Por Alejandro
González Acosta, Ciudad de México.
Mea culpa. Mea maxima culpa…
En
un rincón tenebroso de mis recuerdos infantiles están incrustadas algunas
imágenes terribles de Fulgencio Batista Zaldívar.
En
la mente impresionable de un niño de cinco años, quedaron grabadas las visiones
horripilantes de otro niño un poco mayor que yo, quien posaba sonriente junto a
unos cráneos humanos.
En
aquellas primeras revistas Bohemia de
1959 recuerdo otras imágenes, cada una más espantosa que la otra: instrumentos
de tortura para sacar uñas y ojos, cortar manos y piernas, lastimar, herir,
matar… Luego supe que todo era un montaje hábil e inescrupulosamente armado, un
Gabinete del doctor Galigari, pero de
attrezzo. Como suele ocurrir en los
martirologios cristianos de ojos extirpados y testículos cercenados, eran
mentiras malvada y fríamente concebidas. Todo este teatro del grotesco se
resume en una cifra espeluznante: 20 mil
muertos. Cifra terrible… y falsa
también, como reconoció antes de suicidarse el autor tácito, y por tanto
también cómplice (sonora justicia de las esdrújulas), Miguel Ángel Quevedo,
luego expropiado y expulsado director-propietario de Bohemia, manipulado por su hábil acólito Enrique de la Osa:
bíblicamente, en su pecado recibió la penitencia. Quizá su mea culpa final le haya ganado el perdón de su crimen contra todos
los cubanos. Amén.
Aquel
hombre horrible que había huido en la madrugada, siempre era
mostrado en su ángulo más canallesco y bestial. Recuerdo en especial una foto
tomada en una perspectiva de abajo hacia arriba, donde las ventanas de su nariz
aparecían hiperdilatadas, anchas, brutalmente negroides, como un enorme tiburón
dispuesto a devorarnos desde la página, o el hocico de un monstruoso lobo que
iba a tragarnos a todos. La malignidad de la foto ampliada, reproducía en
implacable detalle hasta los vellos nasales del personaje, deformado hasta una
amenazadora caricatura de sí mismo. Era demasiado perfecta la sevicia y
crueldad del personaje para ser real: ni aún un sangriento Macbeth resultó tan
físicamente acorde con su papel.
Fue
luego, mucho más tarde, cuando que quien había armado (o consentido) todo ese
teatro, se había suicidado, asqueado por lo que hizo y cansado de tanta
mentira, la cual al final se volvió contra él, según suele suceder. Fue el
aprendiz de mago atrapado en su mismo error: invocó fuerzas que lo superaron y
terminaron aplastándolo. Pero no era el único: fueron muchos los cómplices.
Con
cruel perseverancia y absoluta falta de escrúpulos, implacablemente nos
enseñaron a odiar aquel hombre y a todos sus seguidores y colaboradores, como
lo peor del universo, cual un monstruo
horrendo, un aborto terrible de la naturaleza, y grabaron en nuestras
mentes el epíteto implacable e inapelable: La
Bestia.
Como
ha dicho certeramente Néstor Díaz de Villegas, la llamada Revolución Cubana ha
sido y sigue siendo, ante todo, un exitoso espectáculo muy bien montado, una performance de la crueldad más refinada
y efectiva. Constituye un enorme teatro
del mundo donde todos, aún a nuestro pesar, hemos sido actores o comparsas,
pero el guion y la dirección han venido de otros, un grupito muy eficaz y
hábil, donde lo mismo se encuentran editorialistas del New York Times que antiguos espías del KGB soviético, y otros miles
que han colaborado entusiasta e irresponsablemente en esta gigantesca
representación. Muchos de estos artífices han sucumbido a su misma obra, como
Pigmalión o Dr. Frankenstein; por cierto: justicia
poética. La “revolución cubana” ha sido un asombroso producto de la
mercadotecnia política, elaborada con un dominio ejemplar de la manipulación de
multitudes y la manipulación individual, difícilmente repetible. Aunque los
artífices y orfebres del engendro han negado insistente y convenencieramente su
“excepcionalidad”, y promueven la ilusión de su reproducción (“crear dos, tres,
muchos Viet Nams” dijo Ernesto Guevara en la Conferencia Tricontinental), lo cierto es que ninguna de las
réplicas ha tenido el éxito de público logrado por la performance cubana hasta hoy.
