Saturday, September 29, 2018

Fallece en Nueva Jersey el escritor y profesor Antonio A. Acosta

Dr. Acosta (centro) rodeado de participantes en el Primer Congreso de la AHCE. Septiembre, 201

La noticia de la muerte de nuestro querido colega Antonio A. Acosta tal y como apareció en el sitio de Radio Televisión Martí firmada por Luis Leonel León: El profesor universitario, poeta y periodista cubanoamericano Antonio A. Acosta falleció este sábado en Nueva Jersey Tenía 89 años. Acosta nació el 1ro de septiembre de 1929 en la más occidental de las provincias de Cuba, Pinar del Río. Graduado de la Facultad de Pedagogía de la Universidad de La Habana, ejerció como maestro en escuelas públicas de Cuba, en la Havana Military Academy y el Instituto del Vedado. En 1963 renunció a su puesto de profesor en la Facultad de Arquitectura de la Universidad de La Habana, por no aceptar el sistema comunista impuesto en la isla. Tres años y medio más tarde arribó como exiliado a Estados Unidos.
Desarrolló una larga carrera educativa, que incluyó todos los niveles enseñanza, tanto en tanto en Cuba como en EEUU, donde obtuvo una maestría en Literaturas Hispánicas y Educación con grado de excelencia en Montclair State University. Durante décadas se dedicó a promover la cultura hispana en EEUU, fundamentalmente en diferentes centros docentes. Enseñó en Montclair State University, Rutgers University, Essex County College, William Paterson University, Mercy College, Hudson Community College, La Guardia Community College y fue el jefe del Departamento de Lenguas Extranjeras de Emerson High School en Union City, Nueva Jersey. Publicó una decena de volúmenes de versos: Mis poemas de otoño, Imágenes, La inquietud del ala, Dimensión del alba, Raíz de flor y café. También ensayos como García Lorca-genio y voz, y Cuba y la dictadura. Su libro más reciente se titula Cuando queda el sueño. "Su raíz campesina determinó su amor a los campos cubanos como se refleja en sus versos", manifestó su amigo y colega Eduardo Lolo. “El Dr. Acosta fue honorable miembro fundador de la Academia de la Historia de Cuba en el Exilio (AHCE), donde se desempeñó como miembro de su Junta Directiva con el cargo de Tesorero hasta su repentino fallecimiento hoy sábado. Siempre será recordado por nosotros. Gloria de Cuba. Descanse en paz”, expresó el Dr. Lolo, presidente de la AHCE.
Más de treinta antologías, en español e inglés, recogen poemas suyos. Dictó numerosas conferencias sobre literatura, educación e historia. Como periodista Acosta fue asiduo colaborador de importantes publicaciones hispanas.
Por sus poemarios y trabajos periodísticos Acosta ganó diversos reconocimientos, entre ellos: Premio poético José Martí (Asociación Literaria Copahai de Nueva York), Premio de poesía Eugenio Florit (Círculo de Cultura Panamericano), Premio de poesía negra Alfonso Camín (Cuadratura del Círculo Poético Iberoamericano de California), Premio Rubinstein Moreira en el 16 Concurso Internacional de Poesía.
Al momento de su deceso era Miembro Correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE), entre otros títulos meritorios. Fue miembro destacado de un gran número de instituciones culturales: Academia de Artes, Ciencias y Letras de París, Colegio de Periodistas de Cuba, Círculo Panamericano de Cultura, Asociación Prometeo de Poetas Españoles (miembro de número), Academia Poética Darío Espina (miembro de honor), Asociación Cultura y Paz de Madrid, Cuadratura del Círculo Poético Iberoamericano (miembro de honor), Academia Ponzen de Portugal, Ediciones Rondas de Barcelona (ex corresponsal), Revista Canarias Puente entre dos Continentes (ex corresponsal), Asociación Atenea de Miami, Academia Poética de Nápoles y Catania (académico de honor) y el PEN Club de Escritores Cubanos del Exilio, entre otras. Le sobreviven Ana Cueto-Acosta, su viuda, y otros familiares.
(Redactado por Luis Leonel León con información de AHCE y ANLE)

FALLECE EL DR. ANTONIO A. ACOSTA

Siento informar que en el día de hoy, 29 de septiembre de 2018, falleció repentinamente el profesor, poeta y periodista Antonio A. Acosta, miembro fundador de la Academia de la Historia de Cuba en el Exilio, Corp. donde se desempeñó como miembro de su Junta Directiva con el cargo de Tesorero hasta su deceso. El Dr. Acosta había nacido en la provincia de Pinar del Río (Cuba) el 1 de septiembre de 1929, de raíz campesina, lo que determinó su amor a los campos cubanos como se refleja en sus versos. Graduado de la Facultad de Pedagogía de la Universidad de La Habana, desarrolló una larga carrera educativa tanto en Cuba como en los Estados Unidos, que incluyó todos los niveles enseñanza. Llegó al exilio en 1966, luego de haber renunciado 3 años antes a su puesto de profesor en la Universidad de La Habana por no aceptar el sistema comunista implantado en la Isla. En los Estados Unidos obtuvo un Máster y continuó su dedicación a la formación de las nuevas generaciones. Su labor en la promoción de la cultura hispana en los Estados Unidos fue desarrollada, fundamentalmente, en los salones de clases de diferentes centros docentes tales como la Emerson High School en Union City, Montclair State University, Rutgers University, Essex County College, Mercy College, William Paterson University, etc. Como poeta, es autor de una decena de poemarios y como periodista fue asiduo colaborador de importantes publicaciones hispanas. Su poesía ha recibido importantes galardones y aparece en más de 30 antologías, tanto en español como en inglés. Al momento de su deceso, entre otros títulos meritorios, era Miembro Correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE). Le sobrevive su dedicada esposa, la Sra. Ana Cueto-Acosta, y otros familiares. Que en Paz Descanse. Siempre será recordado.



Dr. Eduardo Lolo, Presidente





Foto donde aparece el Dr. Acosta, sentado, rodeado de algunos de los participantes del Primer Congreso de la AHCE el pasado 15 de septiembre en el último acto público de la Academia del que tomó parte.

