Por Alejandro
González Acosta, UNAM, Ciudad de México.
Son
varios, desde Blanche Zacharie de Baralt (El
Martí que yo conocí), los que se han referido al famoso abrigo olvidado por
Martí y su recorrido posterior, hasta el más reciente, Antonio José Ponte,
quien elabora una interesante reflexión acerca de la metafísica de la prenda y
su portador, sobre la cual construye una audaz propuesta epistemológica y
ontológica cubana para los tiempos presentes y por venir (“El abrigo de aire”, El libro perdido de los origenistas[1])
que concitó alguna crítica ácida. Pocas son las prendas de vestir más
jaloneadas y comentadas en la literatura mundial, que este abrigo, paletó,
sobretodo o gabardina martiana, que ha ido del marrón al negro y de la Ceca a
la Meca, de Nueva York a Toledo.
Ese
abrigo olvidado en la premura por su propietario, camino al martirio en la isla,
ha pasado de mano en mano, más bien, de hombros en hombros, lo mismo por los de
Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes que hasta los del atrabiliario Don Artemio
del Valle Arizpe, para finalmente desaparecer en una misteriosa noche toledana,
después de haber sido profanado por las dentelladas de unos sacrílegos perros
castellanos, flacos como Rocinante y torpes como Sancho Panza. La última pista
de la prenda la sitúa en las manos de una presunta zurcidora de un hotelucho
toledano, quien se esfumó junto con el abrigo. Quizá no era una “cleptómana de
bellas fruslerías”, como decía el famoso danzón, sino de sólidas reliquias, prendas
masculinas que despertaban su codicia o lascivia... Quién sabe. Lo cierto es
que al abrigo, como al protagonista de La
vorágine, “se lo tragó la selva”. Pero quedó la huella de su leyenda y el
trazo de su parábola.
En
nuestros lares, puede venerarse desde un ayate milagrosamente impreso –de
acuerdo con la tradición- en la tilma de un pobre indígena (del cual a pesar de
su santificación no contamos con pruebas sólidas de existencia histórica, y que
al parecer sí fue pintado por mano humana, según el testimonio de varios
testigos en las Informaciones de Montúfar
-1556- donde se menciona como autor al tlacuilo
indígena Marcos Aquino Cipac), hasta un huesito de Santa Bárbara Bendita en la
Iglesia del Espíritu Santo, que algún hábil poeta párroco “encontró” (colocó,
en realidad) para promover el urgente y muy necesario incremento de donativos y
limosnas, y así poder restaurar ese templo, el segundo más antiguo de La Habana
(es decir, por una buena causa): somos afectos a las reliquias y la veneración
de ciertos despojos, sean religiosos o civiles.
Cuba
–no está de más recordarlo- es esa ínsula que en un principio fue identificada
con aquella “Isla de Utopía” de Tomás Moro, y por tanto en ella todo es
posible.
Las
reliquias existen y circulan, creando su ámbito propio y protector para cada
comunidad. Los valencianos juran que tienen el Santo Grial, y en Oviedo, muchos
aseguran que el Paño Santo de la Verónica está en su catedral.
Pero
pocas veces, dos reliquias tropiezan entre ellas, como es el caso del famoso gabán
de Martí y el menos conocido ropero –armario
o escaparate- de Juan Clemente Zenea. Ambos personajes poseen condiciones para
el martirio, pues fueron poetas que murieron
violentamente: en una torpe escaramuza en medio de un potrero el primero, y el
segundo fusilado (como muchos más) en un foso donde hoy se celebra una rumbosa
feria de libros.
Si
revisamos su historia, aquel gabán martiano parecía tener poderes taumatúrgicos,
pues de sus bolsillos brotaban lo mismo poemas, proclamas y artículos, que el Prontuario científico de Paul Bert[2].
Del armario, en cambio, se sabe poco.
