¿Fue
Batista un “populista”? Definitivamente, no. En todo caso, fue un gobernante
popular, que es muy diferente. Los populistas se caracterizan, sobre todo, por
prometer irresponsablemente lo que saben (o quizá creen que sí) no pueden
cumplir. A pesar de su casi inexistente educación formal, obligado por su
humilde origen, e impulsado por un afán de superación personal, Batista supo
convocar y reunir a los especialistas más destacados y convocarlos alrededor de
un proyecto de gobierno. Su talento natural y despejado, que muchos de sus
cercanos detractores reconocen, no sólo posibilitó la formación de un equipo de
asesores, a quienes escuchaba, sino la creación de un estilo de gobierno.
Durante sus períodos de mando, Batista no sólo ayudó decisivamente para crear
las condiciones de un desarrollo sustentable, sino que respetó los principios
esenciales que lo posibilitaban y además, y esto no es asunto menor, colocó en
los puestos decisivos para alcanzar los logros propuestos, a los mejores y más
capacitados hombres para ello, con destacadas personalidades como Emeterio S.
Santovenia, a quien le encargó la reestructuración del BANFAIC (Banco de
Fomento Agrícola e Industrial de Cuba, creado en 1950), con tal amplitud de
criterios que sin distinción de “ideologías” al historiador marxista y antiguo
militante comunista (del Partido Comunista Francés) Julio Le Riverend Brussone,
luego implacable represor desde la Biblioteca Nacional de Cuba “José Martí”,
disfrutó de una de sus direcciones más estratégicas hasta 1959. Y tampoco
desdeñó escuchar opiniones de otros comunistas ortodoxos como Juan Marinello,
Carlos Rafael Rodríguez y Salvador García Agüero, a quienes agració con los
nombramientos de “ministros sin cartera”, los cuales distaban de ser simbólicos
y testimoniales, según se ha tratado de menoscabar: sí opinaban y sí decidían
en el Consejo de Ministros, como señaló Andrés Domingo Morales del Castillo.
Batista,
todo lo contrario de su sucesor, sí reconocía, apreciaba y respetaba el talento
de sus colaboradores más escogidos, que eran de los más graneado de la
intelectualidad cubana: en su equipo estaban, además de Santovenia, el doctor
Joaquín Martínez Sáenz, Presidente del Banco Nacional de Cuba, y el preclaro
ingeniero pinareño Amadeo López Castro, al frente de la Comisión de Fomento,
quien logró –con su grupo de activos colaboradores- la Ley de Coordinación
Azucarera (extraordinario convenio para la protección de los medianos y
pequeños productores, de avanzada a nivel continental), que Batista respaldó
decididamente desde 1937. Batista estableció también el Banco de Desarrollo
Económico y Social (BANDES) en 1955, organismo de breve pero prometedora vida,
que se sumó a otras entidades creadas en el batistato para diversificar la
economía cubana más allá de la excesiva concentración en la industria
azucarera. Quizá este fue uno de los primeros proyectos para reducir el
monocultivo y la monoexportación en la isla.
Varios
analistas de la política económica impulsada por Batista no dudan en
calificarlo como un keynesiano intuitivo, lo cual resulta congruente con su
afinidad hacia una socialdemocracia responsable para las condiciones
latinoamericanas. El ideario social de Batista proponía un compromiso
responsable y solidario del capital con los obreros y campesinos, a través de
un cuidadoso entramado regulado por las leyes, como un balance de intereses
complementarios, estableciendo en el país la adopción de una función social
para la propiedad privada. Fueron estas premisas las que posibilitaron una
alianza –estratégica más que táctica- entre Batista y los comunistas cubanos, y
que muchos de sus líderes expresaran sinceramente su admiración y
reconocimiento, no sólo nacionales, sino también extranjeros, como el poeta
Pablo Neruda.