Wednesday, September 26, 2018

El Neoconstitucionalismo y la vieja dictadura de siempre VIII


Por Alejandro González Acosta, Ciudad de México

La antigua tradición jurídica cubana que viene desde los Márquez Sterling, los Sánchez de Bustamante y los Dihigo, González Lanuza, Cortina, Montoro, Gálvez, Varona, Sanguily, Gómez, Escobedo, Caballero, Luz, Varela y tantas brillantes mentes más, ha desembocado en un erial de aplaudidores con toga, focas parlamentarias prestas al aullido aprobatorio, en un recinto de “deliberaciones” donde, caso curiosísimo digno de los anales de la psiquiatría mundial, absolutamente todas las votaciones han sido por una sorprendente unanimidad: como si todos tuvieran el mismo cerebro, o ninguno tuviera alguno.
Pero que algunos académicos aprovechen el espacio, las condiciones materiales y espirituales que les obsequian las democracias, para desde su seno trabajar en su desvirtuación al aceptar esos falsos modelos, es una deslealtad intelectual. El mínimo de coherencia exige que, si se acepta realmente ese tipo de sistema, la dignidad personal obliga, no inclina, para asumir valientemente su estudio y defensa desde su seno mismo, no desde una cómoda posición a distancia. Si tácita o expresamente reconocen que existe una legalidad en esos regímenes, el deber y la decencia reclaman que defiendan esos principios al pie de la obra y no en la lejanía.
Asumamos que “Eso” que impera en Cuba desde 1976 no es aceptable, modificable, adaptable ni utilizable: sólo puede ser derogable, sustituyéndola de inmediato (o cuando se pueda), por la original Constitución de 1940, vigente hasta el 31 de diciembre de 1958 (o hasta el 7 de febrero de 1959, cuando de facto mas no de iure se promulgó la Ley Fundamental), como paso previo a la convocatoria de una Asamblea Constituyente que elabore otra, acorde con los nuevos tiempos y circunstancias de la nación. A partir de ahí, con supervisión internacional y la tutela de los organismos especializados, convocar a un plebiscito donde puedan participar como votantes y como elegibles, todos los nacidos en Cuba en aptitud y plenitud del ejercicio y disfrute de la totalidad de sus intocables e incuestionables derechos esenciales.
Por supuesto que la propuesta anterior es ilusoria. Pero aun siendo irrealizable, es mucho más probable que la de quienes pretenden obtener un “tránsito” dentro de esa “legalidad socialista”.  Con esa propuesta, la ingenuidad militante –en el mejor de los casos- pretende vaporizar una espesa cortina de humo teórico sobre lo verdaderamente urgente.
La historia de estos 60 años demuestra que el régimen que controla Cuba, nunca, ni en una sola oportunidad, ha cedido ante la razón, la lógica o el derecho. Impera por la fuerza, porque el origen de su poder es el “derecho de conquista” medieval. Y no lo han ocultado, sino que lo proclaman con desdeñoso orgullo: “A tiros llegamos y a tiros tendrán que sacarnos” decía otro Fidel muy admirado por Castro, Fidel Velázquez, el sempiterno y casi inmortal líder sindical mexicano. Un poco más socarrón, el propio Fidel Castro declaró en un lapsus de involuntaria sinceridad cuando ya sus seniles neuronas andaban muy debilitadas, “llegamos al poder por una revolución y sólo nos sacará otra revolución –digo, una contrarrevolución…”
Más que una pérdida de tiempo para mentes ociosas, esta “caricatura de constitución” es un instrumento para que pueda ser empleado como una estratagema dispersiva y distractora del régimen; ahí sí un perfecto diversionismo ideológico empleado por el propio creador del término (suele olvidarse que este ha sido el único aporte “teórico” a la praxis comunista de Raúl Castro, cuando defenestró a la revista Pensamiento Crítico y el Departamento de Filosofía de la universidad de La Habana en 1971, así que sí sabe de esto), que busca insuflarle un soplo de aliento al desfalleciente régimen exhausto y en vías de progresiva desintegración, planteando la posibilidad de un diálogo imposible.
Cuando el régimen en Cuba ha hecho algunas leves concesiones, estas siempre han sido transitorias, fugaces y coyunturales, nunca sustantivas y compromisivas. Lo que hoy se tolera, mañana puede ser suprimido sin ningún escrúpulo ni reclamo. La historia ofrece pruebas suficientes para convencernos que sus dádivas han sido una constante para ganar tiempo, en lo cual sí han demostrado una impresionante pericia, sin referirnos al costo humano del sufrimiento para los oprimidos cubanos. Suponer, por un momento, que ese “estilo de gobierno” pueda ser alterado o rectificado, es de una ingenuidad sin riberas. Aceptar, aunque sea in princibus, lo que jurídicamente sujeta y asfixia a Cuba como una “constitución”, sería risible sino fuera realmente trágico.
No se puede pretender seguir engañando a un pueblo que ansía una solución ya de su angustioso drama por 60 años: es la performance trágica más dilatada de la historia. Cualquier otra propuesta es una manipulación que crearía falsas expectativas y dilataría, con la solución necesaria, el martirio de un pueblo, a quien sirven mal quienes les indican caminos falsos. Y además sería ejercicio vano y estéril, el cual sólo daría algo más de tiempo a una dictadura que ya expira, aunque aún mantenga íntegra su formidable capacidad represiva.
En previsión de los posibles intentos de descalificación, agregaré que es cierto que “la muerte del régimen” se ha anunciado varias veces sin llegar nunca a ser realidad, pero justamente ahora enfrenta la “tormenta perfecta”: una economía en indetenible ruina, unos aliados impedidos de ayudar decisivamente por insuficiencia (Venezuela), o por lejanía (Rusia y China), un pueblo cada día más harto, y una presidencia en Estados Unidos sumamente proactiva, como nunca antes, ni siquiera con Reagan o Nixon. Estos son hechos, no opiniones.
Llama la atención en ciertos intelectuales esa invencible manía de opinar de todo, generalmente pontificando, en tono de “magister dixit”, anunciando la verdad suprema a los pueblos “ignorantes”, que se resisten neciamente a cumplir lo que estos elegidos han decretado como su auténtico bienestar, no sólo dictaminando, sino hasta tratando de influir con pensamientos retorcidos lo que deben votar esos pueblos, colocándose en una esfera tan superior y por encima de ellos, que apenas pueden distinguir sus prescindibles siluetas liliputienses; esos colosos del pensamiento, esos legisladores in pectore, algún que otro iluso presidente in nuce, esos iluminados con la luz única y verdadera que se dignan compartir a sus atónitos escuchas, después no entienden, ni aceptan con humildad en su desbordante soberbia, que los pueblos eligen caminos diferentes a los que ellos trazaron, y entonces emprenden la simpática y hasta risible ocurrencia de explicar por qué no ocurrió lo que antes aseguraron con toda convicción que sería, sin el menor asomo de duda. Y tampoco de rubor.
Después de semejante papelazo, lo mejor que podrían hacer es sumergirse en un saludable mutismo, al menos por un tiempo, para reflexionar y ver que el mundo no es como ellos quieren que sea en sus estrafalarios “modelos ideales”. Si algo ha quedado sobradamente probado en los tiempos recientes, es que los pronósticos de los “internacionalistas”, las medidas de los “estrategas” y las cifras de los “encuestadores”, han quedado total y absolutamente desprestigiadas, ya sea por ignorancia y error en sus cálculos y variables, o por la falta de honradez profesional para alterar la realidad, como quedó severamente expuesto en las elecciones de EE.UU. de 2016. Molesta entonces más su petulancia para no reconocer su equivocación y perseverar -y hacer perseverar a otros- en el dislate enloquecido.
Cuba no es posible sin libertad: el requisito esencial para que el país pueda salir adelante, recuperar su destino y construir su futuro es inevitablemente, la libertad jurídica que le fue arrebatada el 7 de enero de 1959: duró tan sólo seis días “la alegría en la casa del pobre”. Entiendo muy bien que quienes se encuentran en la isla no puedan declararlo abiertamente, por las consecuencias que de inmediato les acarrearía, pero tampoco me parece decente ni patriótico, con tal de decir “algo”, adulterar la verdad y vender fantasías que además de irrealizables, roban un tiempo precioso. Es mejor, en esas circunstancias, callarse, antes que producir un discurso adormecedor y dañino.
Para una cura positiva y real lo primero es el diagnóstico certero y sincero: si se trata de un cáncer, no valen los subterfugios, ni las sutilezas, ni las ambigüedades, ni los eufemismos: cáncer es cáncer, como dictadura es dictadura. Y ante uno y otra sólo cabe primero extirparlos y después radiarlos. Si algunos quieren seguir perdiendo el tiempo (o invirtiéndolo, con sus intereses) en esas vacuidades, es su problema y su responsabilidad histórica, pero es culposo hacerlo perder a los demás. No realiza “obra de patria” como dijo Martí, quien señala falsos caminos y veredas oscuras para llegar al fin lógico y necesario.
Ese profundo sentimiento patriarcal caudillista latinoamericano no es nuevo, sino muy antiguo: esa tendencia a imponerse y gobernar no por ni para sino sobre los demás en nuestro continente, ha traído caudillos desde Bolívar hasta Castro, pasando por Perón, Chávez y muchos más (NOTA BENE: cada quien ponga aquí los nombres que le cuadren: estos son los míos). Y como esto procede de antigua fecha, lo llamo paleototalitarismo.
Y ahora, para hacerle el juego ingenuo o convenenciero, acude servicial y untuoso, envuelto en togas académicas, el neoconstitucionalismo, o habría que calificarlo como pseudoparlamentarismo: vienen presurosos a ofrecer “el concurso de sus modestos esfuerzos” para seguir vistiendo con suntuosas y complicadas sedas rizadas a la misma triste mona vieja de las dictaduras, para continuar revolcando a la misma marrana en idéntico barro, ahora perfumado con esencias baratas, y tratando de cambiar el viejo collar al can, olvidan que lo verdaderamente importante no es de cambiar este, sino dejar de ser perro. Y llamar, de una buena vez, con un realismo sin riberas, a las cosas por su único, irritante e innegable nombre, sin eufemísticos apellidos: dictadura. Nuestros muertos, nuestros presos y nuestros todavía esclavos así lo merecen y nos lo demandan.
A modo de colofón:
Ahora, con el triste y exasperante espantajo de “constitución” que habrá de conocerse como de 2018, el régimen cubano intenta realizar una pirueta funambulesca pero que cae estrepitosamente al suelo sin malla protectora: después de tanta alharaca y expectativa, al final de la historia, la famosa “neoconstitución” sólo podrá contar por haber quitado una palabra (“comunismo”), añadir otra (“privada”), sustituir “hombre y mujer” por “personas”, y ampliar la burocracia al agregar un cargo tan inútil como los otros, el de un fársico “Primer Ministro”. Eso es todo o poco más.
Sólo quisiera imaginar que cuando los reprimidos votantes cubanos se encuentren en la soledad de la casilla, recuerden en ese momento sus casas derruidas amenazando desplomarse sobre ellos y su familia; sus hijos mal alimentados y peor vestidos, las escuelas ruinosas, los hospitales calamitosos, los caminos y carreteras erosionados, las playas incautadas y prohibidas para ellos, la falta de medicinas, la creciente amargura y orfandad de todo un pueblo en camino hacia su propia desintegración sin otra esperanza que la complicidad o la huida… Que recuerden bien todo en ese momento solemne antes de depositar su voto en la urna y voten por nadie más que por ellos, ni por los de acá ni los de más allá, sino estrictamente por ellos, y por sus vidas perdidas sin retorno posible. Y piensen también por el bienestar de sus hijos en una palabra tremenda y luminosa: Libertad.
Ella no es la meta, pero sí el primer paso. Citando a Manuel Azaña, “la libertad no hace más felices a los hombres; solamente los hace más hombres”. Recuerden esto.


