A propósito de Los
últimos días de Batista. Contra-historia de la revolución castrista, de Jacobo Machover. Madrid, Editorial Verbum, 2018.
La fijeza reveladora
Por Alejandro
González Acosta
Más que una “contra historia”, este nuevo
aporte de Jacobo Machover resulta una “vera historia”, con el sentido original
que tiene esta frase en los anales americanos, desde el contrapunteo fundador
entre las Cartas de Relación del
capitán Hernán Cortés (testimonio directo inicial), la del cronista oficial
–que nunca viajó a América- Francisco López de Gómara y La conquista de México, y la del soldado Bernal Díaz del Castillo y
su Verdadera historia de la conquista de
la Nueva España. En este caso, sería parte de esa necesaria y siempre muy ocultada
versión cubana de “la visión de los vencidos”, vituperados y acallados por una
historiografía falsaria pero bien establecida.
Aunque tampoco debe olvidarse que los
vencidos de hoy pueden ser, y generalmente resultan al final, los vencedores
del mañana. A pesar de sus resultados, nadie puede negar la admirable
perseverancia, la heroica resistencia que ante la ceguera interesada y el
silencio cómplice de casi todo el mundo, que los luchadores por la democracia
en Cuba han demostrado y siguen demostrando, con una fijeza ejemplar contra
todos los vientos y mareas adversas. La disyuntiva es terminante: verdad contra
mentira; memoria contra olvido.
Machover es hoy uno de los más acreditados,
persistentes y documentados especialistas en el estudio histórico de la
tragedia cubana. Ha sostenido con una admirable fijeza esa pasión de un
historiador comprometido seriamente con la verdad, desde sus primeros estudios
hasta el presente. No es, pues, un improvisado, ni un glosador complaciente.
Una de las grandes virtudes de esta nueva
propuesta historiográfica, es la capacidad que demuestra para motivar en el
lector sus propias reflexiones, comparar sucesos semejantes, recordar hechos
olvidados o poco tratados, y elaborar algunas lecciones como balance del
panorama ofrecido. En estos aspectos considero que se encuentra lo mejor del
libro.
Por otra parte, Machover demuestra ser un
perspicaz pesquisidor y analista de los sucesos históricos, así como de sus
resultados más trascendentes. Es un historiador riguroso que no teme enfrentar
las opiniones fabricadas, ya establecidas por una academia inescrupulosa y
manipulada por intereses muy diversos y poco honorables. Confirma siempre esta heroica
capacidad expuesta, pues pertenece por su formación cultural, y hasta diría que
genéticamente, a la más antigua escuela hermenéutica clásica: la de los
filólogos hebreos adiestrados puntual y devotamente en la exégesis de los
textos sagrados, la Torah
fundamentalmente, sumando innumerables generaciones, las cuales sostienen y
acreditan esta aplicada tarea durante miles de años como en ninguna otra
cultura. Machover es, en síntesis, nuestro Flavio Josefo insular. Así como hoy algunos
tratan de borrar la terrible Shoah,
Machover procura y lucha para que no se ignore ese otro holocausto cubano, que cuenta con miles de muertos y millones de
desterrados, olvidados, agredidos e ignorados por la complaciente complicidad
de sus negadores y detractores.
Para empezar, Machover propone un muy audaz
paralelo entre la Cuba de 1959 con la Francia de 1945 y la España de 1936, que
ofrece interesantes puntos en común para la construcción de la historia de los
hechos recientes. Si Rusia tuvo a sus publicistas entusiastas (John Reed, el
primer George Orwell, Bertrand Russell, André Gide), también Cuba se benefició de
la enigmática atracción de algunos intelectuales hacia esos fenómenos llamados
de “luchas populares”. Machover se consagra al estudio del origen de lo que
llama los “60 años de la entrada de Cuba en la historia universal”
contemporánea. Hasta ese momento, la isla casi sólo era conocida por su capital,
La Habana, y uno de sus productos que prolongaban y difundían su nombre por el
planeta: los habanos.
Algo quizá anecdótico pero que considero
revelador, es que, con la admirable perseverancia de un imán, el autor insiste
en emplear su nombre en la forma hispana de Jacobo, que lo vincula con Santiago
de Compostela, y rehúsa adoptar un Jacques
afrancesado y desarraigado, por muy inmerso e identificado que hoy esté con la cultura
francesa donde ha pasado su largo exilio. Pero se siente y se muestra sobre
todo como un historiador plenamente cubano.