Son
los hechos y los documentos los que imponen considerar a Batista no como un
sátrapa tropical –según se ha encargado de fijar la historiografía que lo
denigra, incluso desde el exilio político- sino como un auténtico luchador por
los intereses de la clase trabajadora, que lo aclamó numerosas veces y sostuvo
su apoyo hasta el final, en contra de las fuerzas lideradas por la pequeña y
mediana burguesía y sostenida por el gran capital, a quienes lógicamente tuvo
que afectar en sus intereses. Su discurso en la Conferencia Anfictiónica de
Panamá en 1956 lo confirma puntualmente. Quizá esto explique también el
malestar que cierto sector del empresariado nacional profesó contra el
mandatario, así como las regulaciones que aplicó en el recién fundado Banco
Nacional de Cuba y las prioridades establecidas en la Financiera Nacional de
Cuba. Al caer Batista, y junto con él, el proyecto modernizador cubano, el
régimen castrista implantó en 1960 la inoperante pero dócil Junta Central de
Planificación (JUCEPLAN) de tristísima y ruinosa memoria.
Batista
creía, como buen keynesiano, en un Estado fuerte pero acotado. El BANDES,
complementado por el Tribunal de Cuentas –extraordinario avance contenido ya
desde la Constitución de 1940-
creaban un sistema de contrapesos contra el poder absoluto del Estado sobre los
ciudadanos: era una fuerte autoridad ejecutiva, pero limitada, regulada y
balanceada, con una marcada presencia de la consulta a los sectores sociales
(sindicatos, empresarios, líderes políticos de oposición…)
El
apoyo que Batista brindó para la elaboración ecuménica de la Constitución de 1940 distó de ser algo
coyuntural y de conveniencia política: su ideario social y económico se
identificaba plenamente con el modelo propuesto por la carta magna cubana. No
era asunto de coyunturas, sino de esencias. Su actitud era mucho más
estratégica que táctica: apostaba al futuro más que a un presente inmediato. Tenía
la idea de una Cuba no aislada ni enquistada, sino inserta en el mundo, como un
país que pudiese satisfacer sus necesidades básicas a partir de una
agricultura, ganadería y economía entregadas a las necesidades del mercado,
donde además se apoyara la exportación de bienes de consumo externo (el tabaco,
el ron, los minerales, el azúcar) e interno (el turismo), y buscaba pragmáticamente
la prosperidad del país y sus ciudadanos, ajeno a etiquetas ideológicas y
alejado de propósitos trascendentales y globalistas. Era, en esos términos, un
gobernante, un estadista doméstico, no grandioso, sólo ajustado a una realidad
y satisfecho con el progresivo y equitativo bienestar de sus gobernados, con
una Cuba reducida sensatamente a sus límites geográficos, sin ningún propósito
redentorista, ecuménico, o apocalíptico. Era, sencillamente, un hombre sensato.
En ese sentido, un José de San Martín, que prefiere alejarse cuando no lo
aceptan. Todo lo contrario del tremendismo de un proyecto majestuoso -y a qué
precio- de un Bolívar poseído por la idea de trascendencia, de inmortalizarse
en la gloria de todos los tiempos a costa del sufrimiento y el sacrificio de su
pueblo: un Fidel Castro, por ejemplo.
Batista
y Castro representan pues las antípodas respectivas, como en su época más de un
siglo antes lo presentaron Bolívar y San Martín. El decursar de los
acontecimientos ha demostrado quién tenía la razón. Hay pues que revisar los
saldos históricos y ajustar las mirillas para guiar la brújula en la búsqueda
de un camino que finalmente nos ofrezca un horizonte mejor, sobre todo, más
realista. El ajuste de un “liberal hobesbiano”,
un “optirealista” (como en la visión estadística de Hans Rosling), y sobre todo
el “posibilismo” que ofrece con testaruda persistencia la realidad, esa tumba
de los proyectos utópicos.
Hoy
América ofrece el paradójico panorama donde el “populismo” es más bien una
opción que amarillea entre viejos y maduros, añorantes de otras épocas de
sueños siempre frustrados, pero perversamente persistentes. Los más jóvenes
piensan con mayor realismo, ajustando sus perspectivas a las posibilidades
concretas y las metas que suponen. El populismo ha sido en realidad la enfermedad infantil del izquierdismo,
así como este lo fue del comunismo. Todas estas utopías han terminado en
pesadillas, pero los pueblos –los electores efectivos- empiezan poco a poco a
desperezarse de sus ensueños y asumir una estimulante realidad, aceptando las
reglas del mercado y la posibilidad de empoderamiento que brinda el liberalismo
económico, regulado por leyes, aplicadas con equidad y sabiduría.