Tuesday, September 25, 2018

El Neoconstitucionalismo y la vieja dictadura de siempre VII


Por Alejandro González Acosta, Ciudad de México

Pero, ¿por qué ahora, precisamente, se pretenden elaborar una nueva “constitución” para Cuba?
Después de ponderar tímidamente todo el escenario nacional e internacional, “sin prisa, pero sin pausa”, Raúl Castro se decidió finalmente a emprender los famosos y sobrevalorados “cambios” en el sistema cubano. Eso despertó esperanzas en los que aún perseveran al conservar una convicción íntima y profunda, contra todo prueba y argumento, de que “algún día”, al menos “algo” cambiará en Cuba. De cierto modo y muy a su manera, el general-presidente designado trató de ganar tiempo, como es su costumbre. A diferencia de su hermano mayor, que se crecía en el conflicto y el enfrentamiento, pues ese era su elemento natural y donde se sabía casi imbatible, este Castro prefiere tejer en lo oscuro, hacer componendas, simular negociaciones y evitar estallidos innecesarios. Como contaba un antiguo chiste cubano de 1959: No usa el paredón; prefiere la soga.
Raúl no movió ni un alpiste mientras vivió su hermano sin consultarlo puntualmente, y obedeciendo ciega y calladamente cuanto él disponía y mandaba. Díaz Canel, formado en esa misma escuela, hará exactamente lo mismo con Raúl. Se trata de la gran escuela de los tiranos, no importa que no compartan apellido y sangre. Raúl “parió” a Miguel y como una nueva deidad tropical, “lo hizo a su imagen y semejanza”. Ambos alientan un mismo corazón totalitario, pues no han sido vanos los esfuerzos y recursos en esculpirlo, “con la delectación de un artista” diría un famoso asmático, para lobotomizarlo y convertirlo en un educado “perrito de Pavlov”.
Además, le incrusta al lado –protegiéndolo y vigilándolo- al más querido de sus hijos, como Jefe de su Guardia Pretoriana, pues en las manos de Alejandro Castro Espín se encuentra, más allá de ministerios y organigramas, el poder real del Estado policial cubano. El resto de los figurantes son de adorno y meramente operativos, pero las decisiones las sigue tomando un Castro, uno del clan, uno que comparte la omertá familiar biranense. Aunque ingeniero de profesión, dicen que a Díaz Canel le gusta leer libros de historia, y seguramente recordará que en la Roma Imperial no ocurrieron uno, sino varios trágicos sucesos cuando el Emperador no satisfacía a esa guardia y muchas veces era su propio jefe quien lo eliminaba: el guardia fiel se convertía en implacable verdugo.
En Cuba es muy popular aquel poema que decía “pasarás por mi lado sin saber que pasaste” … lo mismo podrá decirse de Raúl Castro. Añadió en su mandato por interpósita mano, algunos puntales endebles para el viejo edificio ruinoso construido por su hermano mayor. Con sus medidas de “válvula de olla de presión”, logró irse sin tener que enfrentar como aquél dos crisis migratorias, como la del Mariel en 1980 y la de los Balseros en 1994. Sí lo golpeó y lo sigue golpeando, por una torpeza aún no plenamente identificada en su origen y motivo, las escandalosas afectaciones acústicas de los diplomáticos americanos y canadienses, varios de sus familias y algunos turistas. Su desaparecido hermano y modelo hubiera manejado de forma muy diferente esos sucesos y, confirmando una antigua tradición, habría pasado a la ofensiva, en lugar de la cautelosa actitud defensiva y casi pasiva que ha adoptado el reptante general.
Raúl ha buscado desesperadamente una legitimación, no para él, que fue formado como ungido y heredero, pero al menos para su hechura Díaz Canel. En un mundo donde, a pesar de los tropezones del liberalismo y los vaivenes estremecedores del mercado y el capital, que colocan en situación de riesgo a muchas democracias, recientes y maduras, resulta evidente que el modelo capitalista sigue imponiéndose por la sencilla razón de su efectividad, aunque precaria, a falta de otro mejor realmente posible, y por ello, Raúl Castro sabe que la única posible salvación, o al menos para ganar algo de tiempo de gracia, es simular una cierta “apertura”, que ha magnificado con su formidable y aún intacto y eficaz aparato de propaganda.
Sus “aperturas”, imperceptibles, han sido mostradas como históricas y magnas: según el texto del proyecto de “constitución” apenas puesto a “la consideración” de los ciudadanos; aparte de algunos retoques que eran necesarios en su chapucera redacción anterior, en realidad sólo ha cambiado lo que no había necesidad ni era importante cambiar, y lo que perentoriamente era urgente restar, ha quedado no sólo igual, sino además reforzado. Suprimir la palabra “comunismo” al final de la frase que indicaba el objetivo de “la revolución”, sustituir “hombre y mujer” por “personas” (para sólo abrir la posibilidad de discutir el matrimonio igualitario), cuando en su texto dogmático se mantiene como una sura coránica el mantra de que sólo el Partido Comunista y nadie más que él y ningún otro, es la verdadera y real expresión del poder absoluto, sosteniendo esa cláusula de la vergüenza que es la “inmutabilidad” del sistema represivo, hipotecando la voluntad y el derecho para decidir no sólo de quienes lo acataron, sino hasta de sus descendientes por los siglos de los siglos: es una monstruosidad jurídica total.
 Cualquier Constitución real y auténtica que se respete y sea digna de tal nombre, considera, acepta e incluye el mecanismo ordenado y legal para su propia revisión y adaptación periódica. Si esa “inmutabilidad” concebida en la mente más antijurídica que ha existido en Cuba, fuera un concepto general y no particularísimo de esa “revolución”, quizá hoy aún fuéramos gobernados por las Leyes de Indias o el Código de Hammurabi. Esa aberración es la más descarnada negación de la dialéctica que el marxismo-leninismo dice aceptar y aplicar.
Quizá esto sea también un indicio y aviso de que el ciclo está por cerrarse como formidable ouroborus devorador; los Castros llegaron al poder en Cuba con un presidente republicano en Estados Unidos, y posiblemente a juzgar por la creciente radicalización del actual, se irán con otro, aunque no hay que fiarse, ni confiarse, ni paralizarse mucho con esta posibilidad. Lo cierto es que hay que ser extremadamente religioso –en el peor sentido- para seguir creyendo, contra todas las evidencias y los signos históricos, que habrá realmente cambios significativos en Cuba como generosa concesión o racional apertura del régimen.
Sólo estamos viendo una bien ejecutada operación de maquillaje superficial, ni siquiera un lifting un poco más profundo, en el invariable sistema cubano. Ahora la “constitución” acepta tímidamente ese curioso neologismo cubano del “cuentapropismo”, epistemológicamente indescifrable. Fue el propio Raúl quien en un extraño ataque de sinceridad o quizá un acto fallido ocasionado por su personalidad reprimida, soltó un día aquella amenaza descarnada: “Llegamos al poder con tiros y sólo a tiros nos sacarán del poder”.
Su hermano mayor, siempre un poco más cauto, pero quizá ya entonces más atolondrado, soltó por su parte una confesión tremebunda: “Para tumbar esta revolución será necesaria otra revolución”, lo cual quiso remendar prontamente al percatarse de su rapto de descarnada sinceridad: “Bueno, una contrarrevolución”. Pero lo dicho, dicho estaba y así quedaba, como aquella otra confesión improntu que tuvo con un periodista norteamericano, a quien confió en un rapto de insólita sinceridad de su decrépito final, que “el sistema comunista no funciona ya ni para nosotros…” Luego vino la necesaria acción de remedio y restañe, diciendo que donde había dicho digo había querido decir Diego.
Volvamos al sucesor o bateador designado –figura tomada del expirante deporte nacional, el béisbol-: ¿hay siquiera un rasgo personal, un dato en su biografía, una revelación hasta ahora ocultada, que permita suponer que Díaz Canel iniciará algún cambio, al menos mientras exista uno sólo de los “históricos” (más bien, “prehistóricos antediluvianos”)? Realmente, NO.
La saludable incertidumbre de las auténticas democracias, se manifiesta en el resultado de las elecciones que periódica y libremente son convocadas en su seno, para tomar decisiones de forma pacífica y ordenada. Pero las tiranías operan con la rotunda certidumbre expresada en las designaciones: el tembloroso índice del sátrapa sustituye la consulta de la voluntad de los ciudadanos, y la suplanta por la suya, propia y solitaria, pero bastante, suficiente, e inapelable.
En la Cuba de hoy, triste es admitirlo, pero también es sano aceptarlo, no hay democracia porque ya no existen ciudadanos, como resultado de una intensa práctica de exterminio y dominación, sino apenas súbditos a los que toca sólo “callar y obedecer”, pues ya alguien superior –el Partido condensado en una persona, el Líder- decidió sin ellos lo que según Él les conviene más.
Díaz Canel nunca ha sido elegido, sino seleccionado, y ese vicio de origen lo condiciona y al mismo tiempo lo descalifica. Pero como nada es previsible ni predecible en las dictaduras, habrá que tener paciencia –un poco más, “total, qué tanto es tantitito”, como dice un popular cronista urbano mexicano- si se ha sufrido la “espera interminable” mientras se despliega ese “arte de hacer ruinas”, y de tener suficiente paciencia para ver qué pasa.
Con este remedo de “constitución”, Raúl Castro busca refrendar la prolongación de su mandato, adecuándolo a la nueva etapa del gobierno por control remoto que significa Díaz Canel:  el principio esencial de toda dictadura es, por encima de cualquier otro, mantenerse en el poder como sea.
Raúl Castro, “puesto ya un pie en el estribo y con ansias de la muerte”, afloja un poco la cincha, pero el caballo sigue firmemente ensillado, presto a ser cabalgado de nuevo al menor peligro de desmande, con las patas bien maniadas y las riendas bien sujetas.
Lo que ha impuesto no es una reforma constitucional, sino una deforma prostitucional donde todos los derechos son conculcados. Pero lo sabe y no le importa: no le rinde cuentas a los ciudadanos porque no son realmente tales: son súbditos a los cuales sólo toca, “callar y obedecer”. O quizá, consumir la leve ilusión inocua de discutir, sólo por hacer el paripé, si después de los 70 años de edad puede seguir gobernando el mismo sátrapa: grotesco y patético.
Este aborto antijurídico es semejante en esencia a aquel Fuero de los españoles (1945), que Francisco Franco impuso como una de sus Leyes Fundamentales del Reino (1938-1977), donde todos los derechos están debidamente acotados y condicionados: basta intercambiar algunas palabras para obtener un resultado casi idéntico. Aplica para el documento cubano lo mismo que se entendió para la legislación franquista, a la cual nunca se le reconoció como tal su constitucionalidad, pues no consagraba el principio de soberanía nacional y colocaba por encima de ella un poder supremo (el del Jefe del Estado, para Franco, y el del Partido Comunista para Castro).
Lo que sí intriga y hasta indigna es que miembros de la academia, con buena formación, y supuestamente bien documentados, se presten a esa componenda, quiero suponer que interesadamente –pues sería al menos una disculpa plausible- en semejante farsa ideológica y jurídica. Aceptar como una “constitución” digna de estudio y de opinión al oblicuo y tramposo mamotreto que oprime a los cubanos “legalmente” desde 1976, es algo mucho más que miopía: es total ceguera voluntaria, lo cual resulta aún peor.
Prefiero suponer un ingenuo astigmatismo ideológico, antes que una abierta complicidad culpable. Dije que oprime “legalmente” desde 1976, porque en el período inmediato anterior, la represión fue sin requerir disfraz alguno, con total impunidad y alevosía, desde el 7 de febrero de 1959, cuando se promulgó la llamada “Ley fundamental”, también nefastamente conocida como “Leyes revolucionarias”, y donde estaban, en efecto, fundamentalmente expresadas las condiciones impuestas por la nueva dictadura. Y ni siquiera fueron transitorias como las que con denominación parecida aplicó Batista por menos de dos años después de su golpe de estado en 1952, sino eternas, intocables e inamovibles, hasta que el mismo tirano decidió disponer otra cosa, compelido por su aliado soviético, que ya preparaba la escenografía para su propia representación zarzuelera.
Si no hay poderes separados y equilibrados, y ciudadanos protegidos con sus garantías, son sencillamente “Leyes” (éstas no siempre justas, aunque legales de acuerdo a su referente), dictadas por un poder de ocupación (como los nazis en Francia durante la Segunda Guerra Mundial), y en todo caso únicamente sustentadas por el antiguo y bárbaro derecho de conquista. Nada más.
Y a todo lo más, serían “reglamentos”, como aquel “Reglamento de Esclavos para la isla de Cuba” que fue aprobado en 1842. Pero incluso éste era más generoso con sus tutelados, que la actual “constitución” cubana con sus “ciudadanos”. Los amos negreros les garantizaban a sus dotaciones de esclavos, una dieta y unas condiciones de vivienda, avituallamiento de ropa y calzado y atenciones de salud, muy superiores a las que hoy tienen los cubanos en la isla comunista, la dilatada finca de los Castro, ese Biranistán que es el último parque temático del jurásico comunismo fracasado y represor. Suprimidas todas las garantías individuales de forma efectiva –en la ley son letra muerta, pues no son exigibles- y abolidos los sindicatos, para ocupar su lugar con el monigote de una patética Central de Trabajadores, los ciudadanos cubanos suspirarían por contar con las garantías que tenían muchos de sus antepasados esclavos de parte de sus antiguos amos.