En
unas cartas cruzadas entre Alfonso Reyes y Max Henríquez Ureña (hermano de
Pedro, y autor de un insustituible Panorama
histórico de la literatura cubana, insuperado hasta hoy), se alude a ese
mueble, y se indica cómo se gestan estas leyendas tan gratas a los pueblos y
tan propicias para ser llevadas a la literatura. Henríquez no menciona quiénes
son los dueños del ropero de Zenea, pero puede suponerse, como dice “de una vieja
familia cubana de Bayamo”, que se tratara de su amigo desde muchos años antes, y
que fuera vecino de Reyes en Madrid, José María Chacón y Calvo, Conde de Casa Bayona,
Señor de la Villa de Santa María del Rosario, y munífico erudito y gastrónomo,
pues según confesión del autor de Memorias
de cocina y bodega, varias veces le calmó el voraz apetito invitándolo a su
mesa, en esa época difícil de magros ingresos, duras penas y tristes añoranzas
de la tierra nativa, en especial, tentándolo con los famosos “Frijoles negros a
la cubana, con la salsa roja secreta de los Marqueses de Aguas Claras”, que llegó
a Chacón por sus vínculos familiares. Reyes cuenta hiperestesiado en alguna
parte, cómo ascendía aquel olor irresistible y perturbador hasta su buhardilla,
proveniente de la cocina de su vecino cubano, dos pisos más abajo, en su casa
de Madrid. El 3 de agosto de 1955, Max le escribe una carta a Alfonso:
Mi querido Alfonso:
Loló de la Torriente me
ha remitido, con el encargo de hacértelo llegar, un recorte con tu artículo
aclaratorio sobre el abrigo de Martí.
Aunque no eran muy
frecuentes en Pedro las bromas, al menos sin que se aclarasen tarde o temprano,
pienso que con el abrigo de Martí pudo pasar algo semejante a lo que con “el
armario de Juan Clemente Zenea” que tenía un amigo mío, y cuya historia es
ésta: Una familia de Bayamo (lugar de nacimiento de Zenea), traspasó a ese
amigo un magnífico armario antiguo, de maderas preciosas del país, y como esa
familia estaba emparentada con Zenea, surgió la pregunta: ¿”No usaría Zenea
este armario que ya tiene siglo y medio”? Nadie pudo contestarla satisfactoria
o negativamente, pero entre bromas y sonrisas comenzó a llamarse ese mueble “el
armario de Zenea”. Al cabo de un tiempo, ese precioso mueble no tenía otro
nombre, y ese era el que tenía cuando me lo mostraron, pero a mis preguntas
inquiriendo la verdad o falsedad del hecho, me contestaron con la relación que
ahora te hago, y esto gracias a que aún vivía una persona anciana que recordaba
el asunto, pues de lo contrario ya ese hubiera sido, sin apelación posible “el
armario de Juan Clemente Zenea”.
Adiós. Sigo aquí hasta fines de mes. Afectos a
Manuela.
Abrazos de
Max.
El
5 de agosto, desde México, Reyes le escribe a Henríquez Ureña, en Los Ángeles,
y le dice:
Querido Max:
Gracias por tu carta del 3 de agosto, gracias
por el recorte y gracias por la historia del armario de Zenea.
Para
el origen de los mitos. Muchos saludos afectuosos. Estoy metido en cama con
achaques, por eso no te escribo más. Un abrazo.
Alfonso Reyes.
Y
el 26 de septiembre, Max le responde a su amigo Alfonso:
Mi querido Alfonso:
Recibí tus dos cartas sucesivas, del 21 y 22
del corriente, la última de las cuales viene con el artículo de Artemio sobre
el hipotético gabán de Martí.
Me sugieres que me ocupe de que ese artículo
salga aquí en algún periódico, y así lo haría, enviándolo a Loló de la
Torriente, ya que fue ella la que trató el asunto del “gabán” en Alerta, pero después de leer
detenidamente ese artículo me decido a no hacerlo por las razones que resumo
así: en primer término, lo único que podía interesar a los cubanos es que se
esclareciera el origen del gabán y se determinara si era auténtico o si hubo
alguna confusión en la atribución del mismo a Martí, pero el artículo de
Artemio deja las cosas como estaban y sólo se refiere al destino final de ese
gabán, que Pedro dejó abandonado sin atribuirle, por lo visto, mayor
importancia; en segundo lugar, pienso que, no obstante lo bien que escribe
Artemio, no faltarán quienes estimen poco discreto mezclar reiteradamente el
nombre y el recuerdo de Martí con ardentías callejeras de perros en celo, y
hasta quien proteste de que se diga de uno de esos perros españoles que era
patriota como Martí. Tú sabes que, por bien que las cosas se digan, la susceptibilidad
de los pueblos es muy grande, sobre todo si se trata de sus hombres máximos. No
sé si recordarás cómo algunos periódicos protestaron airados contra Gabriela
Mistral, hace muchos años, cuando lamentó que Martí viniera a ofrendar su
“carne de faisán” al llegar la hora de las reivindicaciones violentas. Todo se
arregló después con unos párrafos de Gabriela y con la defensa que de ella
hicieron varios escritores. Con mayor motivo podría sobrevenir un escarceo
periodístico, nada deseable, si se publica este artículo de Artemio, que por
otra parte yo juzgo que es, en su esencia, de bastante mal gusto y yo
lamentaría que el nombre de Pedro se viera mezclado en ese escarceo[3].
