Por Alejandro González Acosta
Al agradecer en el Zócalo capitalino a sus
aliados y colaboradores el triunfo alcanzado en las elecciones mexicanas del 1
de julio pasado, Andrés Manuel López Obrador fue elocuente y rotundo al
mencionar con un adjetivo enaltecedor a uno de los principales: “¡las benditas
redes sociales!”
No exageró. En realidad, quizá el cómplice
más activo, constante y decidido de toda su dilatada campaña estuvo en ese
entramado virtual pero omnipresente, que formó lo que podría describirse como
el ardiente campo virtual de una “batalla de las ideas”.
Aunque basta sumergirse en las mismas para
comprobar que más que “ideas” y “propuestas”, las redes sociales a su favor
repitieron consignas, distribuyeron abundantemente insultos, descalificaciones
e infundios, y crearon una tormenta de lodo y excrementos. Eso ha sido lo normal en estos competidos comicios
mexicanos, pero tampoco dista mucho del panorama mundial.
Si examinamos el “programa de gobierno” de
AMLO que las redes han repetido hasta la saciedad, podremos comprobar que es
una suma de ocurrencias y buenos propósitos, de difícil si no imposible
cumplimiento, sobre el cual los hechos dirán al final la última palabra. Ahora
comienza un progresivo desencanto sobre el publicitado programa, que ya
tropieza con un primer y gran obstáculo: la dura, necia e impertinente
realidad.
Ahora, después de la arrolladora victoria,
las redes amloistas han quedado casi mudas,
muy lejos de la febril actividad de los últimos meses –años- y se mantienen en
reserva, esperando volver a ser requeridas como la primera trinchera de combate,
las Sturmtruppen tecnológicas. Es el paisaje después de la batalla.
De haber tenido esas “benditas redes”,
Lenin hubiera brincado de alegría, pues su convocatoria de asalto al Palacio de
Invierno desde el femenino Instituto Smolny, habría sido un asunto de un par de
horas, reduciendo a menos de la mitad aquellos famosos “diez días que conmovieron
al mundo”: el reportaje de John Reed habría quedado en un par de jornadas. Y,
por otro lado, me invade la imagen que, de haber contado con las computadoras y
esas “benditas redes”, un monarca tan dedicado como el autócrata español Felipe
II, quien despachaba personal y puntualmente cada asunto de su enorme imperio,
habría mudado su habitual taciturno semblante por el gesto de una gran
satisfacción.
A pesar de la novedad tecnológica, nada de
esto es nuevo: los famosos mensajes insultantes de Facebook, Twitter y otros
canales virtuales, son los herederos de aquellos antiguos libelos infamantes y
procaces grafitis que forman una parte íntima de la historia cultural de la
civilización. El ser humano, siempre proclive al agravio y la ofensa, ahora
cuenta con esa magnífica impunidad del anonimato que hoy brindan ampliamente
las “redes sociales”. Pero si buscamos lo suficiente en el pasado, sólo se
trata de un antiguo género literario, que con la aparición de la imprenta
terminó por conocerse como libelo, en
la prosa, y como epigrama en la
poesía. Aunque actualmente, por la rudeza de los tiempos que corren, no hay
duda que predomina abrumadoramente la prosa sobre la poesía.
Insultar, agredir, degradar, falsear,
mentir y perturbar, son en gran parte los signos de las redes sociales contemporáneas,
como ayer lo fueron también los anónimos vitriólicos en las paredes de los
templos egipcios (hasta en el sagrado Valle de los Reyes), en la antigua Grecia
(en Atenas, la sal ática alcanzó
niveles superiores, en comediógrafos como Aristófanes y Menandro, después emulada
por los latinos Plauto y Terencio), en los lupanares de Pompeya, en los mingitorios
de la Roma imperial… Dicen los cronistas que la sepulcral Vía Apia era una dilatada y densa exposición de grafitis
injuriosos. Horacio, Persio, Juvenal, Lucilio y Varrón, le dieron categoría de
género literario a la sátira.
En la Italia renacentista, eran famosos los
carteles infamantes que aparecían en los muros de los palacios venecianos,
florentinos y romanos. Y hubo autores que alcanzaron fama europea por su
talento en la difamación y la injuria, como Pietro Aretino y Giovanni Bocaccio.
Generalmente, el oficio de epigramista fue una ocupación mercenaria, igual que para
muchos feisbukeros y tuiteros de hoy: Aretino recibía grandes
sumas de dinero para que afilara sus dardos ponzoñosos, y también otros le
pagaban generosamente para que no escribiera sobre ellos. Por cierto,
irónicamente, hace apenas unos años (2010), Aretino alcanzó el pináculo de su
fama al ser censurado nada menos que en Cuba por la revista UNIÓN (No. 69), debido a la atropellada decisión de una
asombrosamente pudibunda Nancy Morejón. Por cierto, ¿se ruborizará ella?
En la España de los Austrias eran muy temidas
las covachuelas de los mal pensados y peor hablados parroquianos de los “mentideros”
de la Plaza Mayor de la Villa del Oso y el Madroño. En la cercana corte
palaciega cruzaban sus lenguas como espadas (mucho antes de Luis Cernuda, pero
ya después de los Salmos bíblicos) de fino y buido acero toledano, Francisco de
Quevedo y Luis de Góngora, donde terciaban tanto el cura fray Félix Lope de
Vega y Carpio como el viejo soldado manco Miguel de Cervantes, con general
aplauso y regocijo.
