Sunday, December 30, 2018

EL GUERRILLERO SOLITARIO

En homenaje al miembro fundador de la AHCE Fidel González, fallecido días atrás, reproducimos aquí su testimonio (ya publicado en el primer número de nuestro anuario) de una de las mayores injusticias que le tocó presenciar como abogado defensor en los primeros años de dictadura castrista.
 
EL GUERRILLERO SOLITARIO
 
Por Fidel González


Felicito Acosta tenía poco más de 16 años cuando tomó un rifle viejo y unas cuantas balas y se fue al monte con su intención de combatir a la dictadura comunista que se había apoderado de su patria por engaño. No obstante su corta edad y una elemental instrucción escolar, su sentido común le había indicado que aquel sistema político resultaba contrario a la naturaleza humana y al concepto de dignidad del pueblo cubano. Felicito no se resignó a vivir sin libertad y permanentemente vigilado y perseguido.
Por espacio de muchos meses deambuló, completamente solo, por el norte de la Provincia de Matanzas en las proximidades del municipio de Martí, su pueblo natal. No pudo o no quiso este soldado de la libertad unirse a ninguno de los grupos armados que operaron en la Provincia de Matanzas, con posterioridad a la fracasada invasión de Bahía de Cochinos.
Para identificarse con su condición de guerrillero, se dejó crecer la melena y una barba que le llegaba a la cintura. Frustrado y cansado de andar solo por esos intrincados caminos de la campiña cubana, regresó subrepticiamente a la casa paterna, pues ambos serían el símbolo de una rebeldía intacta y, además, por estar convencidos como me dijo más tarde al Fiscal de su causa, que sería fusilado con barba o sin barba si resultaba apresado.
Un aciago día, nuestro héroe fue descubierto por las autoridades locales, quienes después de rodear la casa con gran despliegue militar, lo capturaron sin darle tiempo para nada, remitiéndolo rápidamente al Departamento de Seguridad del Estado (G-2) en la capital yumurina y más tarde al tristemente célebre Castillo de San Severino a disposición del Tribunal Provincial Revolucionario.
Este Tribunal funcionaba en el mismo local de la Audiencia de Distrito y solicitaba la asistencia del cuerpo de Abogados de Oficio de este organismo judicial. Por esta última razón es que se me asignó para representar al acusado Felicito Acosta como Abogado Defensor, en el juicio sumarísimo que le seguía.
Solo unas horas antes del comienzo del juicio me fue entregado el pliego de conclusiones provisionales del Fiscal. Y ese mismo tiempo debía también emplearlo en entrevistar al acusado. El Fiscal solicitaba la pena de muerte por fusilamiento para mi defendido, al amparo de lo establecido en la ley del Gobierno Revolucionario #425, tal y como quedó modificada por la ley #988.
La simple lectura del pliego de cargos y su correspondiente calificación alertaban al más torpe de los abogados sobre lo improcedente de la petición fiscal. El precepto legal en que fundamentaba su petición de pena de muerte el representante del régimen comunista, decía más o menos lo siguiente:

“El que para cometer cualquiera de los delitos contra los poderes del estado, organizar o formar parte de un grupo armado, será sancionado con la pena de muerte por fusilamiento.”

