Alejandro González
Acosta, México, UNAM.
América
no fue “descubierta” sino que la inventaron, en el decir de Edmundo O ‘Gorman.
Esta afirmación, más que una frase ingeniosa, responde a una realidad
comprobable: el Viejo Mundo necesitaba completarse con el Nuevo, para que así
surgiera la imagen de un orbe en su totalidad e integralidad. Por primera vez,
de modo consciente y admirado, el planeta se observaba a sí mismo, consecuente
de su tamaño y posibilidades. De ahí que resulte al menos pueril la actitud
reticente (en el mejor de los casos) o violenta, de quienes hoy pretenden,
gobernados por ideologías metahistóricas absurdas, negar y ocultar bajo prosas
difusas y profusas, la magnitud del evento mundial
que significó aquel 12 de Octubre de 1492.
Pero,
realmente, Colón no descubrió nada en esa fecha, puesto que ya todo estaba ahí
desde mucho antes. Sin embargo, su mérito histórico fue esencialmente la oportunidad de su acción: fue el primero
que llegó a “alguna parte” (él mismo nunca supo que se trataba de un nuevo
continente y de hecho apenas se asomó más allá de las islas circundantes, pues
sólo tocó tierra firme en una fugaz escala en el Golfo de Panamá), y después
regresó para transmitir la noticia; es decir, logró completar el ciclo que
otros, mucho antes, no habían conseguido. Su mérito, pues, para decirlo en
términos actuales, fue de timing. Y
esto, más que un logro personal, fue el resultado de los aires de su tiempo,
pues ya se necesitaba que apareciera esa otra porción, hasta entonces ignota
para el resto del planeta que se conocía entre sí. El proceso posterior
inauguró lo que alguien ha calificado como el éxito, más allá de la tecnología,
de la nutrición: fue el triunfo del trigo sobre el maíz.
Los
europeos necesitaban un lugar donde se hicieran realidad las utopías
provenientes desde la Antigüedad, enriquecidas por el pensamiento del
Renacimiento y luego, con el añadido posterior de la Ilustración: los
hiperbólicos relatos de Marco Polo y las fantasías de John de Mandeville, se
juntaron después con los sueños de un bon
sauvage de Rousseau, Voltaire y Vives.
Así,
marcada por la diversidad, el contraste y la contradicción, nació eso que hoy
nombramos lo mismo América Hispana, que América Latina, Latinoamérica,
Hispanoamérica, o Iberoamérica: un mosaico de identidades y pluralidades
diversas, que incluso se han empeñado en llamar también Indoamérica,
Aridoamérica y de varios modos más.
El
enigma y la contradicción están en el mismo origen de América. No se sabe muy
bien todavía cómo se pobló este continente, pues dicen que fue de distintos
modos y por diferentes vías: lo mismo el francés Paul Rivet (1876-1958) (Teoría oceánica multirracial: Los orígenes del hombre americano,
1943), que el bohemio Alex Herdlicka (1881-1943) (Teoría del origen común: La
fase neardenthal del hombre, 1927)[1], o
el pionero argentino Florencio Ameghino (1854-1911) (Teoría autoctonista: Antigüedad
del hombre en el Plata, 1890), y otros que los combinan en diversos grados.
Actualmente,
los estudios avanzados de la genética antropológica, parecen abrir nuevas
oportunidades para entender cómo se formó este mosaico poblacional y sus
características regionales, así como sus interacciones. Serán los mismos genes
de los humanos los que cuenten Su Historia y sus historias. Quizá la antropología genética concebida por
Goicoche Méndez desde la década de 1980, pueda decirnos más de esos remotos y
complejos orígenes. Siguiendo su huella hoy se encuentran Douglas C. Wallace
(1990), James Neel (1994) y David Andrew Merriwether (1999), aportando nuevas
teorías basadas en el espectro genético.