Sunday, September 23, 2018

El Neoconstitucionalismo y la vieja dictadura de siempre VI


Alejandro González Acosta, Ciudad de México

Una ley, valga la redundancia, puede ser legal pero no necesariamente justa: la noción de justicia trasciende las enunciaciones jurídicas, está por sobre ellas y es intangible, y se relaciona directa y proporcionalmente con el bien común y la salvaguarda y protección del individuo.

Paradójicamente, en algunos países sometidos a regímenes autoritarios, si no ya francamente totalitarios, las instancias máximas de impartición de justicia persisten en ser llamadas como Cortes Supremas de Justicia de la Nación, cuando en verdad lo que les correspondería más, de acuerdo con sus propios alcances, sería la de Comisiones Nacionales de Interpretación y Aplicación Selectiva de las Leyes.

Hoy, en muchos de esos casos, se aplican las leyes, pero no se imparte una justicia verdadera. Cuando el control totalitario de esas sociedades ya es perfecto, tanto el poder Judicial, como el Electoral y el Legislativo, se pliegan a los mandatos del Ejecutivo. En esas condiciones, aprobar una “constitución” es una sangrienta y escandalosa burla para los gobernados, y para el sentido común. Y también un escarnio para la opinión pública y académica mundial.

El hecho de que se instale por métodos y vías viciados de origen una “asamblea” con pretensiones de “constituyente” (para serlo, necesita cumplir con la representatividad voluntaria y general), y se emita y publique un documento titulado como “constitución”, no es más que una triste caricatura y un cruel atropello contra los ciudadanos, que luego no sólo serán oprimidos por ella, sino que además la propia existencia de ese documento espurio y falsario, los vetará para denunciar su opresión de origen: esas seudoconstituciones serán el efectivo instrumento de sus propias paleodictaduras. Aceptarlo, es complicidad. Defenderlo, es traición. Negarlo, es cobardía.

En el grado más alto de esta escala de manipulación y como su “modelo ejemplar”, está la llamada “constitución” cubana de 1976, reformada instantáneamente en ocasiones según la conveniencia del Jefe –quien es en realidad el Legislador Único y Supremo- y la complacencia de sus cómplices; le siguen, en sucesivo declive, la venezolana “bolivariana” de 1999, donde se incrustaron en su texto, previsora y hábilmente agazapados, tres artículos como “manzanas envenenadas”, para desmontarla y dinamitarla cuando fuera necesario; y la boliviana, ignorada por el Tribunal Superior de Justicia en desvergonzada complicidad total con el Ejecutivo, y otras ubicadas decididamente en la neblina del Foro (más bien, “forro”) de Sao Paulo.

Como parte de una cuidadosa estrategia sobre la cual casi nadie ha reparado, a la Constitución venezolana de 1999, se añadió el mote de “bolivariana”, y fue elaborada con la presumible asesoría de los especialistas jurídicos cubanos, formados en la probada práctica del derecho soviético estalinista, y ya muy duchos en estos menesteres sofistas. No es casual que, con su proverbial elegancia retórica, el propio Hugo Chávez Frías se refiriera a ella como “La Bicha”, expresión con clara intención peyorativa. “Bicho (a)” es un coloquialismo venezolano para referirse a “cualquier objeto cuyo nombre se ignora, no se acuerda o no se quiere mencionar”, y figuradamente, es equivalente a “astuto” y hasta “traicionero”.

En la misma se incluyeron los Artículos 347, 348 y 349, que además de un vacío jurídico y de interpretación, creaban intencional y aviesamente el contexto para un futuro Golpe de Estado desde el Ejecutivo, atentando contra la división e independencia de los poderes, y en ellos se basó la creación de la espuria Asamblea Nacional Constituyente de 2017, convocada por el Decreto Presidencial N° 2830, expedido por Nicolás Maduro el primero de mayo de ese año, llamando a unas “elecciones” el 30 de julio, y siendo finalmente instalada al completo gusto del mandatario el 4 de agosto, para funcionar por dos años, cuando –perversa, reveladora y curiosamente- termina sus funciones la anterior, la legítimamente elegida Asamblea Nacional, liderada por la oposición y enfrentada con el gobierno imperante. Sus 545 miembros fueron aviesamente elegidos (en realidad, designados) en unos comicios que no resisten el menor examen de legitimidad procesal, y que en su composición sectorial y territorial reproduce con pasmosa puntualidad las convocatorias estamentales de la Italia de Mussolini, que tanto celebrara en España José Antonio Primo de Rivera, y quien fuera lectura predilecta del joven Fidel Castro Ruz en el Presidio Modelo de Isla de Pinos. Si antes del 4 de agosto de 2019 Maduro y su régimen no han sido removidos, prácticamente nada ni nadie podrá hacerlo después.

En esta oportunidad, lo cual vicia de origen todo el proceso constituyente, Maduro ni siquiera convocó a un referéndum semejante al que con igual propósito realizó su antecesor Chávez el 23 de abril de 1999: la dictadura es, por su misma impunidad, cada día más evidente y descarada. Quizá ha oído de sus mentores aquello de “poder que no abusa, pierde prestigio” …

Especialmente el Artículo 349 fue redactado intencionalmente de manera tan ambigua, que dejó abierta la puerta para ser utilizado como pretexto para la consolidación de una dictadura: en su segunda línea señala que “los poderes constituidos no podrán en forma alguna impedir las decisiones de la Asamblea Nacional Constituyente”. De tal suerte, el contrasentido jurídico pone exclusivamente en manos del Presidente convocar a un nuevo ente político, por encima de todos los otros poderes constitucionales, y además hacerlo blindado e imbatible. Bastaba colocar a la persona precisa en el sitio adecuado para que la coartada resultara perfecta: la incondicional Delcy Rodríguez, quien entiende la justicia como venganza, según ella misma ha declarado. El rescoldo de democracia que pudiera subsistir todavía en Venezuela, quedaba así definitivamente aniquilado: la antorcha libertaria resultaba completa e irremediablemente apagada.