Por último, no veo la necesidad ni la
conveniencia de seguir desarrollando este tema. Lo único que hay, en concreto,
es que tú has narrado un recuerdo de Pedro, y que él creía que ese gabán era o
había sido de Martí, o lo había usado Martí. Pedida aclaración al respecto, no
hay hoy quien pueda facilitarla, afirmativa o negativamente. En eso ha quedado
la cuestión, y carece de interés seguir dándole vueltas.
Bueno. Me he extendido más de lo que pensaba.
Te mando otros dos recortes que han salido en estos días: uno de Vitier y otro
de Pastor Benítez.
Muchos afectos a Manuela. Te abraza tu afmo.
Max.[4]
Prevaleció
la sensatez del dominicano Max sobre el entusiasmo del mexicano Reyes: no se dijo nada del ropero pensando en
el abrigo, no fuera a resultar que los susceptibles cubanos se molestaran,
viendo indignados cómo se aireaban semejantes trapos (en efecto, ripios, después
de la canina intervención toledana) de un personaje tan entrañable. Es conocido
que en ese país, tratándose de José Martí, existe un culto muy particular,
expresión de una dulía y casi hiperdulía patriótica sumamente sensitiva: Noli me tangere.
Cuba,
su historia y su leyenda, siempre han sido y son territorios de sombras y zonas
del misterio.
Hoy
no se sabe dónde están el abrigo de Martí ni el armario de Zenea. A lo mejor,
en alguna buhardilla –ya sea en La Habana, Madrid, Nueva York, Toledo, o quién
sabe dónde- se pueda encontrar el gabán del Apóstol colgado dentro del escaparate
del Cantor de Fidelia. Y puede que
allí también estén, como nuevo baúl de las maravillas -asombroso cofre de
tesoros, atestado cajón de sastre insular- las claves de tantos secretos que
arrastramos y padecemos: el maltrecho bombín
de Barreto, el cimbreante bastón de
Benny Moré, el rosario de huesos de aceitunas, la guayabera y el tabaco de
Lezama, los originales secuestrados de Reinaldo Arenas (que alguna vez ocultó
en un falso techo en Marianao, temiendo por la policía), las cuatro páginas perdidas
del Diario de Cabo Haitiano a Dos Ríos,
la fe de bautismo del cacique Hatuey, el verdadero final original de El Siglo de las Luces, de Carpentier, el
sombrero alón de Camilo Cienfuegos, la flauta de Bartolo, el guayo de Catalina,
la bata de seda bordada de Casal, la jaba de Virgilio, el lacito de Mañach, la
cafetera de Lichi, el abanico de la Merlín, la boquilla de Rine, el
devocionario de Tula, el pañuelito bordado de Dulce María, el auténtico machete
de Maceo (no el del Museo), la almohadilla de olor para el desmemoriado, el
reloj de Matías Pérez (con una botella de verde Alentejo), el testamento extraviado
de Calvert Casey, el mapa exacto de dónde fundaron por primera vez La Habana en
la costa sur, el secreto de la muerte de la Niña de Guatemala, la novela
perdida de Heredia, la partitura original del Areíto de Anacaona, el certificado de defunción del “Cucalambé” en
un oscuro pueblo de la Alta Renania, el boceto y borrador del Espejo de paciencia de puño y letra de
Domingo del Monte, y mil enigmas más. Allí estarán todos, así como somos: todo mezclado.
[1]
Apareció primero en la revista Encuentro
de la cultura cubana, luego en el libro citado y la versión al parecer
definitiva en La Habana elegante.
[2]
Según asegura Roberto Agramonte Pichardo, citando a Emilio Rodríguez Demorizi.
[3]
Pedro ya había fallecido repentinamente en 1946, estando en Argentina.
[4]
Todas estas misivas pertenecen a mi recopilación: Alejandro González Acosta, Cartas a La Habana. Epistolario de Alfonso Reyes con Max Henríquez
Ureña, José Antonio Ramos y Jorge Mañach. México, Universidad Nacional
Autónoma de México, 1989. Nueva Biblioteca Mexicana, Nº 102. Edición Especial
Conmemorativa por el Centenario del Natalicio de Alfonso Reyes. Vid. pp. 77-86.
*Versión definitiva del artículo publicado inicialmente en Cubaencuentro, 27 de mayo de 2016.
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