Fueron contados quienes vieron, como
advierte Machover, detrás de tanta euforia triunfal con la llegada a la capital
de “los barbudos”, que se avecinaba una dilatada tragedia sobre el incauto y alborozado
país. Pocas veces antes un sueño pasó tan velozmente de la utopía a la
distopía, del sueño a la pesadilla. La “luna de miel” con una prometida
liberación duró tan poco, como el clásico merengue a la puerta del colegio.
Fidel Castro y sus cómplices más directos
(muchos de ellos después asesinados y sacrificados en altar personal del ego del líder supremo e incuestionable),
fabricaron con gran éxito y sin resistencia apenas su ficción del “monstruo”
derrocado. Una generación de fotógrafos, diseñadores y gacetilleros (formados
curiosamente en las más acreditadas y exitosas agencias publicitarias del mundo,
entonces inspiradas por la Escuela de Chicago), trabajó con empeño y gran éxito
para crear un “Frankenstein” útil a sus propósitos y muy efectivo. Al demonizar
todo lo anterior, empezando por el líder depuesto, se justificaba todo lo que
vendría después.
Si Batista siempre aparecía en público y en
privado atildado y pulcramente vestido, sin excesos ni lujos, con una corrección
republicana, Castro y sus constructores de imagen (Celia Sánchez la primera),
prefirieron que en esa etapa se mostrase hirsuto y rural, provinciano y
“auténtico”: la estampa cabal del “revolucionario” despreocupado por su aspecto
y sin vanidosas ataduras materiales. Si Batista vestía de riguroso dril blanco,
Castro lo haría de verde oliva insurgente; si Batista fumaba –escasamente-
cigarrillos, Castro se exhibiría por todas partes con su humeante puro, un
símbolo fálico purificador, como sahumerio ofrecido a los dioses de la venganza,
pues su poder totalitario sería aplicado en el servicio de una “causa
superior”, de redención y castigo.
Alguien que supo ver bastante temprano el engaño
y lo caricaturizó con precisión implacable, fue un judío neoyorquino, Woody Allen,
quien esmirriado en su holgado y patético uniforme, con unas barbas postizas, ralas
y descuidadas, personificó fársicamente al nuevo dictador en su Bananas (1971). Él hizo con Castro algo
semejante a lo que Chaplin en su momento ejecutó con Hitler en El gran dictador. Quizá ahí se popularizó
el término de “repúblicas bananeras”, aunque fue desde la ya olvidada novela Mamita Yunai (1941), del comunista
costarricense Carlos Luis Fallas, cuando se utilizó la frase primeramente.
Lejos de implantar, según la retórica
leninista, un “estado de nuevo tipo”, Castro logró imponer, a sangre y fuego (y
hasta con aplausos) “una dictadura de nuevo tipo”, que ha resultado ser, hasta
ahora, por sus resultados y permanencia, la más perfecta y perdurable del mundo
occidental. Sólo la aventaja en el universo oriental la de Corea del Norte. Si
ésta es el ridículo “reino de los Kim”, lo que se muestra en la isla es la
grotesca “monarquía de los Castro”, dos nuevos apellidos para el Almanach de Gotha político. Y ambas
coinciden en proclamarse como “auténticas democracias”, dando así muestra de la
relatividad caprichosa de este concepto, tan desvirtuado en nuestros tiempos.
Con la necesaria exclusión de todos los demás países del orbe entero, ellos sí son demócratas, pero el resto
no, y por supuesto deben aprender de su ejemplo. Han logrado vender con gran
éxito tanto para el consumo interno como el externo, con un persistente y hábil
marketing ideológico, la servidumbre
como liberación, el yugo como ala, lo negro como blanco y la oscuridad como
luz. Sin embargo, el ejemplo norcoreano nunca ha disfrutado la aceptación
externa que sí ha tenido y todavía tiene para muchos el modelo cubano, así que
sus publicistas han sido mucho más hábiles y efectivos, empezando por su
principal histrión y coreógrafo, el carismático Fidel Castro. Y en ese proceso
que no ha perdonado flora ni fauna, vivos y muertos, clima y suelo, costa y
montaña, selva o prado, la Historia ha resultado también travestida y
perversamente desfigurada, de tal suerte que hoy puede hablarse de “dos
historias de Cuba”, la oficial y la del resto, completamente discrepantes y contradictorias.
