Por Alejandro González
Acosta[1]
En una guerra, la
primera víctima es la verdad
Desde
el domingo 30 de julio de 2017, en Venezuela hay ya un estado de guerra
declarada del gobierno contra el pueblo. Maduro y sus secuaces se quitaron
completamente la máscara pseudoinstitucional, y han quedado expuestos
descarnadamente como tiranos dispuestos a todo: muertos, presos, atropellados,
golpeados e insultados, hacia adelante los opositores sólo tienen un camino,
que hasta ahora habían tratado de evitar. La mentira contra la verdad, la
infamia contra la dignidad, la opresión contra la libertad, los bandos ya están
claramente definidos: conmigo o contra mí.
Como
comparto la idea, según dijeron Polibio y Maquiavelo antes, y más cercanamente con
algunas variantes Spengler y Toynbee, que la Historia suele repetirse
cíclicamente, o al menos replicarse revestida con rasgos semejantes cada cierto
tiempo, en forma de ciclos más o menos espiralados (Hegel), podemos considerar
que en la actual situación en la entrañable Venezuela, se está manifestando de
nuevo la antigua dicotomía Civilización
versus Barbarie, que uno de sus más ejemplares ciudadanos, el novelista-presidente
Rómulo Gallegos, ofreció en su telúrica novela de tesis Doña Bárbara. Hoy en este escenario latinoamericano vuelve a
levantarse “la sombra terrible de Facundo”, convocada por la necedad y el
fanatismo, como un sangriento espectro de Bancquo, que amenaza llevar a ese
país inevitablemente a “La Vorágine”, donde lamentablemente muchos terminen,
como Arturo Cova, “tragados por la selva” de la violencia.
Hoy
en Venezuela se enfrenta la activa violencia de Estado contra una renuente resistencia pacífica, que quizá da sus
últimos pasos, ya sea por pacífica o
por resistencia. El 30 de Julio,
proclamado por Maduro contra toda la evidencia existente como una “victoria”,
será a la larga, citando a su mentor, un triunfo pírrico: ese día empezó el
derrumbe final, definitivo y completo del régimen chavista: ya no hay vuelta
atrás, porque “ellos”, los represores, decidieron que así fuera. Suya será la
responsabilidad de lo que pase.
El
progresivo enloquecimiento y el frenesí desbordado de su jefe y responsable máximo,
Nicolás Maduro, no ha sido tímido ni remiso para declarar que llegará “hasta
las últimas consecuencias”, y hasta ahora lo viene cumpliendo implacablemente.
Pero no puede perderse de vista que Maduro es, en términos históricos y
filosóficos, sólo un “accidente”: está en ese puesto por carambola, “de
chiripazo”, pues trata de suplir y llevar adelante el legado del fallecido Hugo
Chávez, quien desde mucho antes concibió y preparó todo para lo que hoy estamos
viendo. Lo único que no previó fue su propia muerte. Las intencionales fisuras
en la Constitución Bolivariana de
1999 dejaban servida la mesa para cuando llegara “el momento oportuno”, lo que
Lenin llamaba, “la situación revolucionaria”. Pero Nicolás cabalga a duras
penas en el caballo cerrero y garañón que le dejó Hugo, y a pesar del control
ya casi total de los medios y de la galopante represión, no ha logrado
despertar un genuino apoyo internacional, más allá de los esperados entre sus
“clientes” petroleros y demás parásitos, que resultan vergonzantemente
ineficaces, sin ninguna apariencia de legitimidad o de lógica. Cada día son más
los países democráticos que se enfrentan contra el abuso y la represión en
Venezuela, aislando un esperpento grotesco y monstruoso: Maduro es una caricatura gigantesca de Chávez, quien a
su vez fue una versión pirata de
Fidel Castro, el que personificó una variante recargada de Stalin, Región 4, latinoamericana.
Hoy
en Venezuela, en las calles y los hogares, en las oficinas y las fábricas, en
las universidades y los hospitales, los que se están enfrentando no son los
chavistas contra los antichavistas: es realmente algo mucho más profundo y
antiguo, una pelea entre la barbarie fanática de los primeros contra la civilización
liberal, aunque limitada y lastimada de los segundos: es Calibán contra Ariel, una vez más en nuestra historia. Facundo y Maisanta de nuevo contra sus pueblos, apelan a los mismos epítetos:
los “cochinos y salvajes unitarios” en la Amalia
de José Mármol, ahora son los “escuálidos”, “lacayos” y “vendidos” de Maduro. Para
colmo, han desempolvado el mote de “pelucones”, que alude a la época del Gran Terror de Francia en 1793. Los
chavistas hasta comparten el punzó
con los rosistas: son unos nuevos tiempos para La Mazorca.
