Por Alejandro González Acosta, Ciudad de
México.
Pero hagamos algo de historia:
A partir del confabulatorio Foro de Sao Paulo (1990) (convocado por
Lula da Silva, pero concebido y asesorado por Fidel Castro), ante el derrumbe
del “socialismo real”, posterior a la Demolición
del Muro de Berlín y lo que este simbolizaba, y el fracaso de las
guerrillas en Latinoamérica como la única vía posible hasta entonces, según la
ortodoxia de la praxis comunista, de “acceso revolucionario al poder”, se
impuso una visión pragmática de urgente sobrevivencia para los gobiernos
personalistas (autoritarios o totalitarios) con fachada de izquierda, frente al
dogmatismo teórico de la antigua pureza marxista-leninista-maoísta.
Esto significó no un cambio de estrategia,
sino de táctica: el fin seguía siendo el mismo, tomar y mantener el poder a
cualquier precio, pero las vías, levemente diferentes, debían ser adecuadas a
los nuevos tiempos. En su nuevo programa de acción, continuaba como un asunto
capital la lucha mortal contra eso que algunos perseverantes ideólogos “de
izquierda” insisten en llamar peyorativamente “neoliberalismo”, y que no es más
que el liberalismo de siempre: no una filosofía y ni siquiera una escuela, sino
sencillamente una actitud. Y es que el liberalismo ha resultado siempre el
antagonista más decidido del comunismo y todas sus variantes, porque la
libertad económica reclama, tarde o temprano, la libertad política,
inevitablemente.
Esa intención descalificadora es clara y
sostenida. Quizá como gesto de reciprocidad, los así calificados de
“neoliberales”, podrían perfectamente motejar a sus oponentes de
“neocomunistas” o, con más precisión epistemológica, “neomarxistas”, pues han
desechado el viejo programa teórico de la toma violenta del poder por una
vanguardia -el Partido- expuesto y llevado a la práctica por Lenin, para asumir
de nueva cuenta el mensaje original del alemán y su “asalto al cielo”, pero
ahora desde las barricadas legislativas. Antes, había que conquistar los
cuarteles; hoy, la meta es tomar las curules.
Hábilmente, al fin se percataron que, en la
mayoría de las democracias precarias realmente existentes, quien controlaba al
Congreso, podría llegar a dominar la República por la vía pacífica y civilista,
abjurando de la antes inevitable vía armada, aprovechándose de las congénitas
debilidades de las mismas, si se cumplían ciertos requisitos para ello.
Una vez más en la historia humana, se
levantaba el antiguo peligro del cual alertaron Aristóteles, Polibio y
Plutarco, cuando denunciaron a la Oclocracia
(el nombre original del populismo y la demagogia) como la amenaza más temible
contra la democracia, mucho más dañina que la misma dictadura o la tiranía. El fantasma de la oclocracia -resurrección
escatológica emanada del putrefacto cadáver comunista- recorre el mundo de hoy,
como un espantoso vestigio de la implacable e inmutable condición humana, pues esta no es buena ni es mala; sencillamente, es así.
Y la persistente ingenuidad suicida de las
democracias, les brinda a los conspiradores todas las facilidades para lograr
sus siniestros propósitos. Debe recordarse que la democracia, en definitiva, no
es esencialmente más que un pacto de buena voluntad acordado por todas las
partes, y que basta que una de ellas sea aviesamente desleal, para que el
vínculo se quiebre y termine por derrumbarse todo el edificio: la historia
muestra puntualmente el interminable cementerio de las democracias así
destruidas, por sus mismos aturdidos o estafados defensores.
Con la estrategia planteada por el Foro de Sao Paulo, nueva Komintern latinoamericana, los partidos
comunistas fueron despojados de su protagónico papel histórico (los hombres mueren, pero el partido es
inmortal), por la tácita aceptación y hábil manipulación del viejo fenómeno
del caudillismo carismático latinoamericano –de raíces aldeana hispana y tribal
africana, aunque también con ingredientes continentales propios del autoritarismo
indígena- para formar una actualizada mezcla ideológica que, a juzgar por los
resultados inmediatos, fue bastante efectiva al menos durante un tiempo. De
esta suerte, fue postulado ese engendro carente de todo tipo de coherencia
ideológica y programática, pero con gran efectividad promisoria y publicitaria,
llamado Socialismo del Siglo XXI,
atrayente pero engañador, que ya ha aportado tantas y muy sobradas muestras de
estrepitosos fracasos, recientes y muy evidentes: pero ese moribundo todavía se
niega tozudamente a morir.