Con
su propia legitimidad, Batista sanciona y consagra la legitimidad de la Constitución de 1940 y la afianza y
consolida con su acción. Su magnífico ejemplo de no pretender contender de
nuevo en 1944 –a pesar de las demandas de sus colaboradores, bien o mal
intencionados- fue loable, aunque lo olvidó pronto, quizá movido por otras
urgencias.
Es
quizá ese el instante –fugaz pero brillante y ejemplar- más luminoso y glorioso
del constitucionalismo cubano. Por eso frustra las expectativas existentes
sobre los siguientes mandatos, pues tanto Grau como Prío, tuvieron gobiernos
fallidos e inmorales. Lo que ganó en prestigio la legalidad cubana entre
1940–1944, lo perdió rápidamente en los ocho años siguientes, con los dos
gobiernos “auténticos”, entre 1944-1948-1952. Se explica en ese contexto que el
incruento golpe de 1952 fuera no sólo reclamado y demandado, sino aplaudido y
apoyado mayoritariamente, con excepción de algunos sectores muy combativos e
intransigentes, con intereses muy marcados.
Luego
todo esto, obviamente, se suprimió, porque tenía que ser suprimido. El modelo
estatal que impone Castro es el de un Estado todopoderoso, sin límites ni cotas,
con un propósito superior intangible que justifica todos los excesos: el pretendido
bienestar del pueblo… Nunca se ha explicado bien lo que significan en ese
modelo ni el “bienestar” ni “el pueblo”, ese ente amorfo. Luego, ese concepto
de “bienestar” fue sustituido retóricamente por la “dignidad y soberanía”,
burdos disfraces para ocultar el fracaso. Cuando un gobernante habla para “el
pueblo” en vez de “los ciudadanos”, algo empieza a descomponerse, pues la
estratagema de manipulación es evidente. El “terrible dictador” Batista
aceptaba y promovía ese sistema de pesos y contrapesos, que su sucesor, el
“magnífico líder benéfico” suprimió, para llevar adelante su proyecto
“bienhechor”, plenamente convencido que la bondad de su causa y la legitimidad
de su sueño justificaban cualquier exceso, pues, como dijeron los franceses de
1789 y él asumió con entero beneplácito, “la revolución es fuente de derecho”.
Más
allá del nombre y sus circunstancias, tan vilipendiado el primero y tan
ignoradas y desvirtuadas las segundas, lo más importante, trascendente y
rescatable es el saldo final incontrastable, y que por inevitable comparación
resulta hoy abrumador. El saldo histórico de Batista y lo que él significó y
quienes se agruparon bajo su bandera, es abismalmente superior al de la
actualidad: de la cima a la sima, Cuba ha protagonizado como víctima uno de los
descalabros mundiales más espectaculares en los últimos 60 años, que, aunque la
oficialidad del régimen se empeñe necia y obtusamente en negar, ya ni
maquillando sino intentando una cirugía reconstructiva mayor, puede ocultar esa
empeñosa y testaruda opositora que es la realidad, su principal enemiga.
Batista
no fue (ni quiso serlo) un líder, sino un conductor; un aglutinador
propiciador, más que un tirano egocéntrico. Posiblemente eso mismo lo perdió,
dadas las características de la Cuba que gobernó y lo arrojó del poder,
configurando el peor atentado contra sus propios intereses, el triste suicidio
de un país. Porque más que el caudillo de un país, se sentía el arquitecto de una nación. Por supuesto,
aunque influido por modelos heroicos como Napoleón Bonaparte y José Martí,
Batista carecía de una noción de él mismo como un Mesías; en todo caso, era el
“hombre fuerte” que reclamaban las especiales y complejas circunstancias por
las que había derivado históricamente la política insular, siempre presa de
apetitos, ambiciones y egoísmos inenarrables, que marcaron la trayectoria de su
apenas medio siglo de vida republicana, hasta conducirla finalmente al
despeñadero irreversible.
