Por Alejandro
González Acosta, Ciudad de México.
Para no confundirnos en las retorcidas
elucubraciones del régimen impuesto durante 60 años en Cuba, conviene recordar
y precisar algunos sucesos históricos, conceptos y nociones relacionados.
Sólo puede hablarse de una Constitución, como tal, a partir de la
elaborada por los representantes de las Trece Colonias quienes fundarían los
Estados Unidos de América, en una lucha iniciada en 1776. Debe considerarse
que, en ese caso excepcional y pionero, primero fue el país y luego la
constitución: la soberanía ya
alcanzada se tradujo en un programa.
Todos los instrumentos jurídicos
anteriores, desde la Carta Magna que
arrancaron los barones ingleses a Juan I Plantagenet “Sin Tierra” en 1215, o en
el derecho hispano los fueros aragoneses y las prebendas castellanas, las Siete partidas de Alfonso X El Sabio, y
el aparato jurídico feudal concebido por Carlos Magno, y aún antes con los
órganos de poder en el Imperio Romano, y todavía más atrás, las leyes
atenienses y hasta el Código de Hammurabi,
no son realmente constituciones, ni
pueden serlo. Son construcciones legales, códigos, reglamentos, colecciones
de leyes y disposiciones que regulan el comportamiento social, pero ninguna
tiene una parte dogmática doctrinal y otra procesal o instrumental que las
configure como tales.
En todo caso eran acuerdos (algunos arrancados por la fuerza, como la inglesa Carta magna libertatum), o estatutos
parciales, pero no existía un aparato jurídico ni menos un auténtico espíritu
constitucional (co-institutio: es
decir, acuerdo de partes, a su vez proveniente de cum-statuere, establecer). Las auténticas
constituciones atañen a principios humanos esenciales y no a coyunturas
políticas. Son compromisos y acuerdos de los reyes y príncipes (concordatos si son suscritos por
representantes de la iglesia), con sectores especiales, sean lo mismo la
aristocracia, que gremios de artesanos o burgraves
hanseáticos. Lo más cercano al histórico documento concebido por los colonos
hasta ese momento ingleses en 1776, de algo parecido remotamente a una constitución, serían los acuerdos
contraídos por los representantes cantonales de la antigua Helvecia, hoy Suiza,
en plena Edad Media.
La famosa Carta Magna que hoy se exhibe en el vestíbulo de la British Library, fue sólo un manojo de
ciertos derechos colectivos procesales, para proteger a los nobles de los
excesos de la corona y con una frágil existencia (su ejercicio sólo duró tres
meses). En todo caso fue un compromiso político arrancado por la coerción, la
amenaza y la fuerza de los nobles anglosajones, sublevados contra un monarca
normando tan cruel como traicionero.
Aristóteles comentó en su tratado Sobre la Política las formas en que se
organizaban cada una de las polieis
griegas, ponderando sus virtudes y defectos. Siguiendo a su maestro, Polibio hizo
algo parecido con el régimen mixto de Roma, estudiando la combinación de lo
popular (los Comicios) con lo
aristocrático (el Senado). Marco
Tulio Cicerón continúa esta tradición exegética en su tratado De re publica (“De la cosa pública”),
sentando entre todos ellos lo que después sería la materia o disciplina
constitucional: toda sociedad o grupo humano civilizado asume y elabora normas
o leyes para organizar su funcionamiento, y ese es por tanto el germen de una
constitución política, es decir, el acuerdo de convivencia en la polis entre gobernantes y gobernados.
Sólo en fecha relativamente cercana
(1775-1783, para las Trece Colonias,
o 1789-1799, cuando se desarrolló la Revolución
Francesa), las constituciones se transforman de ser simples normas a convertirse
en conceptos propiamente ideológicos. Si lo ocurrido en las colonias británicas
fue en principio un suceso regional, lo devenido en Francia resultó para sus
protagonistas, consciente y expresamente desde el principio, un acontecimiento
universal. Los patricios norteamericanos, en principio, crearon instituciones
legales sólo para sus colonos, pero los constituyentes franceses legislaron
desde el principio para el mundo. Así se demuestra en el tenor mismo de cada
una de sus respectivas constituciones. Es la diferencia esencial que existe
entre el principio de la declaración “We,
The People”, con un referente esencialmente americano, es decir, de las
Trece Colonias, y el de “Des droits de
L’Homme et du Citoyen” que va dirigido no sólo a los franceses sino al
universo entero. En los propósitos iniciales se personalizan dos revoluciones
complementarias, una regional y otra universal.