Y justamente ahora, cuando algunos pueblos empiezan a liberarse de la enervante modorra populista -Argentina, Brasil Uruguay, Chile, Ecuador- se emprende un esfuerzo digno de mejor causa, para tratar de conferir cierta “legitimidad” al aceptar como “constitución” con un puñado de opiniones a semejante caricatura de “ley general”. Considerar seriamente ese engendro, es de una ingenuidad que podría ser conmovedora si no fuera preocupante. Quizá ese pensamiento naive se explique por la circunstancia de que sus actores no son constitucionalistas y ni siquiera abogados. Provienen de otras ramas del saber, pero habría que recordar aquellos versos de Góngora, “rosal, menos presunción donde están las clavellinas…” O, con sencillez paremiológica, sólo declarar ortopédicamente: Zapatero, a tus zapatos.


El Neoconstitucionalismo y la vieja dictadura de siempre V


Por Alejandro González Acosta, Ciudad de México

Significativamente, al mismo tiempo que esos estrategas de la eterna revolución alteran, manipulan y fabrican “constituciones” a la medida de sus apetitos de control y dominio perpetuo en sus sociedades, al parecer ahora hay algunos ideólogos que pretenden, ingenua, incauta o perversamente, encabezar la recuperación de un cierto parlamentarismo a modo en América Latina, y quizá conciben legitimar y hacer aceptar como “constituciones”, las que no son otra cosa que torpes caricaturas de las constituciones reales. No sólo no son constituciones auténticas, sino resultan verdaderas anticonstituciones, la negación misma de la esencia de un instrumento contractual entre gobierno y gobernados.

Animados por conceptos y convicciones muy esenciales, los Padres Fundadores de los Estados Unidos, levantados franca y decididamente en armas desde 1776, finalmente ratificaron su Constitución en 1788, y siguiendo en cercanía su huella, pero por otro camino, los asambleístas franceses de 1791, establecieron meridianamente en la suya, asumiendo puntualmente el ya mencionado Artículo 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano que aprobaron los legisladores franceses en 1789: “Si no hay una auténtica división y equilibrio de los poderes en un Estado, y si no existen derechos plenos garantizados para los ciudadanos, no hay una Constitución verdadera”.

Lo demás, son cuentos de Calleja: no son constituciones reales, sino apariencias de ellas, espejismos hábilmente fabricados, o escenografías de un nuevo Príncipe Potemkin, destinadas al engaño y el fraude. Buscan (ingenua o aviesamente) una aceptación espuria al tratar de semejarlas a las auténticas constituciones, y hacerlas participar de su prestigio legitimador y, para los incautos precipitados (o los compañeros de ruta siempre de solícito servicio), obtener el reconocimiento y aprobación de ellas. En realidad, sólo son sofismas, apariencias engañosas de algo que no es más que una estafa jurídica.

Es más, no puede hablarse siquiera que existan constituciones de facto y de jure: sólo puede haberlas, en estricto derecho, cuando sus principios esenciales -la división y el equilibro de poderes, y los derechos ciudadanos- no sólo están plenamente establecidos, deslindados y garantizados, sino son de exigible cumplimiento, no en abstracto, sino mediante su propio articulado constitucional.

Una auténtica constitución sólo puede ser, y considerada como tal, si lo es plenamente de jure (es decir, convocada, concebida y elaborada por los representantes múltiples y soberanos de una nación), y luego de facto, o lo que es, ya aceptada libremente por la mayoría en comicios abiertos y supervisados internacionalmente.  De hecho, como una más de sus olvidadas virtudes y que fue uno de sus principales aportes jurídicos internacionales en su momento, la Constitución cubana de 1940 ofreció además, pioneramente a nivel continental (inspirados en la reciente y espiritualmente cercana Constitución española de 1931), la creación –originada en los postulados de Kelsen- de un Tribunal de Garantías Constitucionales y Sociales (1940-1959), y también emanada de aquella, un Tribunal de Cuentas (1944-1960) cuyos propósitos, misiones y sentidos expresos, eran en conjunto la salvaguardia de los derechos de los gobernados, incluso ante los mismos poderes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial), como órganos soberanos e independientes, facultados para cautelar la acción del Estado frente a los ciudadanos y tutelar los derechos de estos. Los legisladores y juristas cubanos, con semejantes aportes y singularidades excepcionales, se encontraban en la vanguardia jurídica continental no sólo desde 1940, sino desde el inaugural 1901 con la primera Constitución de la República de Cuba.

Figuras como Antonio Sánchez de Bustamante y Sirvén y Rafael Montoro y Valdés estaban entre las mentes jurídicas mejor amuebladas de su momento a nivel mundial. Fue entonces el esplendor de la república ilustrada cubana, degenerada después hasta los lamentables y patéticos niveles subterráneos actuales. Esto comprueba que para que el pensamiento jurídico florezca, debe prevalecer un grado aceptable de civilización y tolerancia, así como un espíritu generoso de las leyes y la genuina existencia del estado de derecho, elementos todos que brillan escandalosamente por su ausencia en la triste y esclavizada isla de hoy. Cuando no se puede hablar en libertad, se termina por tampoco razonar, condenando a la existencia animal a los seres humanos pensantes. No “constituciones”, sino Reglamentos para Esclavos u Ordenanzas para ganado dócil son las leyes cubanas hoy, al capricho y servicio del poder, sin ningún contrapeso admitido y ni siquiera tolerado. No debe escandalizar el calificativo de esclavos: dícese así en derecho de quienes no pueden disponer libremente de su fuerza de trabajo, definición que ajusta perfectamente a la casi totalidad de los habitantes actuales de la isla. De esta suerte, la “constitución” en proceso será la mejor heredera y representante de ese estado calamitoso e indignante: un nuevo dogal ajustado al cuello del sufrido pueblo cubano, ante la apatía, la indiferencia y la complicidad del resto del mundo, que al parecer tiene otros problemas más graves y urgentes a los cuales dedicar su atención.

Y así seguirá, hasta un día: quizá los hoy vivos no lo veamos, pero la historia enseña implacablemente que aún las más terribles tiranías han caído, y finalmente ha prevalecido una inextinguible ansia de libertad, que es consustancial con la condición humana, la cual nos distingue de los otros seres animados. También para Cuba, “más temprano que tarde, se abrirán las grandes alamedas”.

Intentar pasar esas “pseudoconstituciones” siquiera como levemente legítimas y hasta aceptables, a tal punto que resulte digna de estudio para considerar su posterior transformación, es tratar de vender gato por liebre, y además un acto tramposo, de pobres o muy torpes prestidigitadores teóricos, pues no resiste el más elemental análisis jurídico.

Esa actitud de algunos significa, además, la expresión de ese dañino relativismo jurídico que tantos males acarrea a las democracias incautas y manipuladas. Partir de una premisa falsa, sólo puede llevar a conclusiones erróneas: ello indica incoherencia teórica, pobreza intelectual y debilidad ética.

En condiciones de servidumbre como las impuestas en las sociedades sometidas al yugo totalitario, mientras subsista este, no pueden concebirse, formularse, redactarse ni proclamarse constituciones verdaderas. Todo es una caricatura, un simulacro, una burda farsa y una burla al sentido común y al pensamiento jurídico auténtico. Aunque las suscriban juristas calificados con abundante obra publicada y supuestos prestigios académicos, aunque simulen discutirla y hasta incurran en la ficticia convocatoria de un referéndum popular para consagrarlas, ellas son falsas, irreales, engañosas y mentirosas. Son el peor escarnio a una auténtica constitución, pues hipócrita y traidoramente utilizan su ropaje para disfrazarse y tratar de sustituirlas, pero además son adefesios teóricos y la mofa más cruel contra sus sociedades esclavizadas y también contra la comunidad internacional, pues simulan una falsa legalidad de la que carecen desde su misma concepción: esas maniobras distractoras nacen viciadas de origen. Su estudio se antoja superfluo, vano y un injustificado dispendio de tiempo, y aún su consulta más somera, como un esfuerzo digno de mucha mejor causa. Quienes incurren en ello son Tartufos togados.

Al pretender poner en un mismo plano de origen las constituciones auténticas y las falsarias, esos académicos prestan quizá sin saberlo –espero- un triste servicio a la causa de las libertades en el continente. Probablemente sin tener una conciencia de ello a plenitud, incurren en complicidad con los represores, pues les conceden una legitimidad de la que carecen totalmente en principio. Contrario a lo que alguien ha afirmado, una revolución no es ni puede ser fuente de derecho, porque esto es contrario a su misma esencia y a su espíritu. El derecho, como una ciencia en sí misma, lo definen estudiosos y especialistas, nunca multitudes iletradas, alucinadas, enfervorizadas y manipuladas. Aunque no quisiéramos aceptarlo, la definición estricta del derecho es un asunto de élites ilustradas, y negarlo es retroceder a la época sangrienta del circo romano. La “revolución” es, precisamente, la supresión de todo derecho en nombre de un supuesto interés superior colectivo inexistente, pues, aunque intenten disfrazarlo con los más primorosos ropajes retóricos, con ello sólo se impone la ley primitiva del transitoriamente más fuerte, práctica contraria a las sociedades civilizadas y a un auténtico sentido legal y jurídico.