Uno de los eslabones más resistentes de
esta cadena de falsedades, y de los más antiguos, es la caracterización de
Batista como “el malo de la película”, “el enemigo perfecto”, “el más odiado”,
“el villano más atroz”, “el modelo de la perversión” y el “monstruo por excelencia”;
en realidad, esta construcción comenzó desde antes que Castro monopolizara el
poder, y sus inescrupulosos creadores no fueron por siempre sus más fieles y
eternos colaboradores incondicionales. Ciertamente, la raíz de estos males se
afincó desde mucho antes y por diversos personajes, quienes, envidiosos o
insatisfechos de sus apetitos, vendidos o cómplices ingenuos, fueron levantando
el pedestal de la horca sin percatarse que ellos también penderían algún día de
ella. El maniqueísmo bipolar aplicado ha sido tan útil para Castro, como lo fue,
si vamos al real origen de la práctica, para los maestros del sistema, Joseph Goebbels
y Willi Münzenberg, esos dos grandes seductores de multitudes e intelectuales
útiles.
El abuso castrista contra los niños no
empezó con la “Operación Pedro Pan”, los
adoctrinados pioneros, o la Masacre del
Remolcador 13 de Marzo: aunque su propia familia fue protegida expresamente
por Batista, mientras Castro estuvo en una cómoda cárcel condenado por sedición
y aún durante su insurrección, los hijos de su contrincante desplazado fueron
perseguidos y vituperados por él y sus seguidores dóciles y complacientes,
rabiosos y adocenados, cuando fueron agredidos al llegar dos días antes de la
caída del gobierno cubano a Nueva York, según recupera el conmovedor testimonio
de Roberto “Bobby” Batista, que integra Machover en su libro.
Al llegar al destierro, los hijos de
Batista fueron víctimas totalmente inocentes, como recuerda Machover, del
“primer acto de repudio revolucionario”, esos “minutos de odio orwellianos”, inocultables
abuelos de los actuales escraches
podemitas hispanos. En las primeras horas del 30 de diciembre de 1958,
cuando llegaron a Estados Unidos, ya los esperaban las sedientas hordas
castrófilas en el aeropuerto, para agredirlos, regocijadas con su inminente
victoria, que celebraban eufóricamente.
Tal parece que Fidel Castro, en su obcecado
redentorismo purificatorio e incendiario, nunca entendió y menos aún aceptó,
que pudiera haber alguien que no quisiera participar en su empresa utópica. No
podía concebir que nadie se le negara para ser parte de sus huestes que
construirían el futuro sólo por él concebido. Partir o negarse no podía asumirlo
sino como traición, a él y, en su persona, a la misma Patria encarnada (que
para él eran lo mismo). Es revelador que con el tiempo dejó de referirse a
“Cuba”, para reducirse sólo a un concepto prefabricado por él a su imagen y semejanza,
la sempiterna “Revolución”, su revolución, la de él y nadie
más.
Asombrosamente, para los republicanos Eisenhower
y Nixon, Batista era un “socialista” y un “dictador”, y hasta había sido aliado
(coyuntural) de los comunistas cubanos. Y, en cambio, Castro era -en el principio-
un “liberal idealista” (luego al menos Nixon rectificó, pero ya era tarde), un
“Robin Hood del Caribe”. De ahí el mortal embargo de armas y el irresponsable
abandono de Batista por el gobierno de Estados Unidos en marzo de 1958, lo cual
fue mucho más demoledor y decisivo que cualquier otro golpe militar de los
insurrectos contra la república cubana. Ya fue muy tarde cuando Eisenhower
revisó su juicio sobre Fidel Castro, y su desplante de no recibirlo, sólo
aumentó la popularidad de éste, al quedar como víctima del victorioso militar
estadunidense: así comenzó el mito del David caribeño enfrentado al Goliat
americano, que se ha implantado tan hondamente en el inconsciente colectivo
mundial.