Las
cifras y las estadísticas pueden acumularse, de ambos lados, de forma casi
infinita: pocas veces dos “verdades” han sido tan contrastantes, lo cual indica
la certeza de que una de las dos es necesariamente falsa. Pero más allá de los
guarismos y fórmulas, hay una piedra de toque para identificar el metal espurio
del auténtico: Cuba, país con una antigua historia tradicionalmente de inmigrantes,
desde 1959 se ha transformado en uno de emigrantes, sin haber padecido ninguna
plaga, epidemia ni desastre natural: su hecatombe ha sido obra de los hombres,
o mejor, de UN hombre, quien impuso su omnímoda voluntad a un grupo de
cómplices solícitos y atemorizados.
La
epidemia que ha asolado el país es una ideología represora que encarcela al
individuo y el desastre ha sido el resultado evidente y monstruoso de un país
en ruinas físicas y morales. ¿Cómo explicar y menos aún justificar que un país
tenga más del 20% de su población fuera de sus límites nacionales y la cifra
siga aumentando, y eso a pesar de todas las restricciones tanto del emisor como
de los receptores?
¿Qué
tipo de país quería Batista? Esencialmente, un país sensatamente reducido a
ofrecer una vida de mejoras constantes y progresivas a sus pobladores, alejado humildemente
de los grandes escenarios de la Historia. Un país modestamente satisfecho, sin
trompetas ni clarines, con la saludable y razonable satisfacción de las
necesidades y los sueños de sus ciudadanos: un país a la escala sencilla y
cotidiana de sus habitantes. No un país de héroes permanente e infinitamente sacrificados,
sino de ciudadanos contentos y esperanzados con sus sueños y proyectos
individuales de legítimo mejoramiento. Un país a la medida y en la exacta escala
de su estratégica ubicación en el ombligo del mundo, en el cruce de las
principales rutas comerciales y turísticas del planeta, adecuado a su esencia
de ser lugar de acogida y reposo.
Todo
parecía disponer a Cuba para este propósito: su clima, su territorio con
amplias bahías y hermosas playas, una vegetación exuberante de permanente
verdor, un territorio predominante llano y fértil, con una dilatada temporada
de lluvias, temperaturas cálidas pero refrescadas por las brisas marinas, el
carácter normalmente cortés y hospitalario de sus activos y diligentes pobladores,
con una agradable combinación racial y una cultura rica y en expansión, hacía posible
suponer que la Cuba del futuro sería el emporio turístico del planeta. Mientras
la “visión” cubana de Castro era “heroica” –sin contar con la voluntad de sus
ciudadanos, a quienes él, quisieran o no, guiaría por el sendero de la Gloria
para construir su propio pedestal- la concepción de Batista fue, ramplona y
sensatamente, doméstica. Un hombre que amaba entrañablemente a su familia no
podía condenar a su familia mayor, la nación, a un destino que la comprometía,
todo lo contrario de Castro, que por la inexistencia de un sentido familiar –su
misma vida lo demuestra, si no bastaran los testimonios de sus propios hijos y
hermanos- no le importaba en lo más mínimo los destinos individuales de los ciudadanos,
atento sólo a su engrandecimiento: Ad maioren
gloriam mea. Pro domo sua.
Castro
infundió la noción judeo-cristiana del odio a la riqueza, de la repulsión a la
comodidad y la prosperidad: de la Atenas que podía y debía ser Cuba, se empeñó
por obra de su monstruosa personalidad egoísta y megalomaníaca en transformarla
en la caribeña Esparta contemporánea. Sustituyó la pluma por la espada, el
automóvil por el cañón, la paz por la batalla permanente, y en primer lugar,
contra sus propios ciudadanos, en esta inacabable guerra incivil de casi 60 años que hoy continúa.
De
esta suerte, en la Cuba de los años de la década de 1950 se reprodujo el
enfrentamiento de las dos formas de entender a la américa Hispana que pulsearon
120 años antes: la visión del autoritario Simón Bolívar, con una concepción
individualista del poder guiado por una causa superior bajo su absoluto
control, y la de un José de San Martín sensato, consciente de la diversidad que
pretendió unificar, aceptando la diversidad y la coexistencia de fuerzas
disímiles, pero complementarias. Una vez más, como en su momento original, la
causa más sensata perdió ante la otra, más ejecutiva y grandiosa, pero con un
costo mayor de sacrificios y fracasos.