A pesar de tantos devaneos y subterfugios,
de abundantes maniobras descalificatorias y teorizaciones vacías, aunque les
pese, esos ideólogos confinados en la nostalgia, no pueden evitar algo que hoy
ya resulta ineludible: sólo hay un camino sensato para alcanzar la prosperidad
y el bienestar, y es el del capitalismo, como la única vía real que ha creado
riqueza para distribuir, pues más allá de ser una teoría económica, el
denostado pero siempre superviviente capitalismo no es más que la aceptación,
después de intentar vana y dolorosamente otros modos artificiales, de unas
reglas que vienen dadas por la propia naturaleza humana, modulable y regulable
por las leyes, pero esencialmente inalterable: el resto de las elucubraciones,
son utopías, algunas funestas y terribles. Después de la experiencia de varios
siglos, más que de capitalismo, hoy
debe hablarse de él como la única forma
moderna de la economía realmente operativa. Esto lo expuso tempranamente
Ludwig von Mises con su libro El
socialismo: un análisis económico y sociológico (1922), y lo demostró
plenamente poco después Friedrich von Hayek con su Camino de servidumbre (1944).
Todo lo anterior no pretende negar de
ningún modo las limitaciones, excesos y carencias que todavía presenta el
capitalismo: no es perfecto, pero sí es
funcional, lo que no puede decirse del comunismo y sus diversos disfraces y
subterfugios. No es ideal ni inmaculado, por supuesto, pero sin dudas es
perfectible, lo cual está demostrado por su misma historia. Y aplicadamente
empeñadas en este antiguo proceso (a pesar de sus “crisis cíclicas” y otros
desmanes y turbulencias), se encuentran las sociedades exitosas que continúan
limando las asperezas y rellenando las grietas que todavía presenta, como
cualquier otro producto humano. Quienes tozudamente han anunciado una y otra
vez, como un fervoroso mantra, la
destrucción del capitalismo, han tenido que soportar que, con cada revés, él
resurge más fuerte y cohesionado, fortalecido y perfeccionado, pues es capaz de
autocorregirse. En cambio, el
comunismo no puede emprender su propia transformación: cuando ha intentado
hacerlo, simplemente se destruye. Y los jerarcas totalitarios lo saben muy
bien. Por eso mismo no ceden “ni tantito así”, y la actual pantomima constitucional
cubana es una buena muestra de ello.
Por supuesto, el capitalismo finalmente
triunfal del futuro no será el capitalismo germinal de los burgos medievales,
ni el capitalismo en los inicios de la expansión renacentista, ni el
capitalismo comercial del siglo XVIII, o el industrial y mercantilista del XIX,
ni el peligrosamente engañoso capitalismo bursátil del XX, sino un capitalismo
de nueva generación, “recargado”, que se supera a sí mismo con cada etapa de la
humanidad, un capitalismo progresivo, socialmente responsable y solidario,
coherentemente humanista; es decir, un
capitalismo con rostro humano, mucho más funcional y probable que lo que el
comunismo prometió –e incumplió consistente y reiteradamente- bajo ese mismo
nombre.
Tendremos entonces un capitalismo que sea
productivo y eficaz en su funcionamiento, así como generoso y comprometido en
su distribución: un capitalismo
compasivo. El portentoso avance exponencial de la ciencia y la tecnología
serán decisivos para este resultado, que ya se anuncia como una Cuarta Revolución Mundial. Marx y su
compadre Engels nunca soñaron con esto: no podían. Los obreros y campesinos
actuales de las economías más desarrolladas, disfrutan por lo general niveles
de vida superiores a los de amplios sectores de las clases medias burguesas del
siglo XIX. En cambio, los campesinos chinos de las regiones alejadas de los
centros industriales de la China actual, mantienen una forma de vida tan
precaria como la de sus abuelos durante el Celeste Imperio, a pesar de ese injerto
de Capitalismo de Estado de corte
feudal, con el siempre enigmático “modo de producción asiático” que desconcertó
al mismo Marx.