Una de las figuras más tenebrosas y
retorcidas, y que ha sido absuelta cegata e irresponsablemente por la historia elaborada
a partir de los turiferarios, es la de Ramón Grau San Martín, el peor traidor a
la causa cubana de todos los tiempos; vaselinoso, ambiguo y hasta feminoide, dos veces faltó a su palabra empeñada y
empujó al país hacia el desastre final, atendiendo sólo a su resentimiento y
frustración. Su inopinado desistimiento para competir en las elecciones de 1954
y 1958, apenas unos pocos días antes de los comicios, fue un boicot
irresponsable contra el único mecanismo entonces posible para encontrar una
solución pacífica a la guerra civil. Ese contubernio fue generosamente premiado,
al permitírsele acabar sus días sin ser molestado en su opulenta residencia de
la Quinta Avenida en Miramar, a la que se refería modestamente como “La
Chocita”.
Castro aprendió muy bien de los errores de
Batista: por eso él no los repetiría. Jamás le tembló la mano para reprimir sin
piedad, ni compasión (vocablo que
reveladoramente nunca aparece en su léxico personal, aunque forma parte del Himno del 26 de Julio), ni menospreció al
más ínfimo de sus adversarios: los aplastó a todos, lo mismo familiares, que
amigos y compañeros de infancia.
Desde la famosa entrevista con Herbert
Matthews para acá, Castro fue el campeón de la propaganda, pero aún antes, con
la fantochada de la Campana de la
Demajagua, su desempeño en el Colegio de Dolores, en El Bogotazo, y en el mismo Asalto
al Cuartel Moncada, fue siempre un hábil manipulador. Todos estos fueron
“golpes de efecto” aplicados desde muy temprano para la exaltación de su ego hipertrofiado, construyendo precozmente
un futuro perfil heroico. Esa personalidad patológica marcó el devenir de su
país, de tal suerte que su historial clínico sería tan útil para los
historiadores como su biografía política e ideológica, y hasta podrían
intercambiarse, según ya apuntó alguien.
Nadie que pudiera competir con él prevaleció
en el entorno de Castro. Como el frondoso baobab,
ninguno pudo crecer bajo su sombra: el mismo José Antonio Echeverría era tan protagónico
como Fidel Castro, y de haber sobrevivido a sus aventuras terroristas, el
choque futuro entre ambos era inevitable, pero una vez más el destino favoreció
a Castro: la Parca apartó a Manzanita
del camino para no estorbar el vertiginoso ascenso al poder del biranense.
Lector asiduo de Primo de Rivera y
Mussolini, pero en especial de Maquiavelo, para quien “el fin justifica los
medios”, Castro introdujo en la lucha política elementos antes desconocidos,
como el secuestro de aviones y personas, que después crearían una calamitosa secuela:
valga recordar que el corredor de autos Juan Manuel Fangio no fue el único
secuestrado (23 de Febrero de 1958) por las células terroristas del Movimiento 26 de Julio: el mismo año, un
comediante, también argentino, el popular Pepe Biondi, fue raptado en las cercanías
del Edificio Focsa, cuando Castro
dictó la proclama “ni una fiesta ni una risa”, para impedir la celebración del
4 de Septiembre batistiano. Bombas es cines y cabarés, se convirtieron en
sucesos de siniestra cotidianidad dentro la pelea sin cuartel desatada por
Castro.
La historiografía oficial da por sentado el
triunfo del candidato Roberto Agramonte por el Partido del Pueblo Cubano
(Ortodoxo) en las Elecciones Generales de junio de 1952, interrumpidas por el Golpe de Estado del 10 de Marzo
realizado por Batista, pero actualmente esta afirmación resulta muy
cuestionable. Se afirma, sin sustento sólido, que Batista dio el golpe de
estado porque sabía que perdería en las elecciones unos días después”. Esa es
hoy una aseveración gratuita y sesgada, pero que ha gozado de fortuna
historiográfica por ser incansablemente repetida.
La industria de la publicidad en Cuba,
iniciada tempranamente desde 1907 con la Liga
Cubana de Publicidad fundada por Walter Stanton, y que para los años veinte
contaba con dos compañías establecidas como la Havana Advertising y la Tropical
Advertising, ya para el 8 de marzo de 1935 agrupó a los profesionales en la
Asociación de Anunciantes de Cuba y existían formaciones gremiales como la Asociación
de Agencias de Anuncios (AAA), y la Asociación
Nacional de Profesionistas Publicitarios (ANPP), y ya en 1945 se estableció
la Escuela Profesional de Publicidad, pero esta intensa actividad estaba
referida a la publicidad comercial, pero no existía un auténtico marketing político, y lo que se hacía en
las campañas electorales eran las formas más precarias y elementales de la
propaganda política casera, con carteles, anuncios, volantes, bisutería diversa
y pegajosas canciones (las congas,
para las cuales no desdeñaban colaborar hasta músicos de renombre como el jingle de Carlos Prío obsequiado por
Osvaldo Farrés), pero no existía en Cuba –como tampoco en Estados Unidos aún-
un estudio científico del mercado y las preferencias políticas, y todo se fiaba
al “olfato” y a la “intuición” de los actores contendientes.