En un principio, la rebelión de los colonos
hasta entonces ingleses ultramarinos, no buscaba expresamente expandirse más allá
de sus límites, pero la voluntad de los revolucionarios franceses sí fue
decididamente traspasar las fronteras nacionales desde el principio, y llevar
un mensaje universal de redención y liberación. Las monarquías vecinas así lo
entendieron y por ello operaron en consecuencia.
Por todo lo anterior, el Artículo16 de la francesa Declaración Universal de Derechos del Hombre
y el Ciudadano en 1789 es claro y terminante: “Toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no esté
asegurada, ni la división de poderes determinada, carece de Constitución”.
Esto es tan axiomático como la Ley de la Gravedad. Algunos hoy pretenden, bajo
un ánimo relativista, negar la universalidad de ese principio, y acusan con
ligereza de “absolutistas” a quienes defienden coherentemente la pureza
original e integral del mismo, pero su posición carece de sustento jurídico.
Los pensadores liberales, herederos del
racionalismo de la Ilustración,
asumen un concepto clásico de la cultura occidental, y exponen que sólo puede
considerarse aceptable la propuesta expresada en su modelo paradigmático, que
después será revisado y enriquecido por Kelsen. Por consiguiente, la primera constitución (federal y nacional)
como tal de la historia mundial, es la de los Estados Unidos (redactada el 17
de septiembre de 1787 y ratificada el 21 de junio de 1788), que superaba con
mucho su referente jurídico cultural inmediato, la británica Carta Magna. A su clara y terminante definición conceptual, se añade después
la misma eficacia jurídica de su
garantía. Así, pues, no pueden tomar fraudulentamente el ropaje de las
auténticas constituciones, aquellos disfraces hurtados que se colocan el
antifaz engañoso, sin el reconocimiento previo de los derechos de los
contratantes, y sin una separación de poderes que garantice su protección y
cumplimiento.
Orgánica y cohesionadamente, las
constituciones modernas tienen un Prólogo
(donde se define su intención y alcance), una parte Orgánica (que expone de manera concreta el principio de la
separación de los poderes), y una sección Dogmática
(donde se relacionan las tablas de los derechos fundamentales). Pueden ser
sustantivas y esenciales, como el derecho anglosajón y germano, o descriptivas
y puntuales (como en el derecho hispano), pero comparten esas divisiones de manera
más o menos explícita o sucinta.
Todo este recorrido lo han obviado y
tratado de borrar los “constitucionalistas” de la tiranía cubana. Partiendo de
un postulado falso e irreal de que “toda revolución es fuente de derecho”, han
elaborado sus mamotretos falsarios y les han obsequiado el nombre de
“constituciones”, con total perversión manipuladora, para buscar el prestigio
legitimador que ellas otorgan, pero las mismas no son ni pueden ser tales.
La revolución,
un concepto físico y de fuerza, no puede ser origen ni fuente de legitimidad
para un instrumento de equilibrio como es esencialmente una auténtica
constitución. El origen de esta se encuentra en las ideas y los conceptos
humanos universales, no en los hechos físicos de violencia. Es absolutamente
imposible que lo sea pues una revolución
puede imponer, pero no logra legitimar, ya que la fuerza pertenece al
terreno de las acciones y es algo mecánico, y la legitimidad corresponde al
campo de los ideales, intangibles, eternos y universales, y pertenece al
territorio de lo moral. Una “revolución”, al carecer de la legitimidad del
derecho, es una masacre, una barbarie con poder, y la violencia engendra sólo
ilegitimidad, porque es contraria y enemiga de la razón.
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