Wednesday, October 12, 2016

Rumba en el Parque Central

Por Aristides Falcón Paradí

De la prehistoria de la actual rumba en el Parque Central, sin duda, cuando Chano Pozo llegó a Nueva York rumbeó entrando por Lenox al límite norte del perfecto rectángulo que es el Parque, entre el lapso continuado de la tibia primavera hasta el último y tolerable fresco otoñal de 1947 y 1948. Solo guarachó en esos dos intervalos, medio año y medio vivió en la ciudad antes de morir, bueno si sus giras con Dizzy se lo permitían. Ya era muy famoso.
Rumba en Central Park en 1961. 

La rumba actual, ese templo polirítmico de constancia ancestral, se da cita todos los domingos si el señor Fahrenheit en las estaciones propicias deja subir la temperatura desde los 60 hasta cualquier calor que supere al trópico y las inclemencias del tiempo lo consientan. Sado, mi amigo japonés rumbero (también batalero) y chez de sushi, sin intención de ofender me dijo que los cubanos eran como unas cigarras periódicas, dijo bichos, que saben cuando salir al unísono de sus madrigueras en busca de un nuevo ciclo rumbero a tono con el ritmo de la vida. Los tambores no congenian con el frío menos la plebe aristocrática, múltiple de todos los estratos sociales, que los acompaña y no desmerece que cualquiera goce.

Rincón del Central Park donde los domingos de cada verano se reúnen los rumberos en Nueva York
La rumba sucede, su happening, en la parte sur del borde del lago, en inglés su nombre propio es The Lake que mejor nombre que lo identifique. No es cualquier lago, de verdad, ese lugar es un paraíso terrenal a pesar de que le hayan cortado dos inmensos sauce llorón que le escoltaban que cobijaba que daba sombra a los amantes.
La gente va llegando al baile, a la rumba, desde las 4 de la tarde, y va calentando los motores con macitas de puerco, arroz moro, enchilado de camarones, tamalitos que pican, ron y cerveza fría (en mejores tiempos recuerdo podías ordenar tostones que freían in situ), el alcohol es prohibido en los lugares públicos de la ciudad pero allí no se prohíbe nada como si tuviera una licencia de excepción, y sigue la rumba hasta las 10 de la noche que debe terminar oficialmente el jolgorio. Pero ni las ordenanzas del capitán Lee han podido con el peregrinaje e ímpetu de persistir de esos cofrades. Son ellos y ellas, el vivo ejemplo del crisol neoyorquino, hay de todos los colores y géneros, aunque mayoritariamente cubano y puertorriqueño.
Rumba en el Central Park, NYC (1974). De izquierda a derecha: Akinshélé (Scott Dowling), Howard Levy, Tony Archer y Mark Sanders. Foto: Mark Sanders.

Todos los caminos del Parque llegan a la rumba, pasan por ella. Su música contagia, se escucha. El ritmo atrae. Mejor para llegar sin tropiezos por sus tantas guardarayas se debe tomar la calle real de la 72, la mejor calle que atraviesa el parque de este a oeste, quien ha vivido en Nueva York sabe que es esta, si bien su nombre oficial es de Terrace Drive. Nadie la menciona con ese nombre. Así que si entras por el este de la calle 72 y Quinta avenida camino al oeste por la misma 72 darás al subir la loma por la derecha con la majestuosa fuente Bethesda coronada por su ángel, bajando las escaleras y bordeando el lago hacia el oeste invade el ritmo de la clave y los tambores. Por el oeste del la 72 y Central Park West se debe atravesar Strawberry Fields, nunca he visto fresas, pero sí al pasar queda patente el recuerdo para siempre a John Lennon. La música que nunca se pudo escuchar libremente en Cuba. Camino al este y cruzando la calle interior que corre de norte a sur y un tanto más a tu derecha un falcón indica el camino a la izquierda hacia la colina de los cerezos Yoshino (Cherry Hill) y su pequeña fuente, se sigue hasta llegar al agua dulce del lago que Yemaya le dio de regalo a Oshn﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽ Osh  del lago. ando sus giras con Dixie se lo permit'ún donde se aman cisnes y humanos por sus alrededores a la vez. Aquí, feliz llegamos a la rumba.
Foto: Geandy Pavón

Prevalece la mitología sobre la historia. Hay quien cuenta que por los finales de lo sesenta se tocó cerca de Bethesda Fountain. El cuento va y viene hasta que todos coinciden de que el actual lugar será para siempre y recuerdan que está allí desde los inicios de los setenta. Nunca le han dado a la rumba que ya hace historia una tarja de reconocimiento, tampoco la persiguen más bien preferirían que los ignoren que los dejen tranquilos, por la perseverancia de ese sentir que insiste y persiste en ese lugar definitivo. Sí tiene una millonada de pequeños videos en YouTube, nadie les ha pagado ningún derecho, y fotos de ocasión, pocos artículos de periódico, menos de scholar (poco interesa ese género para esos sesudos) y muy reciente tiene un largometraje. Por esa historia de media rueda, han pasado todos los famosos rumberos y los que sin ánimo de trascender han sido los más fieles. Han muerto muchos, y se les recuerda, nombrar todos sería imposible pero siguen otros la tradición. Mencionar uno por el todo, sería justo pensar en Manuel “El Llanero” Martínez Oliveras. La rumba es, siendo; se renuevan como río interminable.

Foto: Mónica López
La rumba es intensa. Allí se va a dar lo mejor si tienes para ofrecer, no se va a aprender. Solo aprenden los niños, a ellos, los hijos de Elegúa, se le permite todo. Se debe puntualizar que hubo un antes y un después de los marielitos, llegaron hacinados por el mar como carga esclava a la inversa liberada, año 80 el de esos sincréticos cristianos, fue a turning point que no se discute que ya queda en los anales de volver a repetir con fuerza cada domingo la magia del illo tempore. De volver a revivir el barrio solariego en ese sonido, la jerga, la comida, el gesto, la vestimenta, lo que se es. Un vivir esa necesidad de la existencia que si no no se vive. Arraiga la rumba en el desarraigo. Ellos, también yo, sin la rumba no llegamos a ser feliz. ¡Oh felicidad, la rumba en el Central Park!       
Al centro, con chaqueta verde y mochila, Arístides Falcón

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