Un
Gran Sastre Mayor e inapelable despojó a los cubanos de sus trajes de Dril 100 y los obligó a vestir uniformes
de milicianos, los finos zapatos bostonianos fueron sustituidos por incómodas
botas de campaña, el jipijapa por la gorra de campaña, los festivos carnavales
por desfiles militares, las carrozas por tanques y la Historia por un acto de
incesante y eterno sacrificio. La Cuba que soñaron Batista y su equipo, como
representación y condensación de sus factores integrantes y su papel en el
presente del continente y de su futuro, fue demolida cuidadosa e
implacablemente por la Cuba concitada por Castro y su camarilla: una negaba a
la otra y por tanto, sólo podía sobrevivir una de ellas; por el momento, la
última, pero la primera continúa pertinazmente prendida en el inconsciente
colectivo de la Nación: a ella ha de volver, inevitablemente, en un acto de
contrición y expiación de escala formidable y ejemplar.
En
una de sus más reveladoras declaraciones, Batista no se concebía como un
“policía” ni tampoco un “conductor”: la íntima y modesta comprensión de su
papel era la de un “arquitecto de la Nación”, un unificador de voluntades, un
forjador de destinos, quien conjunta los esfuerzos de distintos constructores
para levantar un edificio, y esa vocación se concretó en numerosas obras que
señalan su huella imborrable en el desarrollo de la nación cubana.
Cuando
termine de desplomarse por su propio peso el engendro absurdo de la pesadilla
castrista, quizá sólo sobrevivirán como pertinaces testimonios tétricos de
proyectos anteriores, entre las ruinas humeantes, los últimos restos de lo que
fue el pasado representado por Batista y los otros grandes constructores de
Cuba: Gerardo Machado y Mario García Menocal. Muy poco, casi nada, por fortuna,
sobrevivirá de la arquitectura “revolucionaria”, quizá sólo en un restaurante
con nombre de rara y efectiva elocuencia: en el Parque Lenin (en cuyos árboles se ocultó Reinaldo Arenas,
perseguido por la policía política, nuevo Tarzán cubano, famélico y acosado), “Las Ruinas”.
Los
testimonios que mejor representarán este período serán, en difícil concierto
polifónico, los libros del propio Arenas y de Zoé Valdés, Guillermo Cabrera
Infante, Abilio Estévez, Leonardo Padura, Pedro Juan Gutiérrez, Eliseo Alberto
y Antonio José Ponte, como los autores más destacados, entre muchos más. Cada
uno de los desmesurados “proyectos” castristas, tendrá su epitafio literario:
desde las monstruosas UMAP’s (Un ciervo
herido, de Félix Luis Viera) hasta el atropello sistemático de las mujeres
cubanas (Habana-Babilonia, de Amir
Valle). Con estos proscritos, habrá que escribir la verdadera historia de la
literatura y cultura cubana del futuro.
Ícaros
a su pesar, los cubanos, juguetes prescindibles de una monstruosa voluntad,
finalmente se han precipitado al mar, con las alas quemadas por acercarse
demasiado al “sol revolucionario”, ese que, según frustrada profecía de un
poeta inmolado por sus propios camaradas, sería como “la gran aspirina”
universal, pero que terminó partiéndole el corazón en una oscura e ignota selva
centroamericana.
Tristemente,
en el cubano actual de la isla predomina la asombrosa bipolaridad de una
egoísta apatía temerosa, con un exaltado –exagerado- disfrute momentáneo sin
futuro: la desoladora y deprimente imagen reciente de un grupo de vecinos en
medio de la calle y ante un edificio con peligro evidente de derrumbe, jugando
dominó en medio de una inundación de aguas negras, es el símbolo de esta época.
“Sobrevivir” como sea y que los problemas que nos afectan a todos los
solucionen los demás. Curiosa combinación de la tortuga escondiéndose en su
caparazón, o el avestruz metiendo la cabeza en la arena para enfrentar la
tormenta que le pasa por encima y lo aplasta.
“El cubano, avestruz del trópico”
(1938) dijo en temprana y clarividente fecha Enrique Gay-Calbó. El “desmesurado
delirio de grandeza” condujo inevitablemente a la ruina y el derrumbe: patético
hybris tropical que nos trajo esta némesis interminable.
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