Es un precepto jurídico universalmente aceptado que una ley puede ser legal, pero no ser justa (lo cual es frecuente), y eso aplica perfectamente aquí. Una consulta a fondo del manual de Hans Kelsen (1881-1973) sobre la Teoría general del Estado (1925) podría ilustrarnos en el despropósito del régimen cubano. Si bien es cierto que “cada pueblo tiene el gobierno que se merece”, también lo es que “cada pueblo tiene las leyes que acepta”. Sin embargo, a pesar de esto, eso no quiere decir que siempre sean legítimas ni auténticas las leyes, pues en su coyuntural aceptación intervienen factores muy diversos, desde fugaces deslumbramientos hasta bien fundados temores: “Un pueblo que se ve obligado a obedecer y obedece -dijo Juan Jacobo Rousseau en su Contrato social- hace bien. Pero el pueblo que estando obligado a soportar un yugo y pudiendo sacudir este lo sacude, obra mejor todavía, recuperando su libertad por el mismo derecho con que se la han quitado”.  Este mismo fragmento fue citado por un joven abogado que asumió su propia defensa, según garantizaba el marco jurídico de su momento, para expresarse con total libertad y sin límite alguno ante quienes lo juzgaban por organizar y ejecutar una masacre: ese juvenil roussoniano se llamó Fidel Castro Ruz.

Friday, September 21, 2018

El Neoconstitucionalismo y la vieja dictadura de siempre IV


Por Alejandro González Acosta, Ciudad de México.

Para no confundirnos en las retorcidas elucubraciones del régimen impuesto durante 60 años en Cuba, conviene recordar y precisar algunos sucesos históricos, conceptos y nociones relacionados.

Sólo puede hablarse de una Constitución, como tal, a partir de la elaborada por los representantes de las Trece Colonias quienes fundarían los Estados Unidos de América, en una lucha iniciada en 1776. Debe considerarse que, en ese caso excepcional y pionero, primero fue el país y luego la constitución: la soberanía ya alcanzada se tradujo en un programa.

Todos los instrumentos jurídicos anteriores, desde la Carta Magna que arrancaron los barones ingleses a Juan I Plantagenet “Sin Tierra” en 1215, o en el derecho hispano los fueros aragoneses y las prebendas castellanas, las Siete partidas de Alfonso X El Sabio, y el aparato jurídico feudal concebido por Carlos Magno, y aún antes con los órganos de poder en el Imperio Romano, y todavía más atrás, las leyes atenienses y hasta el Código de Hammurabi, no son realmente constituciones, ni pueden serlo. Son construcciones legales, códigos, reglamentos, colecciones de leyes y disposiciones que regulan el comportamiento social, pero ninguna tiene una parte dogmática doctrinal y otra procesal o instrumental que las configure como tales.

En todo caso eran acuerdos (algunos arrancados por la fuerza, como la inglesa Carta magna libertatum), o estatutos parciales, pero no existía un aparato jurídico ni menos un auténtico espíritu constitucional (co-institutio: es decir, acuerdo de partes, a su vez proveniente de cum-statuere, establecer). Las auténticas constituciones atañen a principios humanos esenciales y no a coyunturas políticas. Son compromisos y acuerdos de los reyes y príncipes (concordatos si son suscritos por representantes de la iglesia), con sectores especiales, sean lo mismo la aristocracia, que gremios de artesanos o burgraves hanseáticos. Lo más cercano al histórico documento concebido por los colonos hasta ese momento ingleses en 1776, de algo parecido remotamente a una constitución, serían los acuerdos contraídos por los representantes cantonales de la antigua Helvecia, hoy Suiza, en plena Edad Media.

La famosa Carta Magna que hoy se exhibe en el vestíbulo de la British Library, fue sólo un manojo de ciertos derechos colectivos procesales, para proteger a los nobles de los excesos de la corona y con una frágil existencia (su ejercicio sólo duró tres meses). En todo caso fue un compromiso político arrancado por la coerción, la amenaza y la fuerza de los nobles anglosajones, sublevados contra un monarca normando tan cruel como traicionero.

Aristóteles comentó en su tratado Sobre la Política las formas en que se organizaban cada una de las polieis griegas, ponderando sus virtudes y defectos. Siguiendo a su maestro, Polibio hizo algo parecido con el régimen mixto de Roma, estudiando la combinación de lo popular (los Comicios) con lo aristocrático (el Senado). Marco Tulio Cicerón continúa esta tradición exegética en su tratado De re publica (“De la cosa pública”), sentando entre todos ellos lo que después sería la materia o disciplina constitucional: toda sociedad o grupo humano civilizado asume y elabora normas o leyes para organizar su funcionamiento, y ese es por tanto el germen de una constitución política, es decir, el acuerdo de convivencia en la polis entre gobernantes y gobernados.

Sólo en fecha relativamente cercana (1775-1783, para las Trece Colonias, o 1789-1799, cuando se desarrolló la Revolución Francesa), las constituciones se transforman de ser simples normas a convertirse en conceptos propiamente ideológicos. Si lo ocurrido en las colonias británicas fue en principio un suceso regional, lo devenido en Francia resultó para sus protagonistas, consciente y expresamente desde el principio, un acontecimiento universal. Los patricios norteamericanos, en principio, crearon instituciones legales sólo para sus colonos, pero los constituyentes franceses legislaron desde el principio para el mundo. Así se demuestra en el tenor mismo de cada una de sus respectivas constituciones. Es la diferencia esencial que existe entre el principio de la declaración “We, The People”, con un referente esencialmente americano, es decir, de las Trece Colonias, y el de “Des droits de L’Homme et du Citoyen” que va dirigido no sólo a los franceses sino al universo entero. En los propósitos iniciales se personalizan dos revoluciones complementarias, una regional y otra universal.

En un principio, la rebelión de los colonos hasta entonces ingleses ultramarinos, no buscaba expresamente expandirse más allá de sus límites, pero la voluntad de los revolucionarios franceses sí fue decididamente traspasar las fronteras nacionales desde el principio, y llevar un mensaje universal de redención y liberación. Las monarquías vecinas así lo entendieron y por ello operaron en consecuencia.

Por todo lo anterior, el Artículo16 de la francesa Declaración Universal de Derechos del Hombre y el Ciudadano en 1789 es claro y terminante: “Toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no esté asegurada, ni la división de poderes determinada, carece de Constitución”. Esto es tan axiomático como la Ley de la Gravedad. Algunos hoy pretenden, bajo un ánimo relativista, negar la universalidad de ese principio, y acusan con ligereza de “absolutistas” a quienes defienden coherentemente la pureza original e integral del mismo, pero su posición carece de sustento jurídico.

Los pensadores liberales, herederos del racionalismo de la Ilustración, asumen un concepto clásico de la cultura occidental, y exponen que sólo puede considerarse aceptable la propuesta expresada en su modelo paradigmático, que después será revisado y enriquecido por Kelsen. Por consiguiente, la primera constitución (federal y nacional) como tal de la historia mundial, es la de los Estados Unidos (redactada el 17 de septiembre de 1787 y ratificada el 21 de junio de 1788), que superaba con mucho su referente jurídico cultural inmediato, la británica Carta Magna. A su clara y terminante definición conceptual, se añade después la misma eficacia jurídica de su garantía. Así, pues, no pueden tomar fraudulentamente el ropaje de las auténticas constituciones, aquellos disfraces hurtados que se colocan el antifaz engañoso, sin el reconocimiento previo de los derechos de los contratantes, y sin una separación de poderes que garantice su protección y cumplimiento.

Orgánica y cohesionadamente, las constituciones modernas tienen un Prólogo (donde se define su intención y alcance), una parte Orgánica (que expone de manera concreta el principio de la separación de los poderes), y una sección Dogmática (donde se relacionan las tablas de los derechos fundamentales). Pueden ser sustantivas y esenciales, como el derecho anglosajón y germano, o descriptivas y puntuales (como en el derecho hispano), pero comparten esas divisiones de manera más o menos explícita o sucinta.

Todo este recorrido lo han obviado y tratado de borrar los “constitucionalistas” de la tiranía cubana. Partiendo de un postulado falso e irreal de que “toda revolución es fuente de derecho”, han elaborado sus mamotretos falsarios y les han obsequiado el nombre de “constituciones”, con total perversión manipuladora, para buscar el prestigio legitimador que ellas otorgan, pero las mismas no son ni pueden ser tales.

La revolución, un concepto físico y de fuerza, no puede ser origen ni fuente de legitimidad para un instrumento de equilibrio como es esencialmente una auténtica constitución. El origen de esta se encuentra en las ideas y los conceptos humanos universales, no en los hechos físicos de violencia. Es absolutamente imposible que lo sea pues una revolución puede imponer, pero no logra legitimar, ya que la fuerza pertenece al terreno de las acciones y es algo mecánico, y la legitimidad corresponde al campo de los ideales, intangibles, eternos y universales, y pertenece al territorio de lo moral. Una “revolución”, al carecer de la legitimidad del derecho, es una masacre, una barbarie con poder, y la violencia engendra sólo ilegitimidad, porque es contraria y enemiga de la razón.


El Neoconstitucionalismo y la vieja dictadura de siempre III


Por Alejandro González Acosta, Ciudad de México

Con ese cambio de táctica concebido en el Foro de San Paulo, se trataba de explotar la propia vía democrática para reventar desde adentro las mismas repúblicas inadvertidas e ingenuas, todavía necia y perseverantemente convencidas de que en el juego democrático todo se acepta, y además que todo el mundo es bueno, si es demócrata… o dice serlo. Esta es una percepción falsa y peligrosa, pues debilita a las democracias en su propia constitución interna, y expone su flanco a los ataques más arteros:  no las atacan desde afuera, sino desde adentro de su mismo organismo. Es mucho más peligrosa, invasiva y dañina la extirpación de un tumor interno y sus posibles y temibles ramificaciones, que la cauterización de un forúnculo externo ya encapsulado.

