Por Alejandro González Acosta, Ciudad de México
Significativamente, al mismo tiempo que
esos estrategas de la eterna revolución
alteran, manipulan y fabrican “constituciones” a la medida de sus apetitos de
control y dominio perpetuo en sus sociedades, al parecer ahora hay algunos
ideólogos que pretenden, ingenua, incauta o perversamente, encabezar la
recuperación de un cierto parlamentarismo
a modo en América Latina, y quizá conciben legitimar y hacer aceptar como
“constituciones”, las que no son otra cosa que torpes caricaturas de las
constituciones reales. No sólo no son constituciones auténticas, sino resultan
verdaderas anticonstituciones, la
negación misma de la esencia de un instrumento contractual entre gobierno y
gobernados.
Animados por conceptos y convicciones muy
esenciales, los Padres Fundadores de los Estados Unidos, levantados franca
y decididamente en armas desde 1776, finalmente ratificaron su Constitución en 1788, y siguiendo en
cercanía su huella, pero por otro camino, los asambleístas franceses de 1791,
establecieron meridianamente en la suya, asumiendo puntualmente el ya
mencionado Artículo 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y del
Ciudadano que aprobaron los legisladores franceses en 1789: “Si no hay una
auténtica división y equilibrio de los poderes en un Estado, y si no existen
derechos plenos garantizados para los ciudadanos, no hay una Constitución verdadera”.
Lo demás, son cuentos de Calleja: no son constituciones reales, sino apariencias
de ellas, espejismos hábilmente fabricados, o escenografías de un nuevo Príncipe
Potemkin, destinadas al engaño y el fraude. Buscan (ingenua o aviesamente) una
aceptación espuria al tratar de semejarlas a las auténticas constituciones, y
hacerlas participar de su prestigio legitimador y, para los incautos
precipitados (o los compañeros de ruta siempre de solícito servicio), obtener
el reconocimiento y aprobación de ellas. En realidad, sólo son sofismas,
apariencias engañosas de algo que no es más que una estafa jurídica.
Es más, no puede hablarse siquiera que
existan constituciones de facto y de jure: sólo puede haberlas, en
estricto derecho, cuando sus principios esenciales -la división y el equilibro
de poderes, y los derechos ciudadanos- no sólo están plenamente establecidos,
deslindados y garantizados, sino son de exigible cumplimiento, no en abstracto,
sino mediante su propio articulado constitucional.
Una auténtica constitución sólo puede ser,
y considerada como tal, si lo es plenamente de
jure (es decir, convocada, concebida y elaborada por los representantes
múltiples y soberanos de una nación), y luego de facto, o lo que es, ya aceptada libremente por la mayoría en
comicios abiertos y supervisados internacionalmente. De hecho, como una más de sus olvidadas
virtudes y que fue uno de sus principales aportes jurídicos internacionales en
su momento, la Constitución cubana de
1940 ofreció además, pioneramente a nivel continental (inspirados en la
reciente y espiritualmente cercana Constitución
española de 1931), la creación –originada en los postulados de Kelsen- de
un Tribunal de Garantías Constitucionales
y Sociales (1940-1959), y también emanada de aquella, un Tribunal de Cuentas (1944-1960) cuyos
propósitos, misiones y sentidos expresos, eran en conjunto la salvaguardia de
los derechos de los gobernados, incluso ante los mismos poderes (Ejecutivo,
Legislativo y Judicial), como órganos soberanos e independientes, facultados
para cautelar la acción del Estado frente a los ciudadanos y tutelar los
derechos de estos. Los legisladores y juristas cubanos, con semejantes aportes
y singularidades excepcionales, se encontraban en la vanguardia jurídica
continental no sólo desde 1940, sino desde el inaugural 1901 con la primera Constitución de la República de Cuba.
Figuras como Antonio Sánchez de Bustamante
y Sirvén y Rafael Montoro y Valdés estaban entre las mentes jurídicas mejor
amuebladas de su momento a nivel mundial. Fue entonces el esplendor de la
república ilustrada cubana, degenerada después hasta los lamentables y
patéticos niveles subterráneos actuales. Esto comprueba que para que el
pensamiento jurídico florezca, debe prevalecer un grado aceptable de
civilización y tolerancia, así como un espíritu generoso de las leyes y la
genuina existencia del estado de derecho, elementos todos que brillan
escandalosamente por su ausencia en la triste y esclavizada isla de hoy. Cuando
no se puede hablar en libertad, se termina por tampoco razonar, condenando a la
existencia animal a los seres humanos pensantes. No “constituciones”, sino Reglamentos para Esclavos u Ordenanzas para ganado dócil son las
leyes cubanas hoy, al capricho y servicio del poder, sin ningún contrapeso
admitido y ni siquiera tolerado. No debe escandalizar el calificativo de esclavos: dícese así en derecho de quienes no pueden disponer libremente de su
fuerza de trabajo, definición que ajusta perfectamente a la casi totalidad
de los habitantes actuales de la isla. De esta suerte, la “constitución” en
proceso será la mejor heredera y representante de ese estado calamitoso e
indignante: un nuevo dogal ajustado al cuello del sufrido pueblo cubano, ante
la apatía, la indiferencia y la complicidad del resto del mundo, que al parecer
tiene otros problemas más graves y urgentes a los cuales dedicar su atención.
