas. México ocupa también el último lugar en la
escala de apreciación de un concepto un poco impreciso llamado “democracia
churchilliana”, que al parecer se establece por contraste con las otras formas
de gobierno, siendo la democracia “la menos mala de todas”. En esta encuesta
durante 2017, México ocupó el quinto de los últimos lugares, con un 18% de
aceptación y aprobación, cuando el promedio latinoamericano fue de 30%; todo
esto, en contraste con los indicadores económicos y sociales de signo favorable,
mucho mejores que los de otros países de la zona. Creció en México un “no
aprecio de la democracia”, o para decirlo más claro, un desprecio por la misma,
como parte también de un deterioro sistemático y creciente del término en la
región.
Si todo esto no es anómalo y sorprendente,
habrá que buscar entonces una explicación psiquiátrica. Pero en las ciencias
sociales y sus actores, los llamados “cientistas”, todos estos fenómenos tienen
cabida y a la larga justificación, aunque sea a posteriori. Esos datos evidencian un problema de percepciones
contradictorias, que se insertan en un fenómeno calificado como “democracia
diabética”. Este panorama del perfil esquizofrénico de una sociedad en un
momento determinado de su vida, puede aportar argumentos para entender qué pasó
en las elecciones mexicanas. Es algo así como la disociación entre dos mundos
totalmente diferentes, para un sorprendente resultado bipolar en esta cadena de
contradicciones, y la formación de una formidable paradoja: hay algo muy turbio
en México.
¿Cómo compaginar ambos retratos sociales
tan discrepantes? Si los individuos son susceptibles de ser estudiados y
tratados por psicoanalistas, la extraordinaria paradoja mexicana actual
requiere de un gigantesco psiquiatra que explique –y medique- esa disociación espectacular
que pinta a sus ciudadanos, al mismo tiempo, como los más insatisfechos y los
más felices. Quizá en el fondo de todo esto prevalece un fenómeno de percepción
difícilmente explicable por las leyes de la lógica y los principios de la
sociología. Es, en el mejor caso, un país profundamente enfermo. Y cuando esto
acontece, no faltarán los curanderos que propongan la “mágica medicina”, esa
milagrosa panacea de la revolución
que lo desordene todo para dejar al final todo igual, o peor que antes de ella.
La “cuarta transformación” que se ha anunciado quizá tenga mucho que ver con
aquella ancestral Leyenda de los Cuatro
Soles, la cual forma parte del imaginario colectivo, donde los díscolos hombres
terminaron anegados por los dioses, hasta su final extinción.
Esas tropas de guerreros virtuales, esos
implacables cyberreciarios, herederos putativos de Aretino y Bocaccio, mediocres
émulos de Quevedo, Góngora y Gracián, pero sin su talento, arte ni ingenio,
fueron decisivos para el triunfo de López Obrador, por lo cual es muy merecido
su elogio y reconocimiento, al declarar a los satánicos y escatológicos canales
como “las benditas redes”, que quizá nos habrán traído los resplandores de un
cuarto sol aniquilador.
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