Ni en las diligencias del sumario, ni en los hechos relatados en el pliego de posiciones del acusador, se mencionaba la participación de otra persona en las actividades delictuosas de Felicito Acosta.
Durante el juicio oral el único testigo de cargo, el investigador del Departamento de Seguridad del Estado (G-2), afirmó, a preguntas del defensor, que el acusado siempre había estado solo y que en ningún momento tuvo contacto o formó parte de ninguno de los grupos que operaban en esa zona.
Cuando le tocó el turno al señor Fiscal (abogado mediocre y ser humano despreciable) no se cansó de repetir hasta el agotamiento que resultaba bien conocido de todos que quien se alzaba en armas contra el gobierno comunista, recibiría la pena máxima, porque así lo establecía la ley revolucionaria que se había proclamado recientemente con estruendosa publicidad. Se hinchaba de gozo este sujeto al anunciar que esa misma noche y ante este propio tribunal, se juzgaban otros tres alzados de la zona, y para los cuales se solicitaba la pena capital.
Cuando me correspondió hablar para refutar las alegaciones del Acusador Público, me dirigí al Tribunal para indicarles que no podían condenar a muerte al acusado Felicito Acosta sin violar grandemente la interpretación de la ley dictada por el Gobierno Revolucionario y que pretendían aplicar. “Para disponer el fusilamiento del acusado al amparo de este precepto legal –les dije con cierto aire de superioridad– tendrán que sentar a una persona más en el banco de los acusados. Es decir, para aplicar correctamente la ley tiene que existir, necesariamente, otro acusado en esta causa. Y esa otra persona no está aquí esta noche, ni ha sido declarada en rebeldía, así como tampoco se ha mencionado en el sumario de esta causa”. “El acusado no se unió a nadie durante sus actividades bélicas”…, declaró el investigador de este caso. “Felicito estuvo solo todo el tiempo…” afirmó el señor Fiscal. “Como pueden Uds. ver, señores jueces de la Revolución que se proclama humanista –continué diciendo– esa figura delictiva contempla dos modalidades en su ejecución: a) organizar un grupo armado y b) formar parte de un grupo armado. En ambas modalidades se requiere la participación de más de un infractor de la ley. Las actividades de un solo hombre, por grave que sean, no pueden encajar en el precepto legal invocado. No basta con tomar las armas y declararse guerrillero, como erróneamente afirma el Fiscal; es requisito imprescindible la acción de organizar o de formar parte de un grupo armado y es necesario, como es natural, el grupo que es la reunión de dos o más personas. Una sola persona, repito, no puede ser autor de la violación de esta norma penal.”
“No crean los que me escuchan –agregué– que estamos en presencia de lo que llamamos una laguna de la Ley o de un olvido del legislador revolucionario al no contemplar un caso como el de Felicito Acosta. ¡No es eso!, es que un combatiente romántico y solitario como fue nuestro defendido, no puede constituir una amenaza ni para un Alcalde de barrio, mucho menos para un gobierno bien armado y muy fuerte militarmente. La pena de muerte en este caso sería desproporcionada e injusta”.
Al final de mi perorata, fundamentada en argumentos legales irrefutables, se hizo un silencio profundo en la sala de audiencia, que fue seguido por un murmullo de aprobación cada vez más creciente producido por el público que esa noche abarrotaba la tribuna pública.
Mi emoción alcanzó el límite jamás experimentado antes. Estaba yo seguro que le había salvado la vida a un hombre joven, casi un niño. Aquellos jueces, legos en materia legal, habían entendido mis argumentos y, a pesar de que eran el instrumento de represión de un régimen comunista, debían de tener –pensé yo– el mínimo de sentido político y no se atreverían a condenar a muerte a aquel joven ante imputación tan ridícula y mezquina.
Mi euforia duró muy poco, 30 minutos más tarde regresaba el Tribunal, tras deliberar. “El letrado defensor tiene razón…”, expresó el Presidente al hacer público el fallo. “No es posible aplicar el precepto legal invocado por el Fiscal, pero este Tribunal, haciendo uso de las facultades que le conceden las leyes revolucionarias, varía la calificación de los hechos al señalar como violado el Artículo 128 del Código de Defensa Social, tal y como quedó modificado por el Decreto Ley Número 988 y le impone al acusado la pena de muerte por fusilamiento.” El artículo 128 decía “el que al servicio de una potencia extranjera realice un acto por el cual sufra detrimento la integridad y la estabilidad de la República…” de alzado se convertía el joven Felicito en reo del delito más grave que contemplaba la ley penal: del delito de Alta Traición.
No habría palabras lo suficientemente duras para calificar esta monstruosidad jurídica, esta mascarada de justicia revolucionaria ocurrida en la provincia de Matanzas y de la que fue testigo una gran parte del pueblo matancero.
Dos motivos me impulsan a recordar y escribir sobre este triste caso 25 años más tarde. Primero, incorporar a la lista de mártires por la independencia a este humilde joven que soñaba con la libertad y quien se enfrentó con dignidad y valor personal a sus verdugos y asesinos. En segundo lugar, poner de manifiesto y demostrar más –para consumo de los ingenuos y dialogueros– que en Cuba los Derechos Humanos se vienen violando en forma grotesca y criminal desde los primeros años de la dominación comunista y que lo seguirán haciendo mientras los camaradas detenten el poder. De eso no hay duda, miremos el ejemplo actual de China.

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