En 1952, 1954 y 1958 tampoco había verdaderas
encuestas de opinión y de intención de voto, con métodos profesionales como
aspiran a ser las actuales, elaboradas por casas especializadas y de prestigio,
y con amplias muestras estadísticamente representativas. Los análisis
demoscópicos estaban aún en pañales para esa época, y los “estimados”
existentes eran sólo “a ojo de buen cubero”, o las parcializadas y muy sesgadas
“encuestas”, elaboradas y publicadas por la claramente tendenciosa y muy antibatistiana
revista Bohemia, en manos de su
polémico y ambiguo director-propietario Miguel Ángel Quevedo, de triste
memoria, quien terminó abjurando de sus pasados errores y suicidándose, aunque tratando
de lavar el grave daño que había ocasionado a Cuba con su decisivo apoyo a
Castro. Quevedo, intentó después descargar parte de su responsabilidad al
acusar de deslealtad a su mano derecha, el “dipsómano” (así lo llamó) Enrique
de la Osa, autor de la célebre mentira de “los 20 mil muertos de Batista”, que
todavía sigue apareciendo en las páginas oficiales castristas. Esta colosal
mentira se ha asumido como verdad indiscutible, confirmando aquella frase de
Goebbels que cuanto más grande es el infundio, más fácilmente será aceptado.
Sin embargo, nadie ha reparado en un hecho
sobre esto: en estos 60 años de dictadura y propaganda activa, el régimen
cubano nunca ha publicado un libro donde aparezcan esos “20 mil mártires”,
aunque ha tenido a su completa disposición investigadores, empleados, archivos,
testimonios, partes médicos e informes de nosocomios suficientes para
documentar su acusación, y tampoco ha editado un libro donde aparezcan todos
“sus” mártires, pues quedarían atrapados flagrantemente en su mentira. Contando
con todos los medios a su alcance, el régimen cubano ha sido incapaz de ejecutar
lo que el exilio sí ha realizado, sin apoyos ni recursos, con el formidable Archivo Cuba, registro serio y puntual,
profesionalmente documentado, contrastado y actualizado, de todas las víctimas
del castrismo, fundado en Washington en 2001 como una iniciativa del Free Society Project, Inc. por Armando
M. Lago (1939-2008) y María C. Pino Cañizares (1934-2008), entre otros, y
continuado en la actualidad por una Junta Directiva presidida por María C.
Werlau. Allí aparecen, con nombres y apellidos y con al menos dos de sus
fuentes, 7,173 muertos y desaparecidos imputados a Fidel Castro hasta su muerte
el 25 de noviembre de 2016, según cita Werlau en su artículo “Castro superó a
Pinochet” (El País, 4 de diciembre de
2016).
Otros
publicistas muy populares como José Pardo Llada, Luis Conte Agüero y Luis
Ortega Sierra, también incurrieron en esa actitud de ingenua complicidad en el
mejor de los casos, aunque –como reveló el propio Batista- aceptaban de buen
grado sus “donativos”, y alguno hubo que hasta le reclamó que ese dinero
obsequiado “no le alcanzaba para un viaje a España con su mujer”. Sin embargo,
“jalaron soga para su pescuezo”: después de sus servicios con el micrófono en
favor de Castro, este se lo arrebató para quedárselo él solo. Creo revelador el
hecho que tanto Pardo Llada como Ortega Sierra, después de un largo exilio,
fueron tan inescrupulosos de visitar a Cuba y ser amistosamente recibidos por
el propio Fidel Castro. A la larga, amarga lección de la historia, sólo fue el
repudiado Otto Meruelo quien único dijo la verdad desde el principio, aunque
fue calificado –y condenado- como calumniador y pluma vendida del régimen
batistiano, y sufrió 18 años de dura prisión (la condena fue de 30), antes de
poder salir al exilio. Raúl Castro lo consideró su “preso personal”, pues nunca
le perdonó que lo llamara “la china de los ojos tristes”.