En cierto sentido, es lo mismo que hizo Lenin con la República Democrática Rusa de Kerensky, surgida en Febrero de 1917, hasta que consideró propicias las condiciones para asestar un Golpe de Estado, que no otra cosa fue la mal llamada Revolución de Octubre, con la cual se implantó la ferocidad criminal del bolchevismo, que hizo parecer inepta y hasta bondadosa a la represión zarista: no fueron los comunistas sino los liberales rusos quienes derrocaron el sistema feudal, y con este triunfo los mismos demócratas resultaron quienes abrieron la puerta de su propio sacrificio a manos de los segundos. Es un hecho indiscutible que, en las condiciones habituales del autocrático imperio ruso, los comunistas nunca habrían podido apoderarse del gobierno. 

Los agentes zaristas tenían al menos un freno de contención ética, impuesto por la misma religión ortodoxa; los posteriores sicarios leninistas comunistas no tenían otro límite para su crueldad que su propio fanatismo ateo. Nunca, en los 700 años de historia de la dinastía Romanov, se había eliminado físicamente a una familia completa de mujicks desarmados cumpliendo órdenes directas del zar; pero en el sótano de una siniestra casona de Ekaterimburgo, fue despachada fría y rápidamente no sólo toda la familia del emperador, a manos de un comisario político y sus secuaces, sin el menor escrúpulo de conciencia, después de recibir un perentorio telegrama de Lenin dictando la condena inapelable, que sumó mujeres y jóvenes y hasta un niño sifilítico semimoribundo, sino además a varios sirvientes totalmente ajenos, incluido un desventurado médico sin ningún lazo familiar, pero quienes tuvieron la mala fortuna de estar allí cumpliendo con su deber profesional.

La terrible Ojrana zarista resultó hasta más pudibunda y benévola que la Tcheka leninista; de hecho, los segundos copiaron muchos de los métodos de los primeros, y hasta los perfeccionaron, de tal modo que el instrumental de persuasión fue trasladado sin mayor tropiezo desde la calle Fontanka 16 en San Petersburgo hasta la tenebrosa Plaza Lubianka, en Moscú. Las Kátorgas zaristas se acoplaron armónicamente y se expandieron notablemente a través de las islas y lagos posteriores del dilatado Archipiélago Gulag, concebido desde la época de Lenin y detallado hasta la crueldad más refinada por Stalin.

Ese nuevo programa para América Latina concebido e impulsado desde el Foro de Sao Paulo, originó una marea de movimientos populistas carismáticos –vieja tradición latinoamericana, aún desde antes del Conselheiro vargasllosiano y los imitadores posteriores- de adánicos iluminados, mesías, redentores, profetas y sacerdotes de un nuevo “tiempo de liberación”. Todos estos (los que han sobrevivido y alcanzado su objetivo), al final se han convertido (en realidad, han mostrado su verdadera cara), en monstruosos dictadores en ciernes, pero generalmente aceptados por una gran parte de la opinión mundial, manipulada por los medios de comunicación, pues son de “izquierda”, lo cual quiere decir (o interpretarse) que su “intención es buena” y por tanto los exculpa, ya que la maldad que demuestran sólo la hacen “por el bien del pueblo”: se sacrifican en el poder para servir a los demás… Es la justificación que se ha escudado tras la llamada Agenda del Bien: en su nombre no sólo se cometen todos los crímenes, sino que estos, cuando resultan evidentes e innegables, son absueltos y presentados como “males necesarios”, asumidos como el precio a pagar por “un bien mayor”.

Aunque esta variedad perniciosa parecía haber llegado a su tope, con el cercano derrumbe del modelo en países latinoamericanos de democracias más avanzadas como Argentina, Chile, Uruguay, Perú, Paraguay y Brasil, no sólo persiste en otros, con la cerrada obcecación de un Maduro, un Morales y un Ortega, y hasta de un periclitado pero nostálgico enviciado de poder Correa. La silueta de Castro II se inscribe en una ecuación aparte, pues además de haber gestionado el comienzo del método -primero siguiendo a su hermano mayor, y luego por su congénita condición tiránica y conspirativa- logró desde mucho antes -casi 60 años- un control social, político y económico completo, absoluto e inmediato, con una efectiva aplicación de golpes consecutivos y demoledores contra la ya precaria democracia cubana (dinamitada desde adentro por sus mismos defensores y beneficiarios), en un contexto nacional e internacional difícilmente repetible hoy, y que lo favoreció mucho.

Hoy, continuando un proceso de enmascaramiento que le permita no desentonar demasiado de los buenistas tiempos actuales, el gobierno castrista ha emprendido una operación de maquillaje superficial, para tratar de ocultar bajo varias capas de afeites epidérmicos su profunda esencia represiva y tiránica. Esa “reforma” no está siquiera hipócritamente dirigida a sus ciudadanos: el verdadero destinatario de esa burlesca payasada son los inversionistas extranjeros, de quienes requiere desesperadamente el régimen para subsistir. Esta apariencia, “una sombra, una ficción” de legalidad, quiere ser el reclamo publicitario para obtener alguna confianza de los empresarios no cubanos, que garantice, aunque sea mínimamente, sus aportaciones y respalde y tranquilice su codicia con la protectora cautela necesaria.

Después de suprimir la Constitución de 1940 (que estaba plenamente vigente el 1 de enero de 1959), sustituyéndola por una Ley Fundamental muy similar a la que impuso Fulgencio Batista en Marzo de 1952 -la cual sostuvo apenas por dos años, cuando reinstauró plenamente la Carta Magna- el castrismo gobernó a sangre y fuego imponiendo la razón de la fuerza sobre la fuerza de la razón, hasta que consideró conveniente adoptar camaleónicamente un atisbo de cierta legalidad, en un burlón proceso de institucionalización dictado desde Moscú, con la Constitución de 1976, cuando se completó y se hizo evidente la supeditación del gobierno insular a los designios hegemónicos de la Unión Soviética, a la que se dedicó un bochornoso párrafo de servil agradecimiento en el propio texto constitucional (atroz humillación nunca vista antes ni después, ni en ninguna otra parte del mundo).

Poco importa si el modelo del engendro cubano fue la Constitución Soviética de 1936 (llamada “la de Stalin), o la búlgara de 1971 (conocida como “la de Todor Zhivkov”): a todas les es común el mismo espíritu totalitario y represivo. De hecho, la mascarada insular de 1976 se anticipó en un año a la reforma soviética en 1977, apresurados los “legisladores” cubanos en complacer al munífico señor que financiaba las cuentas siempre deficitarias. Y así se sirvieron de ese artificio hasta que, con el mismo desmoronamiento de su generosa aliada y protectora, se impuso añadir una antimarxista irreversibilidad de la tiranía, abruptamente injertada en el pseudo texto constitucional, ante el golpe recibido por el Proyecto Varela impulsado valientemente por Osvaldo Payá, que logró reunir –sin otro resultado inmediato que la iracunda reacción de la tiranía- 10 mil firmas solicitando una consulta popular plebiscitaria.


Thursday, September 20, 2018

El neoconstitucionalismo y la vieja dictadura de siempre II


Por Alejandro González Acosta, Ciudad de México.