Algunos
también han hablado de los egipcios, sumerios, fenicios, griegos, chinos,
polinesios y otras civilizaciones, y hasta de los extraterrestres (como varias
interpretaciones sobre las famosas líneas de Nazca), como probables
antepasados. Y todavía otros sorprendentes iluminados propusieron la presencia
del propio Apóstol Santo Tomás en el origen mismo de la noción de Quetzalcóatl
y la venerada Virgen de Guadalupe, como José Ignacio Borunda (1740-1800) y su
febril Clave historial (1790), que derivó
en el herético sermón (1794) pronunciado ante el asombro, estupor e ira
general, por el alucinante fray Servando Teresa de Mier (1765-1827), nada menos
que desde el púlpito de la Insigne y Real Colegiata de Guadalupe, casi en la
puerta del siglo XIX. Probablemente todas estas propuestas tengan razón o al
menos parte de ella, pero ninguna resta un adarme de la importancia del
Descubrimiento (“encuentro de dos mundos”, “reconocimiento mutuo”, “tropiezo”,
“encontronazo”, “invasión europea”, “genocidio hispano”…) que realizaron Colón
y sus compañeros, después de un viaje realizado contra toda racionalidad,
porque fue a partir de la noticia difundida por ellos a su regreso, que quedó
ya perdurablemente en la conciencia europea y luego mundial, la presencia de un
continente que siempre había estado ahí, pero que por muy diversas
circunstancias, aún no se había integrado con el resto del planeta. Una hazaña
como la realizada por Thor Heyerdahl casi 500 años después, no hizo más que
resaltar las dificultades y riesgos del viaje inaugural emprendido por los
navegantes españoles comandados por un enigmático genovés (¿grumete gallego,
pirata francés, traficante catalán, judío portugués?). Su rostro poco importa y
su perfil se pierde en los tiempos; porque lo realmente importante, es la
huella que abrió para otros.
El
origen del conflicto para explicarnos de dónde venimos, proviene desde tan
remota fecha como cuando “nació América” (o la “inventaron”, según O ‘Gorman):
Cristóbal Colón, Pedro Mártir de Anglería, Miguel Cabello de Balboa y Benito
Arias Montano, creyeron que era el reino de Ofir, donde señoreaba por su
belleza y sabiduría la Reina de Saba; Alejo Venegas supuso que los primeros
pobladores eran cartagineses; Agustín de Zárate, propuso a los sobrevivientes de
la Atlántida platónica; José de
Acosta, que fueron los hijos del dios Neptuno y las Diez Tribus Perdidas de Israel; Diego Andrés Rocha, los hijos de
Túbal, hijo de Jafet, nieto de Noé. Y muchos otros después: los vikingos, los
templarios, los iluminatti… y hasta
un santo marinero como San Barandán (o Brandán) y su furtiva y esquiva isla
móvil, que no lo fue tanto como para que no la fijara Abraham Ortelius en su
maravilloso Theatrum Orbis Terrarum
(1570). Los cronistas españoles registraron esta traviesa peregrina como Isla de los Bacallaos, por corrupción
del bacalao, pez abundante en las
aguas del Atlántico Norte donde navegaba el santo. Ese enigma del origen de
América y las confusiones que provocó inicialmente, han movido a historiadores
para recuperar las obsesiones a las que dieron sorprendentes respuestas
provisionales, desde el mexicano Alfonso Reyes (1889-1959) y su Última Tule (1942), hasta el peruano
José Durand (1925-1992) con Ocaso de
sirenas. Manatíes en el siglo XVI (1950).
Fue
Gabriel García Márquez (1927-2014) quien, en su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura en 1982, “La
soledad de América Latina”, se refirió a este continente como el de la
fantasía, la contradicción y el contraste, condensándolo todo en la exageración
y su inmediata derivación, la locura: “Realidad descomunal”, la resumió el
ambiguo colombiano.
Por
su genética, su geografía, su historia, su propósito y su origen mismo, América
es el continente de los enigmas y los contrastes. Todo lo anterior confirma la
convicción de que es el reino de lo heterogéneo, lo diverso y discrepante, lo
contradictorio y asombroso, donde los opuestos se tocan y complementan más que
excluirse, y trazan la silueta imprecisa de una porción del planeta que busca
aún sus orígenes y su destino.
Quizá
por esos orígenes difusos y colindantes con lo fabuloso, gran parte de nuestra
historia haya sido y sea tan enloquecida, contradictoria y febril. Es natural y
hasta explicable que si aún no sabemos bien de dónde venimos, ni qué somos,
ignoremos todavía a dónde vamos ni qué seremos. Seguimos indagándolo, entre
tropezones: esa es, precisamente, nuestra historia, la biografía de nuestros
mil años de soledad. Pienso que esa diversidad paradójica en los orígenes y su
formación, predisponen a la América Latina para las posiciones contrastantes y
contradictorias, aun cuando persigan objetivos similares y propósitos
coincidentes. Por eso es natural e inevitablemente la patria de dos próceres
como Bolívar y San Martín, con dos ideas muy diferentes de lo que debía ser el
continente.
[1] Precedida por los planteamientos de Charles Conrad Abbott y sus
sorprendentes hallazgos fortuitos en una granja norteamericana en 1876.
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