Sunday, August 12, 2018

La Bomba F


Por Alejandro González Acosta

Pero ya con las tecnologías más modernas, se acrecentó el carácter revolucionario tanto del mensaje como del medio. En 1979 triunfaba la revolución iraní del ayatolá Jomeini derrocando a Mohamed Reza Pahlevi, Sha de Irán, enviando con mensajeros de confianza numerosos casetes grabados con encendidas arengas religiosas, desde un pueblo francés donde pasaba su exilio: fue por ello llamada precisamente la revolución de los casetes. Nada hacía suponer a la empresa Philips que cuando lanzó al mercado su invento en 1962, el mismo serviría además para derrocar un imperio de dos mil quinientos años.
En fecha más cercana (2010-2013), el mundo asombrado contempló el rápido reguero de pólvora encendida que atravesó varios países musulmanes, desde Marruecos a Egipto, pasando por Libia, conocido como la “primavera árabe”, pues las imágenes de un autoinmolado vendedor callejero, un bonzo tunecino, distribuidas por Facebook, reventó un levantamiento general que metió en la cárcel a un anciano dictador y empaló públicamente a otro. Ese estallido fue el resultado de la nueva dinamita social de Facebook, la Bomba F.
Esto fue sólo en los países de Musulmania, y no se contagió al Caribe, pues la única primavera que ha llegado a Cuba es la Negra, pero ya sabemos que en esa isla hay “un eterno verano” ... O, como decía el maestro Don Raimundo Lazo: “En Cuba sólo hay dos estaciones: el verano ... y la Estación de Ferrocarriles”: nada, nadita de primavera, y de invierno, menos.
Es un hecho admitido que el triunfo electoral de Barack Obama se atribuyó en gran parte a su empleo eficaz y certero del Facebook, con éxito semejante al que tuvo cincuenta años antes otro presidente de su mismo partido, John F. Kennedy, cuando derrotó ante la nación a un sudoroso y mal afeitado Richard Nixon, en el primer debate presidencial televisado.
No mucho tiempo después de Kennedy, el General Charles De Gaulle también empleó acertadamente la televisión para controlar los disturbios de 1968, en una Francia profundamente convulsionada.
El actual presidente norteamericano es temido por su carácter explosivo y por su obsesivo manejo del Twitter a cualquier hora, que al parecer opera personalmente, con todo lo que eso implica. Quizá a veces eche de menos su teléfono, más que a su bella y elegante esposa, en el amplio tálamo de la recámara presidencial de la Casa Blanca. Una amiga hermosa y sabia me confesó alguna vez que si una mujer quería realmente enloquecer a un hombre en la cama debía… esconderle el control remoto. Sospecho que si Melanie quiere exasperar a su distinguido conyugue bastará con que le oculte el celular. O la Tablet.
Quizá algún día se exhiba en el Smithsonian, junto a la chistera de Lincoln y la dentadura postiza de Washington, el Smart Phone de Trump.
En los Estados Unidos, mensaje y medio están en sus mismos orígenes: fue el jinete Paul Revere quien atravesó en veloz caballo la distancia desde Boston hasta un expectante Concord, alertando a todos con el grito “¡ya vienen los ingleses!”, convirtiéndose así en el símbolo del servicio postal estadunidense.
Si el medio es el mensaje según dijo el ballestero canadiense Marshall McLuhan (Understanding Media, 1964), ahora ya en este mundo globalizado de la cultura del espectáculo, así bautizada por Vargas Llosa, el medio es en sí mismo, todo el mensaje. A la Galaxia Gutenberg sucedió la Galaxia Marconi y hoy vamos viendo ya la consolidación universal de una nueva Galaxia que quizá ya deberemos llamar Berners-Lee (por Sir Timothy “Tim” John Berners-Lee, considerado “el padre de la web”). Se han cumplido perfectamente las dos premisas del canadiense: si “somos lo que vemos”, esto nos lleva a que “formamos nuestras herramientas y luego estas nos forman a nosotros”. Hoy somos biznietos del telégrafo y la radio, nietos de la televisión, e hijos del internet, que, aunque invenciones humanas, finalmente nos han formado a su imagen y semejanza.
El viejo grafiti, el añejo panfleto y el moderno twitter, comparten algunos rasgos: su consumo morbosamente masivo e instantáneo, su carácter perversamente maledicente, y el cobarde anonimato de su emisor, que garantiza su impunidad. Eso es bueno y malo a la vez. Además, las redes fueron el medio idóneo, perfecto, barato e impune, para que se identificaran entre sí elementos nocivos dispersos en el entramado social, e intercambiaran opiniones, trazaran planes y unieran sus fuerzas. Por eso países como Rusia, China, Cuba y Viet Nam tienen tanto cuidado en controlarlas y vigilarlas, pues saben muy bien el desmande que pueden provocar. Ahí no se consideran “benditas” sino las malditas redes sociales.

[Continuará]

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