Pero hagamos algo de historia:
A partir del confabulatorio Foro de Sao Paulo (1990) (convocado por Lula da Silva, pero concebido y asesorado por Fidel Castro), ante el derrumbe del “socialismo real”, posterior a la Demolición del Muro de Berlín y lo que este simbolizaba, y el fracaso de las guerrillas en Latinoamérica como la única vía posible hasta entonces, según la ortodoxia de la praxis comunista, de “acceso revolucionario al poder”, se impuso una visión pragmática de urgente sobrevivencia para los gobiernos personalistas (autoritarios o totalitarios) con fachada de izquierda, frente al dogmatismo teórico de la antigua pureza marxista-leninista-maoísta.
Esto significó no un cambio de estrategia, sino de táctica: el fin seguía siendo el mismo, tomar y mantener el poder a cualquier precio, pero las vías, levemente diferentes, debían ser adecuadas a los nuevos tiempos. En su nuevo programa de acción, continuaba como un asunto capital la lucha mortal contra eso que algunos perseverantes ideólogos “de izquierda” insisten en llamar peyorativamente “neoliberalismo”, y que no es más que el liberalismo de siempre: no una filosofía y ni siquiera una escuela, sino sencillamente una actitud. Y es que el liberalismo ha resultado siempre el antagonista más decidido del comunismo y todas sus variantes, porque la libertad económica reclama, tarde o temprano, la libertad política, inevitablemente.
Esa intención descalificadora es clara y sostenida. Quizá como gesto de reciprocidad, los así calificados de “neoliberales”, podrían perfectamente motejar a sus oponentes de “neocomunistas” o, con más precisión epistemológica, “neomarxistas”, pues han desechado el viejo programa teórico de la toma violenta del poder por una vanguardia -el Partido- expuesto y llevado a la práctica por Lenin, para asumir de nueva cuenta el mensaje original del alemán y su “asalto al cielo”, pero ahora desde las barricadas legislativas. Antes, había que conquistar los cuarteles; hoy, la meta es tomar las curules.
Hábilmente, al fin se percataron que, en la mayoría de las democracias precarias realmente existentes, quien controlaba al Congreso, podría llegar a dominar la República por la vía pacífica y civilista, abjurando de la antes inevitable vía armada, aprovechándose de las congénitas debilidades de las mismas, si se cumplían ciertos requisitos para ello.
Una vez más en la historia humana, se levantaba el antiguo peligro del cual alertaron Aristóteles, Polibio y Plutarco, cuando denunciaron a la Oclocracia (el nombre original del populismo y la demagogia) como la amenaza más temible contra la democracia, mucho más dañina que la misma dictadura o la tiranía. El fantasma de la oclocracia -resurrección escatológica emanada del putrefacto cadáver comunista- recorre el mundo de hoy, como un espantoso vestigio de la implacable e inmutable condición humana, pues esta no es buena ni es mala; sencillamente, es así.
Y la persistente ingenuidad suicida de las democracias, les brinda a los conspiradores todas las facilidades para lograr sus siniestros propósitos. Debe recordarse que la democracia, en definitiva, no es esencialmente más que un pacto de buena voluntad acordado por todas las partes, y que basta que una de ellas sea aviesamente desleal, para que el vínculo se quiebre y termine por derrumbarse todo el edificio: la historia muestra puntualmente el interminable cementerio de las democracias así destruidas, por sus mismos aturdidos o estafados defensores.
Con la estrategia planteada por el Foro de Sao Paulo, nueva Komintern latinoamericana, los partidos comunistas fueron despojados de su protagónico papel histórico (los hombres mueren, pero el partido es inmortal), por la tácita aceptación y hábil manipulación del viejo fenómeno del caudillismo carismático latinoamericano –de raíces aldeana hispana y tribal africana, aunque también con ingredientes continentales propios del autoritarismo indígena- para formar una actualizada mezcla ideológica que, a juzgar por los resultados inmediatos, fue bastante efectiva al menos durante un tiempo. De esta suerte, fue postulado ese engendro carente de todo tipo de coherencia ideológica y programática, pero con gran efectividad promisoria y publicitaria, llamado Socialismo del Siglo XXI, atrayente pero engañador, que ya ha aportado tantas y muy sobradas muestras de estrepitosos fracasos, recientes y muy evidentes: pero ese moribundo todavía se niega tozudamente a morir.
A pesar de tantos devaneos y subterfugios, de abundantes maniobras descalificatorias y teorizaciones vacías, aunque les pese, esos ideólogos confinados en la nostalgia, no pueden evitar algo que hoy ya resulta ineludible: sólo hay un camino sensato para alcanzar la prosperidad y el bienestar, y es el del capitalismo, como la única vía real que ha creado riqueza para distribuir, pues más allá de ser una teoría económica, el denostado pero siempre superviviente capitalismo no es más que la aceptación, después de intentar vana y dolorosamente otros modos artificiales, de unas reglas que vienen dadas por la propia naturaleza humana, modulable y regulable por las leyes, pero esencialmente inalterable: el resto de las elucubraciones, son utopías, algunas funestas y terribles. Después de la experiencia de varios siglos, más que de capitalismo, hoy debe hablarse de él como la única forma moderna de la economía realmente operativa. Esto lo expuso tempranamente Ludwig von Mises con su libro El socialismo: un análisis económico y sociológico (1922), y lo demostró plenamente poco después Friedrich von Hayek con su Camino de servidumbre (1944).
Todo lo anterior no pretende negar de ningún modo las limitaciones, excesos y carencias que todavía presenta el capitalismo: no es perfecto, pero sí es funcional, lo que no puede decirse del comunismo y sus diversos disfraces y subterfugios. No es ideal ni inmaculado, por supuesto, pero sin dudas es perfectible, lo cual está demostrado por su misma historia. Y aplicadamente empeñadas en este antiguo proceso (a pesar de sus “crisis cíclicas” y otros desmanes y turbulencias), se encuentran las sociedades exitosas que continúan limando las asperezas y rellenando las grietas que todavía presenta, como cualquier otro producto humano. Quienes tozudamente han anunciado una y otra vez, como un fervoroso mantra, la destrucción del capitalismo, han tenido que soportar que, con cada revés, él resurge más fuerte y cohesionado, fortalecido y perfeccionado, pues es capaz de autocorregirse. En cambio, el comunismo no puede emprender su propia transformación: cuando ha intentado hacerlo, simplemente se destruye. Y los jerarcas totalitarios lo saben muy bien. Por eso mismo no ceden “ni tantito así”, y la actual pantomima constitucional cubana es una buena muestra de ello.
Por supuesto, el capitalismo finalmente triunfal del futuro no será el capitalismo germinal de los burgos medievales, ni el capitalismo en los inicios de la expansión renacentista, ni el capitalismo comercial del siglo XVIII, o el industrial y mercantilista del XIX, ni el peligrosamente engañoso capitalismo bursátil del XX, sino un capitalismo de nueva generación, “recargado”, que se supera a sí mismo con cada etapa de la humanidad, un capitalismo progresivo, socialmente responsable y solidario, coherentemente humanista; es decir, un capitalismo con rostro humano, mucho más funcional y probable que lo que el comunismo prometió –e incumplió consistente y reiteradamente- bajo ese mismo nombre.
Tendremos entonces un capitalismo que sea productivo y eficaz en su funcionamiento, así como generoso y comprometido en su distribución: un capitalismo compasivo. El portentoso avance exponencial de la ciencia y la tecnología serán decisivos para este resultado, que ya se anuncia como una Cuarta Revolución Mundial. Marx y su compadre Engels nunca soñaron con esto: no podían. Los obreros y campesinos actuales de las economías más desarrolladas, disfrutan por lo general niveles de vida superiores a los de amplios sectores de las clases medias burguesas del siglo XIX. En cambio, los campesinos chinos de las regiones alejadas de los centros industriales de la China actual, mantienen una forma de vida tan precaria como la de sus abuelos durante el Celeste Imperio, a pesar de ese injerto de Capitalismo de Estado de corte feudal, con el siempre enigmático “modo de producción asiático” que desconcertó al mismo Marx.
Los logros palpables de las sociedades capitalistas avanzadas son el mejor argumento probatorio de la eficiencia del sistema, en contraposición a los delirios socialistas y comunistas, que sólo han degenerado, no de manera casual sino inevitablemente, en dictaduras y masacres. El socialismo (o el comunismo) realmente existente, ha resultado siempre mucho peor en cualquier caso que el tan denostado capitalismo: la tenaz pervivencia de éste ha demostrado sobre todo su auténtica esencia humana: no se trata de crear un imposible “hombre nuevo”, sino de contener por un equilibrado marco legal con los necesarios contrapesos, la ambición y la codicia naturales de los seres humanos, pues si estas características son pecados (éticamente hablando) al resultar incontenidas, son también las virtudes que impulsaron al hombre primitivo para salir de las cavernas y buscar su prosperidad y felicidad, ejerciendo ampliamente su talento y empeño. “El hombre, lobo del hombre” no es una maldición: es, sencillamente, una descripción, una condición congénita, pero también controlable.
Quienes han pretendido evadir esto, han buscado otros senderos, igualmente erróneos. El mismo “mito genial” del “socialismo nórdico”, ha sido demolido por el brillante Nima Sanadaji en su ensayo El poco excepcional modelo escandinavo: cultura, mercados y el fracaso de la ‘tercera vía’ del socialismo (2015), y lo remató con Desenmascarando la utopía: exponiendo el mito del socialismo nórdico (2016).
La búsqueda del beneficio individual, ya lo dijeron David Hume, Adam Smith, John Stuart Mill, Jeremy Bentham y hasta David Ricardo, redunda en el provecho colectivo. Se logra así un ciclo virtuoso, que impulsa el progreso y el desarrollo. Pero este beneficio tiene que repercutir entre todos de forma distributiva, como advirtió tempranamente el propio Smith, quien debe recordarse que además de ser el autor de La riqueza de las naciones, también lo fue de la Teoría de los sentimientos morales, cuyo concepto de la empatía ha tenido eco hasta en nuestro contemporáneo y laureado Amartya Sen. Hoy se empieza a configurar progresivamente algo que podría llamarse sociocapitalismo moderno, como ha venido sosteniendo desde hace años Robert Corfe en su tratado básico Social Capitalism in Theory and Practice. Emergence of the New Majority (2008) y otras de sus obras, lamentablemente poco difundidas entre nosotros.
Un argumento innegable es que cuando ya se encuentran en situación de libertad las sociedades sometidas al control represivo comunista, regresan de forma natural a la competencia individual, al respeto de la propiedad privada y el mercado libre. No hay que imponer el capitalismo: este recupera su supremacía de modo automático (en ocasiones, es cierto, también de manera traumática en un primer momento de transitoria readaptación), mientras que el comunismo siempre es una imposición, pues pretende ir contra la misma condición humana. Es una idea, perversa, que aspira triunfar sobre la realidad.
Desde hace mucho tiempo, el comunismo puro ha abandonado su prédica filosófica y económica ortodoxa, pero sostiene su absoluto control social y político. Los sistemas “comunistas” supervivientes resultan apenas las toscas caricaturas de lo que fueron idealmente en el pasado: son vulgares dictaduras totalitarias, pero que aplican en la práctica la tan denostada explotación capitalista más cruel e inhumana, para sostener una camarilla de poderosos, quienes ya no son los funcionarios del Partido, sino los nuevos gerentes de un sistema de explotación esclavista y feudal con una hipócrita fachada ideologizada. Pero para sostener tan precario edificio, al menos ante la mirada de la propaganda tan importante para el mantenimiento y justificación del sistema, necesitan de una escenografía trucada y engañosa que les otorgue cierta disputable legitimidad y aunque sea una levísima apariencia de legalidad.
Eso precisamente es lo que está ocurriendo ahora en Cuba con la pretendida “constitución” en ciernes.