Los logros palpables de las sociedades
capitalistas avanzadas son el mejor argumento probatorio de la eficiencia del
sistema, en contraposición a los delirios socialistas y comunistas, que sólo
han degenerado, no de manera casual sino inevitablemente, en dictaduras y
masacres. El socialismo (o el comunismo) realmente existente, ha resultado siempre mucho peor en cualquier
caso que el tan denostado capitalismo: la tenaz pervivencia de éste ha
demostrado sobre todo su auténtica
esencia humana: no se trata de crear un imposible “hombre nuevo”, sino de
contener por un equilibrado marco legal con los necesarios contrapesos, la ambición
y la codicia naturales de los seres humanos, pues si estas características son pecados (éticamente hablando) al
resultar incontenidas, son también las virtudes
que impulsaron al hombre primitivo para salir de las cavernas y buscar su
prosperidad y felicidad, ejerciendo ampliamente su talento y empeño. “El
hombre, lobo del hombre” no es una maldición: es, sencillamente, una
descripción, una condición congénita, pero también controlable.
Quienes han pretendido evadir esto, han
buscado otros senderos, igualmente erróneos. El mismo “mito genial” del
“socialismo nórdico”, ha sido demolido por el brillante Nima Sanadaji en su
ensayo El poco excepcional modelo
escandinavo: cultura, mercados y el fracaso de la ‘tercera vía’ del socialismo
(2015), y lo remató con Desenmascarando
la utopía: exponiendo el mito del socialismo nórdico (2016).
La búsqueda del beneficio individual, ya lo
dijeron David Hume, Adam Smith, John Stuart Mill, Jeremy Bentham y hasta David
Ricardo, redunda en el provecho colectivo. Se logra así un ciclo virtuoso, que
impulsa el progreso y el desarrollo. Pero este beneficio tiene que repercutir
entre todos de forma distributiva, como advirtió tempranamente el propio Smith,
quien debe recordarse que además de ser el autor de La riqueza de las naciones, también lo fue de la Teoría de los sentimientos morales, cuyo
concepto de la empatía ha tenido eco
hasta en nuestro contemporáneo y laureado Amartya Sen. Hoy se empieza a
configurar progresivamente algo que podría llamarse sociocapitalismo moderno, como ha venido sosteniendo desde hace
años Robert Corfe en su tratado básico Social
Capitalism in Theory and Practice. Emergence of the New Majority (2008) y
otras de sus obras, lamentablemente poco difundidas entre nosotros.
Un argumento innegable es que cuando ya se
encuentran en situación de libertad las sociedades sometidas al control
represivo comunista, regresan de
forma natural a la competencia individual, al respeto de la propiedad privada y
el mercado libre. No hay que imponer el
capitalismo: este recupera su supremacía de modo automático (en ocasiones,
es cierto, también de manera traumática en un primer momento de transitoria
readaptación), mientras que el comunismo
siempre es una imposición, pues pretende ir contra la misma condición
humana. Es una idea, perversa, que aspira triunfar sobre la realidad.
Desde hace mucho tiempo, el comunismo puro ha abandonado su prédica
filosófica y económica ortodoxa, pero sostiene su absoluto control social y
político. Los sistemas “comunistas” supervivientes resultan apenas las toscas
caricaturas de lo que fueron idealmente en el pasado: son vulgares dictaduras
totalitarias, pero que aplican en la práctica la tan denostada explotación
capitalista más cruel e inhumana, para sostener una camarilla de poderosos, quienes
ya no son los funcionarios del Partido, sino los nuevos gerentes de un sistema
de explotación esclavista y feudal con una hipócrita fachada ideologizada. Pero
para sostener tan precario edificio, al menos ante la mirada de la propaganda
tan importante para el mantenimiento y justificación del sistema, necesitan de
una escenografía trucada y engañosa que les otorgue cierta disputable
legitimidad y aunque sea una levísima apariencia de legalidad.
Eso precisamente es lo que está ocurriendo
ahora en Cuba con la pretendida “constitución” en ciernes.
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