Y así seguirá, hasta un día: quizá los hoy
vivos no lo veamos, pero la historia enseña implacablemente que aún las más
terribles tiranías han caído, y finalmente ha prevalecido una inextinguible
ansia de libertad, que es consustancial con la condición humana, la cual nos
distingue de los otros seres animados. También para Cuba, “más temprano que
tarde, se abrirán las grandes alamedas”.
Intentar pasar esas “pseudoconstituciones”
siquiera como levemente legítimas y hasta aceptables, a tal punto que resulte
digna de estudio para considerar su posterior transformación, es tratar de
vender gato por liebre, y además un acto tramposo, de pobres o muy torpes
prestidigitadores teóricos, pues no resiste el más elemental análisis jurídico.
Esa actitud de algunos significa, además,
la expresión de ese dañino relativismo
jurídico que tantos males acarrea a las democracias incautas y manipuladas.
Partir de una premisa falsa, sólo puede llevar a conclusiones erróneas: ello
indica incoherencia teórica, pobreza intelectual y debilidad ética.
En condiciones de servidumbre como las
impuestas en las sociedades sometidas al yugo totalitario, mientras subsista
este, no pueden concebirse, formularse, redactarse ni proclamarse
constituciones verdaderas. Todo es una caricatura, un simulacro, una burda
farsa y una burla al sentido común y al pensamiento jurídico auténtico. Aunque
las suscriban juristas calificados con abundante obra publicada y supuestos
prestigios académicos, aunque simulen discutirla y hasta incurran en la
ficticia convocatoria de un referéndum popular para consagrarlas, ellas son
falsas, irreales, engañosas y mentirosas. Son el peor escarnio a una auténtica
constitución, pues hipócrita y traidoramente utilizan su ropaje para
disfrazarse y tratar de sustituirlas, pero además son adefesios teóricos y la
mofa más cruel contra sus sociedades esclavizadas y también contra la comunidad
internacional, pues simulan una falsa legalidad de la que carecen desde su
misma concepción: esas maniobras distractoras nacen viciadas de origen. Su
estudio se antoja superfluo, vano y un injustificado dispendio de tiempo, y aún
su consulta más somera, como un esfuerzo digno de mucha mejor causa. Quienes
incurren en ello son Tartufos togados.
Al pretender poner en un mismo plano de
origen las constituciones auténticas y las falsarias, esos académicos prestan
quizá sin saberlo –espero- un triste servicio a la causa de las libertades en
el continente. Probablemente sin tener una conciencia de ello a plenitud,
incurren en complicidad con los represores, pues les conceden una legitimidad
de la que carecen totalmente en principio. Contrario a lo que alguien ha
afirmado, una revolución no es ni puede
ser fuente de derecho, porque esto es contrario a su misma esencia y a su
espíritu. El derecho, como una ciencia en sí misma, lo definen estudiosos y
especialistas, nunca multitudes iletradas, alucinadas, enfervorizadas y
manipuladas. Aunque no quisiéramos aceptarlo, la definición estricta del
derecho es un asunto de élites ilustradas, y negarlo es retroceder a la época
sangrienta del circo romano. La “revolución” es, precisamente, la supresión de
todo derecho en nombre de un supuesto interés superior colectivo inexistente,
pues, aunque intenten disfrazarlo con los más primorosos ropajes retóricos, con
ello sólo se impone la ley primitiva del transitoriamente más fuerte, práctica
contraria a las sociedades civilizadas y a un auténtico sentido legal y
jurídico.
Es un precepto jurídico universalmente
aceptado que una ley puede ser legal, pero no ser justa (lo cual es frecuente),
y eso aplica perfectamente aquí. Una consulta a fondo del manual de Hans Kelsen
(1881-1973) sobre la Teoría general del
Estado (1925) podría ilustrarnos en el despropósito del régimen cubano. Si
bien es cierto que “cada pueblo tiene el gobierno que se merece”, también lo es
que “cada pueblo tiene las leyes que acepta”. Sin embargo, a pesar de esto, eso
no quiere decir que siempre sean legítimas ni auténticas las leyes, pues en su
coyuntural aceptación intervienen factores muy diversos, desde fugaces
deslumbramientos hasta bien fundados temores: “Un pueblo que se ve obligado a
obedecer y obedece -dijo Juan Jacobo Rousseau en su Contrato social- hace bien. Pero el pueblo que estando obligado a
soportar un yugo y pudiendo sacudir este lo sacude, obra mejor todavía,
recuperando su libertad por el mismo derecho con que se la han quitado”. Este mismo fragmento fue citado por un joven
abogado que asumió su propia defensa, según garantizaba el marco jurídico de su
momento, para expresarse con total libertad y sin límite alguno ante quienes lo
juzgaban por organizar y ejecutar una masacre: ese juvenil roussoniano se llamó Fidel Castro Ruz.
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