Tuesday, July 11, 2017

Vista del anochecer en el Trópico


Por Alexis Romay

En una advertencia que figura en el último párrafo del prefacio —y se repite en la portada interior— de, Iván Acosta declara que “podría vivir con muy pocas cosas materiales, con casi nada. Pero no podría vivir sin mi colección de discos, sobre todo los de música cubana”.

Escribir “poca cosa” y referirse, en el mismo suspiro, a su colección de discos es, en el mejor de los casos, una imprecisión y, en el peor, una injusticia. Porque esto, que es la punta del iceberg, de poca cosa no tiene nada. Tomando como punto de partida un catálogo que compila más de 5 000 LPs, Acosta crea un relato que hilvana anécdotas personales con el devenir de una nación que se fue a bolina. Para ello, se vale de más de doscientas cubiertas de álbumes con las que cuenta una historia a la vez íntima y colectiva.

Me impresiona, pero no me extraña, esta incursión de Iván Acosta en un género híbrido, al sacar a la luz un libro que, al decir del autor, no es “una novela política, ni un manual de la historia de la música cubana y mucho menos una autobiografía”, pero que, en mis palabras, es mucho más: es memento, vademécum, resto de un naufragio, álbum de postales, vista del anochecer en el Trópico, pieza de museo, cronología de la vida (y la música) de una isla al pairo, antología de la cancionística cubana, colección de viñetas; en fin, retrato a pinceladas de esas dos patrias que tienen nuestros coterráneos: Cuba y la noche —la noche que eternizara Sabá Cabrera Infante en su documental P.M., la noche de los Tres tristes tigres de su hermano Guillermo, la noche cubana que con el tiempo transmutó la sonrisa en una larga mueca de hastío.

Digo que no me extraña la naturaleza de este artefacto porque Acosta nos tiene acost(a)umbrados a sus malabares en los predios de las artes, desdoblándose en compositor, dramaturgo, documentalista, director de cine y de teatro, artífice de Latin Jazz USA, promotor y productor de conciertos, publicista, fundador del Centro Cultural Cubano de Nueva York (y presidente del mismo durante ocho años), músico, poeta, rumbero y medio, y amigo de esos de los que perduran en el tiempo y la distancia. Menciono esta retahíla de facetas de mi paisano pues todas figuran de un modo u otro en las páginas del texto. A veces —como las penas que me maltratan— se agolpan unas a otras y hacen que la inmersión en el libro fluya igual de bien lo mismo con la cadencia de un bolero que en el desenfreno de un mambo influenciado.

Lydia Cabrera decía que había descubierto a Cuba a orillas del Sena. A Paquito D’Rivera le gusta decir lo mismo, pero con el río Hudson como telón de fondo. Yo me pregunto dónde Iván Acosta habrá dado con esa isla que todos llevamos dentro. La pregunta es retórica… y no tanto. Acosta escapó del cocodrilo verde en plena adolescencia. Y, sin embargo, es una personificación de los valores positivos de esa entelequia que es el cubanazo. Quizá la respuesta radique en que, ya en el exilio, este hombre se hizo (más) cubano mediante la música de su lugar de origen y convirtió el cancionero natal en una cosa tangible, en un espacio físico, en una tierra fértil. (No en balde su primer disco, que data de 1978, se titula Canciones de la vida, de la patria y del amor, esas tres abstracciones que nos son tan caras).

Esto de los ríos me recuerda que estar “a la deriva” es casi una condición sine qua non del cubano —y de lo cubano—, particularmente en el último medio siglo de andar dando tumbos por el mundo, huyendo del sueño de la sinrazón y de los monstruos que este ha producido. En el caso de Iván Acosta —como el de quienes comenzaron su fuga de aquella isla de difícil memoria— por vía marítima, la deriva fue también literal. En lo que supongo habrá sido una noche eterna del agosto de 1961, con dieciséis años y un par de discos que rescató antes de (a)saltar al barco en el que escaparía, con su familia, rumbo a Jamaica, Iván Acosta se hizo a la mar. Y trajo la música (cubana) consigo. Él no la abandonó y ella, que sabe ser agradecida, a lo largo de las décadas le ha devuelto el favor con creces.

Esos dos discos que huyeron de Cuba con el autor se encuentran representados en sendos LP incluidos en esta edición de lujo, que abarcan desde Olga Guillot a Benny Moré, de La Lupe a Dámaso Pérez Prado, de Cándido Camero a David Oquendo y sus Raíces Habaneras, pasando por un bossa nova y un bolero del propio Acosta.

Como dirían en La Habana: aquí hay para comer y para llevar. Así que pasen, lean, escuchen. Esto no es un libro. Esto es una fiesta.



Nueva Jersey, 29 de junio de 2017

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