Por Enrisco
Cuando el sacerdote cubano Félix Varela llegó a Nueva York a finales de 1823 no debió pensar que sería por demasiado tiempo. Condenado a muerte por el gobierno español, tendría que esperar a que Cuba hiciera lo que estaba haciendo el resto de Hispanoamérica: independizarse de la Madre Patria. Después de todo, ¿cuánto tiempo podían demorarse los cubanos en zafarse del yugo colonial? Y Varela tenía solo 35 años, así que no estaba apurado.
Pero tampoco es que Varela fuera a quedarse esperando a que los cubanos se independizaran de España mientras jugaba al equivalente de la época de Call of Duty: the End of the Spanish Empire. Si a Mahoma no lo dejaban ir a la montaña entonces escribiría artículos incitando a la montaña a independizarse. Pero la montaña como que no se dio por enterada.
Bueno, algo se enteró cuando en 1825 el gobierno español envió a Nueva York a un matón conocido como El Tuerto Morejón. Su misión era asesinar al cura que insistía en alborotar a los independentistas en La Habana. Pero, avisado Varela de que lo estaban midiendo y no era para hacerle una sotana, el Tuerto Morejón vio frustrados sus planes y regresó por donde había venido.
No obstante el gobierno español contaba con un arma más poderosa para ahogar el clamor independentista del padre Varela que los servicios de un asesino tuerto: en aquellos días más fuerte que el deseo de los cubanos por independizarse de España era el de hacer dinero exportando sus productos a los Estados Unidos. Era un privilegio del que gozaban hacía apenas unos años y no iban a desaprovecharlo.
Pronto a Varela le quedó claro que sus compatriotas no le harían mucho caso. Escribió con una amargura que no endulzaría todo el azúcar importado desde su patria: “En la Isla de Cuba no hay opinión política sino mercantil”. Allá no había “amor a España, ni a Colombia, ni a México, ni a nadie más que a las cajas de azúcar y a los sacos de café”. El amor al billete, ¡eso sí es un sentimiento profundo y duradero!
Desencantado Varela se concentró en su religión y ofreció ayuda a la creciente comunidad católica integrada principalmente por inmigrantes irlandeses. Los irlandeses eran algo así como los mexicanos de entonces. No importaba que fueran blancos y hablaran inglés: bastaba que fueran católicos en una ciudad protestante para que no fueran bienvenidos. Y claro, no pasó mucho tiempo antes de que terminaran controlando la policía de la ciudad. Y los bomberos… ¡A ver quién se atrevía a echarlos!
En Nueva York a Varela todavía se le venera por su labor asistencial. Aquí llegó a ocupar el cargo de vicario general y participó en la fundación de un par de iglesias: la de los Inmigrantes (que cambió su nombre por el de la iglesia de la Transfiguración) y la de St. James. Esta última todavía ocupa el segundo edificio católico más antiguo de la ciudad (32 James Street). La de la Transfiguración terminó siendo trasladada a 25 Mott Street en el famoso barrio de inmigrantes de Five Points (sí, el de la película Gangs of New York) que ahora es parte del Chinatown neoyorquino.
En dicha iglesia actualmente se encuentran una escultura y una tarja dedicadas al padre Félix Varela junto a las que usted puede irse a retratar luego de comprar carteras y relojes falsos en las tiendas cercanas. Pero no se preocupe porque la iglesia también tiene algo de falso. Es la misma parroquia que fundó Varela pero el prócer nunca puso un pie en ese edificio. En el mismo año de 1853 en que se trasladó la iglesia a la calle Mott el padre Varela moría en la ciudad floridana de San Agustín a donde se había trasladado en 1847 por problemas de salud.
Al morir Varela a sus 64 años –y tras treinta de exilio norteamericano— Cuba seguía siendo colonia española. Y lo seguiría siendo 45 años más. Porque en cuestiones como el cambio de estatus político a los cubanos no se les puede acusar de impacientes. A Varela sí.
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