En la América colonial competían
parejamente con la metrópoli en este tema de los epigramas y fábulas
licenciosas. En los amarillentos legajos del Archivo General de la Nación de
México aparecen numerosos procesos contra injuriadores, heréticos y blasfemos,
y fueron famosos por su esencia mordaz “El muerdequedito” (1714), del poblano
Juan de la Villa y Sánchez, espléndidamente editado por mi amigo Arnulfo Herrera
Curiel (Madrid, Iberoamericana Vervuert, 2016; en colaboración con Flora Elena
Sánchez Arreola); y “El Chuchumbé” (1766), que combinaba música sensual y baile
erótico con letra procaz, algo así como un reguetón
novohispano, rijoso y jarocho, sobre el cual publicó un magnífico estudio
(1987) mi viejo maestro ya fallecido George Baudot, junto con María Águeda
Méndez .
El siglo XIX fue abundante en epigramas y
panfletos. A tal extremo, que todos los periodistas y escritores tomaban clases
de esgrima, pues debían estar bien preparados para enfrentar un duelo si
ofendían algún honor lastimado. Ireneo Paz, abuelo de Octavio Paz, tuvo que visitar
varias veces el campo del honor para defender sus ideas, y así llegó a ser un
excelente tirador y temido espadachín. En Francia murió en un confuso duelo por
causa de una ofensa a un miembro del clan Bonaparte, el joven periodista Víctor
Noir, cuya escultura yacente hoy en el parisino Cementerio de Père Lachaise es
símbolo no tanto de honor ni de destreza militar, sino de portentosa virilidad,
poseedor de “la entrepierna más famosa del mundo” … al que le ha dedicado una
bella y pícara alusión mi querida amiga la gran novelista Zoé Valdés en su Café Nostalgia. Muchas hembras ansiosas
van a visitar su sepulcro, y tienen muy bien pulida, casi hasta el desgaste, su
notable protuberancia.
En el Madrid de Isabel II, cuando los
tiempos previos y posteriores a “La Gloriosa”, la revolución de 1868 que
impulsó la Primera República Española, circularon formidables libelos mucho
antes de los feroces ataques de las hoy llamadas “redes sociales” (insociales o antisociales, diría yo mejor). El conjunto de láminas pornográficas
tituladas con textos explicativos Los
Borbones en pelota, fueron atribuidas nada menos que al dulce poeta
romántico Gustavo Adolfo Bécquer y su hermano Valeriano, magnífico ilustrador. Al parecer, el sevillano aplicó su grácil pluma,
espantando las golondrinas de su balcón y sin mirar los poéticos ojos azules,
para escribir con picante pormenor sobre la vida sexual de la familia reinante
española, especialmente de Isabel II, conocida como “La Pepona” en ciertos
círculos de su época. Eso no le impidió a Bécquer derramar su influencia en
numerosos autores hispanoamericanos, como José Martí –según ha estudiado muy
bien mi gran amigo fraternal Ángel Esteban, aragonés cubanizado (por la mejor
de las vías) y Catedrático en la Universidad de Granada.
Hoy ya no hay dudas que Su Majestad Alfonso
XIII, el digno nieto de Isabel II, fue productor de documentales pornográficos,
que encargó al Conde de Romanones, para su sano entretenimiento y solaz. Y su
misma abuela, casada con un primo afeminado, mandó ilustrar de forma muy
explícita para su consumo privado una edición especial del Decamerón, obra que han reeditado primorosamente mis amigos
editores de lujo Beatriz Urrizola y Juan José Izquierdo, de Líber Ediciones en Pamplona,
con espléndidas ilustraciones de Celedonio Perellón.
Las ondas del éter también han sido terreno
propicio para la diatriba y la injuria, con el propósito de manipular la
sensibilidad y el entendimiento, como antecedentes de las “redes sociales” contemporáneas:
durante la Segunda Guerra Mundial la radio japonesa fue especialmente efectiva
para desmoralizar a los contrincantes, con sus venenosas emisiones de las
varias “Rosa de Tokyo”, a través de The
Zero Hour; y en los campos europeos los alemanes también atacaron con la
pegajosa canción Lili Marleen, que
circuló primero como poema en las trincheras de La Gran Guerra (que después tuvo pronto relevo para terminar
nombrada como Primera Guerra Mundial),
y luego, en 1939 como canción de batalla
en la Segunda. Sucedió entonces el
asombroso fenómeno que lo mismo la transmitía la radio nazi desde Radio
Belgrado, que la BBC desde Londres, y también acompañó a los héroes aliados en
el Desembarco por Normandía el Día D.
Todavía en los años 90 del siglo pasado
circularon en México varios impresos anónimos muy hirientes y agresivos, que algunos
malpensados informados achacamos a quien era entonces el mejor especialista y
coleccionista de folletos y panfletos, profundo conocedor del mundo cultural y
sus intrigas, vicios y pecados.
En la Cuba de alrededor de 1980, fueron
famosos al menos en un círculo íntimo aquellos epigramas candentes como
cantáridas de fuego, que bautizó como “Epitafios” el tempranamente malogrado
Luis Rogelio Nogueras.
Desde muy antigua fecha, los medios han
influido decisivamente en los acontecimientos históricos. La imprenta de
Gutenberg ocasionó el derrumbe del mundo medieval; el periódico fue un poderoso
impulsor de revoluciones, como la de las Trece Colonias (1776) y la Francesa
(1789).
[Continuará]
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