Alejandro González Acosta, Ciudad de México
Una ley, valga la redundancia, puede ser legal pero no necesariamente justa: la noción de justicia trasciende
las enunciaciones jurídicas, está por sobre ellas y es intangible, y se
relaciona directa y proporcionalmente con el bien común y la salvaguarda y
protección del individuo.
Paradójicamente, en algunos países
sometidos a regímenes autoritarios, si no ya francamente totalitarios, las
instancias máximas de impartición de justicia persisten en ser llamadas como Cortes Supremas de Justicia de la Nación,
cuando en verdad lo que les correspondería más, de acuerdo con sus propios
alcances, sería la de Comisiones
Nacionales de Interpretación y Aplicación Selectiva de las Leyes.
Hoy, en muchos de esos casos, se aplican las leyes, pero no se imparte una justicia verdadera. Cuando
el control totalitario de esas sociedades ya es perfecto, tanto el poder
Judicial, como el Electoral y el Legislativo, se pliegan a los mandatos del
Ejecutivo. En esas condiciones, aprobar una “constitución” es una sangrienta y
escandalosa burla para los gobernados, y para el sentido común. Y también un
escarnio para la opinión pública y académica mundial.
El hecho de que se instale por métodos y
vías viciados de origen una “asamblea” con pretensiones de “constituyente”
(para serlo, necesita cumplir con la representatividad voluntaria y general), y
se emita y publique un documento titulado como “constitución”, no es más que
una triste caricatura y un cruel atropello contra los ciudadanos, que luego no
sólo serán oprimidos por ella, sino que además la propia existencia de ese
documento espurio y falsario, los vetará para denunciar su opresión de origen:
esas seudoconstituciones serán el
efectivo instrumento de sus propias paleodictaduras.
Aceptarlo, es complicidad. Defenderlo, es traición. Negarlo, es cobardía.
En el grado más alto de esta escala de
manipulación y como su “modelo ejemplar”, está la llamada “constitución” cubana
de 1976, reformada instantáneamente en ocasiones según la conveniencia del Jefe
–quien es en realidad el Legislador Único y Supremo- y la complacencia de sus
cómplices; le siguen, en sucesivo declive, la venezolana “bolivariana” de 1999,
donde se incrustaron en su texto, previsora y hábilmente agazapados, tres
artículos como “manzanas envenenadas”, para desmontarla y dinamitarla cuando
fuera necesario; y la boliviana, ignorada por el Tribunal Superior de Justicia
en desvergonzada complicidad total con el Ejecutivo, y otras ubicadas
decididamente en la neblina del Foro (más bien, “forro”) de Sao Paulo.
Como parte de una cuidadosa estrategia
sobre la cual casi nadie ha reparado, a la Constitución
venezolana de 1999, se añadió el mote de “bolivariana”, y fue elaborada con
la presumible asesoría de los especialistas jurídicos cubanos, formados en la
probada práctica del derecho soviético estalinista, y ya muy duchos en estos
menesteres sofistas. No es casual que, con su proverbial elegancia retórica, el
propio Hugo Chávez Frías se refiriera a ella como “La Bicha”, expresión con
clara intención peyorativa. “Bicho (a)” es un coloquialismo venezolano para
referirse a “cualquier objeto cuyo nombre se ignora, no se acuerda o no se
quiere mencionar”, y figuradamente, es equivalente a “astuto” y hasta
“traicionero”.
En la misma se incluyeron los Artículos 347, 348 y 349, que además de
un vacío jurídico y de interpretación, creaban intencional y aviesamente el
contexto para un futuro Golpe de Estado
desde el Ejecutivo, atentando contra la división e independencia de los
poderes, y en ellos se basó la creación de la espuria Asamblea Nacional Constituyente de 2017, convocada por el Decreto Presidencial N° 2830, expedido
por Nicolás Maduro el primero de mayo de ese año, llamando a unas “elecciones”
el 30 de julio, y siendo finalmente instalada al completo gusto del mandatario
el 4 de agosto, para funcionar por dos años, cuando –perversa, reveladora y
curiosamente- termina sus funciones la anterior, la legítimamente elegida Asamblea Nacional, liderada por la
oposición y enfrentada con el gobierno imperante. Sus 545 miembros fueron
aviesamente elegidos (en realidad, designados) en unos comicios que no resisten
el menor examen de legitimidad procesal, y que en su composición sectorial y territorial
reproduce con pasmosa puntualidad las convocatorias
estamentales de la Italia de Mussolini, que tanto celebrara en España José
Antonio Primo de Rivera, y quien fuera lectura predilecta del joven Fidel
Castro Ruz en el Presidio Modelo de Isla de Pinos. Si antes del 4 de agosto de 2019 Maduro y su régimen no han sido
removidos, prácticamente nada ni nadie podrá hacerlo después.
En esta oportunidad, lo cual vicia de
origen todo el proceso constituyente, Maduro ni siquiera convocó a un referéndum semejante al que con igual
propósito realizó su antecesor Chávez el 23 de abril de 1999: la dictadura es,
por su misma impunidad, cada día más evidente y descarada. Quizá ha oído de sus
mentores aquello de “poder que no abusa, pierde prestigio” …
Especialmente el Artículo 349 fue redactado intencionalmente de manera tan ambigua,
que dejó abierta la puerta para ser utilizado como pretexto para la
consolidación de una dictadura: en su segunda línea señala que “los poderes
constituidos no podrán en forma alguna impedir las decisiones de la Asamblea
Nacional Constituyente”. De tal suerte, el contrasentido jurídico pone
exclusivamente en manos del Presidente convocar a un nuevo ente político, por
encima de todos los otros poderes constitucionales, y además hacerlo blindado e
imbatible. Bastaba colocar a la persona precisa en el sitio adecuado para que
la coartada resultara perfecta: la incondicional Delcy Rodríguez, quien
entiende la justicia como venganza, según ella misma ha declarado. El rescoldo
de democracia que pudiera subsistir todavía en Venezuela, quedaba así
definitivamente aniquilado: la antorcha libertaria resultaba completa e
irremediablemente apagada.
Y justamente ahora, cuando algunos pueblos
empiezan a liberarse de la enervante modorra populista -Argentina, Brasil
Uruguay, Chile, Ecuador- se emprende un esfuerzo digno de mejor causa, para
tratar de conferir cierta “legitimidad” al aceptar como “constitución” con un
puñado de opiniones a semejante caricatura de “ley general”. Considerar
seriamente ese engendro, es de una ingenuidad que podría ser conmovedora si no
fuera preocupante. Quizá ese pensamiento naive
se explique por la circunstancia de que sus actores no son constitucionalistas
y ni siquiera abogados. Provienen de otras ramas del saber, pero habría que
recordar aquellos versos de Góngora, “rosal, menos presunción donde están las
clavellinas…” O, con sencillez paremiológica, sólo declarar ortopédicamente: Zapatero, a tus zapatos.
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