Recuerdo
mucho ahora a dos queridos amigos venezolanos, ya fallecidos: Adriano González
León (1931-2008) y Alexis Márquez Rodríguez (1931-2015), ambos miembros
distinguidos de la izquierda intelectual latinoamericana desde los años 60.
Con
el primero, quien ganó el primer premio de la Biblioteca Breve Seix Barral con
su magnífico País portátil (1968),
tuve una larga conversación en un bar del barrio de Salamanca de Madrid, en el
invierno de 1998, cuando él todavía era Agregado Cultural de Venezuela en
España. Antes, yo había reseñado dos libros de él: la novela Viejo (Alfaguara, 1995) y el poemario Hueso de mis huesos (1997), para el
suplemento cultural mexicano sábado,
que dirigía Huberto Batis. Con una profunda tristeza me comentó, entre copas y
tapas, que temía grandes males para Venezuela en un futuro ya muy cercano.
Aunque era un hombre con definida vocación de izquierda y había militado
activamente en esa tendencia toda su vida, sentía ante la creciente figura de
Chávez (liberado por Rafael Caldera poco antes), un temor visceral: “No puedo
definirte por qué lo siento así, pero ese tipo es un verdadero peligro, traerá
grandes males al país, aunque ahora lo celebran y parece una buena persona,
pero tiene un yenesecuá atemorizante:
quizá sea su amor por el poder y la historia. Y eso siempre acarrea desgracias
a los pueblos… Son monstruos que dicen servir a sus ciudadanos, pero los
utilizan y esclavizan para hacer que ellos les construyan su trono en la
historia… Como tu paisano”, e hizo un guiño cómplice, mientras miraba
melancólicamente desvanecerse su whisky. Después seguimos comunicándonos muchas
veces, y cada día sus sospechas no sólo crecieron sino se confirmaron, y aún
quedaron pálidas ante la realidad. Más tarde, Adriano fue uno de los numerosos
intelectuales firmantes de la Carta
Pública del Centro Venezolano del PEN Internacional donde se denunciaba la
“vocación despótica y totalitaria” de Chávez. Murió en franca rebeldía contra
una creciente opresión que se expandía arrolladora en su país, reflexionando
amargamente sobre sus juveniles convicciones revolucionarias…
A
Alexis Márquez Rodríguez lo conocí en el Centro
Cultural Alejo Carpentier en La Habana Vieja a principios de los 80: era una
presencia habitual y muy activa allí. “Amigo de la Revolución Cubana”,
proclamaba con orgullo y, conociendo esto, nunca intenté hablar con él entonces
de otros temas que no fueran Carpentier y su obra. Pero con su fina
inteligencia él suponía mis ideas y cortésmente no aludía a ellas. Era un pacto
tácito: hablemos de Carpentier… o de
béisbol. Era hombre culto y campechano, siempre muy preocupado por quedar
bien con sus “amigos cubanos”. En especial, con Roberto Fernández Retamar.
Ya
estando yo en México nos seguimos comunicando, primero por cartas y luego por
correos electrónicos: en estos intercambios iba apreciando un creciente
sentimiento de angustia y desesperación. Debo aclarar que Márquez nunca fue chavista, aunque siempre se declaró de
ideología marxista y defensor de un proyecto socialista. Pero me confesaba que
con Chávez sentía repulsión, y esa
palabra en él, quien era siempre cortés y medido, debía ser muy intensa y
profundamente sentida para que la dijera. No soportaba sus maneras groseras ni
su aire de impertinente superioridad. Nunca se engañó ni ilusionó con el
personaje, y en todo caso, le concedió el beneficio de la duda en gracia a su
declarado propósito de “trabajar para los pobres” y “hacer una sociedad más
justa y libre”. Y, no obstante, fue quizá el único izquierdista venezolano que
no votó por Chávez en 1998, según me afirmó. Aferrado todavía a la utopía de su
vida, Alexis fue transitando del estupor a la náusea y, finalmente, al
desprecio, la impotencia y el desaliento.
Sus
correos iban ascendiendo en ira y frustración, y en los últimos ya se percibían
hasta notas de franco temor; finalmente, me pidió que buscara cómo invitarlo
para pasar “una larga temporada, cuan larga sea necesaria”, en México, y
realicé varias gestiones con amigos para que le concedieran una cátedra
especial en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, pero sucedió entonces
el control de divisas que aplicó Chávez, quizá como su primera medida para sujetar
el poder de forma definitiva y permanente. Ante esto, me explicó que debía declinar
la invitación, pues no podía dejar a los suyos en esa indefensión, ya que
dependían de él para su sobrevivencia.
