Un continente en
busca de su perfil y un destino: el peso de la diversidad en los orígenes.
Alejandro González
Acosta, México, UNAM.
Las
diez Conferencias Panamericanas
(1889-1954), que sucedieron a los intentos previos de unidad y coordinación
latinoamericanas (desde el Congreso de Panamá en 1826, y las reuniones
subsiguientes por la unión hispanoamericana de 1847, 1856 y 1865), dejaron,
entre muchos otros saldos, al menos dos instrumentos funcionales estratégicos:
la Junta Interamericana de Defensa
(1942) y la Declaración Americana de los
Derechos y Deberes del Hombre (1948), que antecedió por medio año a la Declaración Universal de los Derechos
Humanos. En esto, el continente fue pionero a nivel mundial, buscando darse
un orden y una protección dentro de las leyes de sus países integrantes, como
pactos civilizatorios que, aunque sin tener carácter vinculante, establecieron
como comúnmente aceptados algunos principios básicos de convivencia regional e
individual.
En
estos últimos setenta años de entonces a la fecha de hoy, la historia
latinoamericana ha derivado desde los propósitos unificadores y coordinadores
de esencia práctica, hasta los proyectos regionales más ideologizados: desde el
Tratado de Asistencia Recíproca de Río de
Janeiro (1947), preámbulo de la Organización
de Estados Americanos (1948), la Alianza
para el Progreso (1961), el Foro de
Sao Paulo (1990), y los más recientes Mercosur
(1991), la disyuntiva irreconciliable entre la hoy expirante ALBA (Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América, 2004) y la
coyunturalmente resurgente ALCA (Área de Libre Comercio de las Américas,
1994), y hasta el mucho más reciente Acuerdo Transpacífico de Cooperación
Económica (TPP, 2016) en el que,
aunque de alcance extracontinental, se integran varios países latinoamericanos
y que hoy parece recobrar fuerzas.
Resulta
evidente que, a pesar de sus diferencias y contradicciones, los gobiernos de
esta región del mundo han buscado, buscan y continuarán buscando, mecanismos de
asociación e integración que respondan a las políticas específicas de cada país
en sus condiciones concretas, las cuales resultan mutables e inestables, y esto
ha marcado hasta el presente la provisionalidad de cada uno de estos esfuerzos.
Todo
esto a pesar de la reticente posición norteamericana enarbolada por Donald
Trump de “volverse hacia dentro”, como hace milenios hicieron los mogoles
chinos, y que en ambos casos se condensó arquitectónicamente en un cercado: la Gran Muralla China y el Muro Transfonterizo USA-México, que
vendrán así a ser las dos únicas construcciones humanas visibles desde ese
estupefacto satélite reflejante que es la luna, testigo de amores y odios sin
fin. El espíritu integrador fronterizo que alguna vez animó la creación de
ciudades hermanas como Calexico (fundada
en 1908: California-México) y Mexicali (establecida en 1903: México-California) como “ciudades espejo”, está
expirando. Ahora serán pueblos vecinos que viven de espaldas, empeñados en una
empresa imposible, tratando de negarse uno al otro.
La
verdadera fusión comercial y económica sólo se alcanzará –la práctica y la
historia lo han demostrado- cuando exista una homogeneidad política y social.
Son muchos y muy antiguos los pasos dados por la América Latina para lograr una
integración funcional, hasta llegar al día de hoy, de pronóstico incierto,
cuando aún un tratado exitoso como el NAFTA amenaza ser disuelto
unilateralmente: Mucho ruido y pocas
nueces, diría melancólicamente un Shakespeare continental asomado al
espectáculo histórico de nuestras naciones. Sin embargo, al parecer el
aldeanismo latinoamericano (herencia del español conquistador y la
fragmentación autóctona original), ha tenido raíces más profundas y resistentes
que el tribalismo africano, pues el “continente negro” planteó su primera
voluntad unificadora apenas en 1963 con la Organización
para la Unidad Africana (OUA), y ya en 2002 transitó hacia un nivel
superior de coordinación con la Unión
Africana (UA), que ya ha obtenido importantes logros incuestionables, a
pesar de las numerosas limitaciones que aún padecen en ese continente.
Actualmente,
los países africanos están ofreciendo un gran ejemplo al mundo al conciliar
esfuerzos multinacionales para un empeño de repercusión planetaria: la siembra
de millones de árboles circundando el amplio territorio del Sahara para detener
y acaso revertir su expansión.
Mientras,
en América Latina, la conservación del Matto
Grosso se le ha atribuido exclusivamente a Brasil, aunque debería ser un
interés continental y mundial. En esto, América Latina sigue detrás de África,
lo cual aporta argumentos para apoyar esa balcanización
de la política continental que se eleva a condición histórica casi
genética.
Pero
esto se dificulta a partir de las diversas ideas de “lo latinoamericano” que
han interactuado en estos últimos siglos, y que pueden sintetizarse
esquemáticamente en dos grandes corrientes de pensamiento geopolítico, las
cuales a su vez se condensan en dos nombres, que resultan símbolos
continentales: Simón Bolívar y José de San Martín. Estos dos personajes han
sido el resultado histórico de centurias anteriores para tratar de fijar el
contorno y los rasgos de un rostro latinoamericano, y después de ellos, han sido
los pivotes –explícita o implícitamente- de toda conceptualización de lo que
fuimos, somos y seremos. Hoy ambos tienen una renovada actualidad, y sus
posiciones sobrevuelan el escenario especulativo filosófico, histórico,
económico y político de nuestro entorno regional.
Desde
la Carta de Jamaica (Kingston, 6 de
septiembre de 1815) escrita por un desolado Simón Bolívar, a la actualidad, son
numerosos los proyectos que han propuesto la unidad latinoamericana, idea
admirable pero impráctica, que desconoce las particularidades de cada región y
país. Jorge Luis Borges afirmaba con certidumbre que no existía una América
Latina, sino una creativa sumatoria de países individuales expresados en sus
respectivas literaturas. Partiendo de la diversidad de los pueblos autóctonos,
que carecían de un concepto de patria y mucho menos de nación, advino
posteriormente el control centralizador hispano en el continente, primero con
los dos grandes y antiguos virreinatos de la Nueva España y Perú, a los que se
agregaron luego los de más cercana creación, como los de Nueva Granada y La
Plata, complementados por Capitanías Generales en Chile y Cuba, con Audiencias
diseminadas para atender el aparato jurídico. Los tradicionalistas Habsburgos
(procedentes del complejo mosaico del imperio germano-austro-húngaro)
reconocieron la particularidad y diversidad de los pueblos americanos, y los
modernizadores Borbones (llegados de la centralizada Francia) trataron de
imponer la homogenización de los dominios hispanos.
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