Esta
evocación es mucho más que el recuerdo aislado de un niño cubano: es la memoria
compartida de toda una generación y de varias que la siguieron. “Nos casaron con la mentira”, dijo
alguien que después resultó el mentiroso mayor y se nombró Amo de la Verdad; claro,
su verdad … Y el profeta iluminado agregaba, sin saber -o sabiendo quizá que
algún día esa profecía se volvería acusadora contra él- “por eso parece que la
tierra se abre cuando conocemos la verdad”. Lo confieso, desde hace mucho, a mí
la tierra me tragó. Y no sólo a mí,
sino a muchos más. Y continúa con ese insaciable apetito, “esa hambre, mi amor,
hereditaria”. Los cubanos padecemos de muchas hambres, pero, sobre todo, del
hambre de la verdad.
La
Historia en su devenir resulta una concatenación de acontecimientos, donde los
personajes van actuando en una compleja y contradictoria coreografía, que
muchas veces ni ellos mismos suponen, organizan ni visualizan: los hechos
anteriores nos conducen imperceptiblemente a los siguientes, y esto se produce
no en una nítida línea recta, sino sinuosa, con saltos y regresiones, tomando a
veces rumbos insospechados y atentando contra toda lógica, atravesando
contextos complejos y diversos dentro de una compartida universalidad. Es una
contradanza diabólica y de círculos perfectos e implacables.
En
la medida que con los años me sumerjo por mí mismo, sin anteojeras ni
mediadores, en el estudio del pasado, mirando con saludable escepticismo la
historia del relato que ya me fue dado, se diluyen mis certidumbres y debo
replantear todo lo que aceptaba como cierto, definitivo y claramente
establecido. Creo que esto es un síntoma común a muchos de mi generación y las
posteriores, y sabemos bien que no es una empresa fácil sino muy dolorosa. Los
historiadores complacientes y acomodados (y cómplices), llamarán a esto
“revisionismo histórico” y lo condenarán inapelablemente: es ya una antigua
costumbre nacional que descalificar sin ponderar ni debatir sea la mejor forma
de eludir el diálogo argumentado, documentado y razonado. Colgar una cómoda -e
injusta- etiqueta denigrante y descalificatoria siempre es más fácil -y menos
comprometedor- que enfrentar una opinión o una reflexión con verdades. Pero
sucede que precisamente en este preciso momento, por nuestros formidables
bandazos históricos como país, los cubanos necesitamos ahora más que nunca
antes, revisitar nuestra historia, y revisar con honestidad y perseverancia
todo lo que nos enseñaron como verdadero y establecido.
Todavía
mucha de la historiografía cubana de todas las orillas y horizontes acepta que
la situación actual de la isla comienza a partir del fatídico 10 de Marzo de 1952. Esta atribuye
exclusivamente a Fulgencio Batista, a su egoísmo ambicioso y una ceguera
política, la responsabilidad de todo el drama que aún padecemos. Se olvida
intencionalmente, de paso, el clamor popular que celebró el incruento “Golpe de
Estado” como algo no sólo tolerado y aceptado, sino esperado y también ansiado.
No hay duda que la memoria y su contrapartida, el olvido, son selectivos.
Cuando
quienes lo descalifican a priori,
acríticamente, hayan leído toda la obra de Batista, quizá podrán tener
argumentos provocadores que les permitan (si realmente son honestos en su
pensamiento) replantearse su visión. Yo ya lo he hecho (en su mayor parte), y
he quedado no sólo sorprendido sino también emergido del otro lado de la
corriente con un sentimiento de íntima culpabilidad.
Pero
es un hecho incontrovertible que Batista, antes de 1952, fue uno de los “hombres de 1933”, los cuales derrocaron
a otro “dictador”, Gerardo Machado Morales, quien también reclama una nueva
visión y un juicio más equilibrado, si no justo, ante la Historia.
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