Un
día me llegó un mensaje suyo: “Te adjunto la carta que acabo de mandarle a
Roberto (Fernández Retamar). Confío que entienda mi posición y sigamos siendo
amigos…” Cuando leí la extensa carta (fechada el 5 de enero de 2003) -que ahora
pude consultarse[2]-
pensé -y le dije- “él nunca te responderá: ya estás muerto para él”. “No es
posible, siempre hemos sido muy buenos amigos, yo lo he ayudado mucho a él para
difundir su obra y apoyar a la Revolución y a la Casa (de las Américas) …”
“Ojalá me equivoque, Alexis, ojalá…”
Finalmente, semanas después me reconoció: “No he vuelto a saber de
Roberto: como que se murió”. “No, Alexis, fuiste tú quien se murió para él. Aunque
tu carta era una muestra de amistad, sinceridad y confianza, eso él no podía
permitírtelo. Trata de entenderlo a él.” En realidad, así se lo dije también,
la carta era muy ingenua, en ocasiones casi suplicante y bastante tímida, como
pidiendo perdón por pensar así… Seguimos escribiéndonos, pero se quejaba muy dolidamente
que las comunicaciones cada día eran más difíciles, y con sospechosa frecuencia
le suspendían su servicio de internet: sus mensajes se fueron espaciando… Me envió
su último libro, titulado Teoría y
práctica del Barroco y lo Real Maravilloso (2008), un grueso volumen donde
compendiaba prácticamente todo lo que había escrito sobre el tema y el
novelista cubano, y el voluminoso paquete -como ya me había advertido- llegó literalmente
cubierto de certificados, facturas, permisos de aduana, inspecciones especiales,
y una nota donde se leía que, por
tratarse de un libro, las autoridades venezolanas habían decidido eximirlo excepcionalmente de la
conversión de bolívares a dólares para pagar el porte en moneda nacional… Después vino el silencio y ya no me llegaron más
sus correos. Sé que su tristeza y su dolor fueron creciendo. Me dicen que murió
muy apartado, casi arrinconado: no le sirvió ni que su madre fue quien enseñó a
leer a la abuela de Chávez, allá en Sabaneta de Barinas, donde nacieron ambos.
Con
estos dos amigos sucedió como les ha ocurrido a muchos y temo les pasará a
muchos más: obnubilados por sus “convicciones de izquierda”, en algún momento
tuvieron la peregrina convicción de que “los cubanos” debían sacrificarse para
conservar puro y en alto el legado revolucionario y la dignidad latinoamericana…
pero cuando la “utopía salvadora” les correspondió a ellos, sintieron el rigor del
remedio que recomendaban para ajenos. Todo era magnífico, hasta que les tocó en
carne propia. Triste cosa, pero nadie
aprende en cabeza ajena. Los hombres ciegos -decía un antiguo sabio- pueden
ser castigados por los dioses al concederles sus deseos…
Ante
esta situación terrible que padece en agonía Venezuela hoy, ¿quién será el
Santos Luzardo, que enfrente decidida y victoriosamente las fuerzas
destructoras de la terrible Doña Bárbara que invade el poder en la Diabólica
Trinidad de Maduro, Cabello y Padrino? ¿López, Capriles, Ledezma, algún otro
por revelarse? ¿Quién asumirá ser la Marisela que signifique el tránsito desde
la barbarie a la civilización? ¿La fiscal fiscalizada, Luisa Ortega Díaz, antigua
portaestandarte del mítico Douglas Bravo (por cierto ¡aún vivo!) y hoy al
parecer ya decidida para enfrentar el atropello y la masacre de las libertades?
¿Quién será?
Hoy,
en la Venezuela del dolor, un frenético y multiplicado Juan Primito alimenta
generosamente con sangre juvenil sus voraces rebullones, que revolotean sobre
los llanos del Arauca como una inmensa corona fúnebre. Juan Primito, hoy, no
cabalga un potro, sino anda montado sobre una motocicleta como un quinto jinete
del Apocalipsis, que ya se prepara en la tierra del Libertador. ¿Quién y cuándo
lo detendrá? Mientras, en Miraflores, El
Dañero de El Miedo, forrado de medallas y abalorios esperpénticos, prepara
su próximo golpe …
[Continuará]
[Continuará]
[1]
Miembro de Número de la Academia Mexicana de Estudios Heráldicos y Genealógicos
y Miembro Correspondiente en México de la Academia de la Historia de Cuba en el
Exilio.
[2]
Cartas en la batalla. Desde la razón a la
desilusión. Editor: Harry Almela. Caracas, Alfadil Ediciones, 2004. La
carta de AMR a RFR en pp. 48-69.
No comments:
Post a Comment