En este nuevo libro de Machover se reúne
una mejor y más completa relación de sucesos, su relación y jerarquización, así
como el impacto que tuvo cada uno en los acontecimientos posteriores. Resulta
así más expositivo y didáctico que otros estudios similares, y sin dudas es un
material sólido y compacto de extraordinaria utilidad para esparcir nuevas luces
cobre un momento especialmente oscuro y manipulado de la historia cubana, los
últimos días del gobierno de Batista, y la irrupción de un nuevo régimen que
venía cargado de promesas pero que pronto decepcionó a la mayoría.
Concentrar toda la problemática cubana de
la época exclusivamente en la figura simbólica de Batista, allanó la marcha
arrolladora de Castro hacia el poder absoluto. Pocos o casi nadie advirtió que,
al combatir ferozmente a un dictador circunstancial y fluctuante, estaban
construyendo acelerada e irresponsablemente el pedestal de otro mucho peor, ese
si un dictador orgánico, pleno e integral, quien fue vendido –y comprado- como
el justiciero que vendría para arrasar
a sangre y fuego la putrefacta Babilonia republicana. Como el popular
Chacumbele, ellos mismos se mataron y de paso sacrificaron a los demás: con sus
ambiciones mezquinas y actuaciones miopes, aquellos mque pudieron evitarlo, asesinaron,
sepultaron y apisonaron a la juvenil República.
Batista intentó varias veces entablar una
negociación a través del diálogo y el compromiso político, pero nadie quiso
escucharlo, y otros fingieron hacerlo y luego lo traicionaron –apuñalando a
Cuba, de paso- cerrando todas las puertas y tirando las llaves para una
transición y solución pactada. La respuesta a sus gestiones, ya francamente absoluta,
fue: “Todo o nada”. Castro haría uso de esa fórmula al servicio de su interés
personal: se quedaría con todo y nadie más recibiría nada.
Todavía para muchos que revisan los sucesos
de esta época resulta inconcebible que casi nadie se haya percatado realmente
de lo que sobrevendría, y pensaron con asombrosa ingenuidad que siempre podrían
manipular al ambicioso caudillo oriental. Como resultado de tanta ignorancia e
imprudencia, todo el poder quedaría concentrado en una sola persona, quien
sería el árbitro supremo y dueño absoluto de la plantación recién conquistada.
Más que credulidad ingenua, cabe suponer que fue una soberbia ignorante y
egoísta la que ocasionó todo esto: la obsesión por “tumbar al Indio” como fuera
cegó a todos.
Quizá el estrábico Jean Paul Sartre en su
parcializada y falsa visión de Fulgencio Batista Zaldívar sintió la influencia de
quien fue su cercano chevalier servant
y cicerone durante sus visitas a Cuba
(del 20 de febrero al 15 de marzo y del 21 al 28 de octubre de 1960); era su
segunda vez en la isla pues la primera fue en 1949, mas ahora venía, junto con
su pareja Simone de Beauvoir, como invitado oficial de Carlos Franqui, quien lo
contactó en París, pero sospecho que el impulso superior de este viaje partió
del propio Ernesto Guevara (único del círculo
de hierro, del famoso “gobierno en la sombra”, que ya conspiraba para
instaurar un sistema comunista) que leía del francés, pues dudo que Franqui
tuviera autorización suficiente para semejante iniciativa. Por otra parte,
Sartre se había declarado antisoviético poco antes cuando la invasión a Hungría,
y eso marcaba una cierta distancia muy grata para el argentino, que andaba por
el mismo rumbo (aunque apenas unos días antes, el 4 de febrero, Anastas Mikoyan
había visitado Cuba, por gestión iniciada por Guevara antes en Egipto), lo cual
no frenaba su comunismo visceral reflejado en una de sus frases más famosas:
“Un anticomunista es un perro”. Ahora, para atenderlo a él y a Simone estaba su
traductor cubano Juan Arcocha, y era también escoltado por el joven Lisandro Otero,
hijo de quien con igual nombre (Lisandro Otero Masdeu, 1893-1957), fuera Presidente
de los periodistas cubanos bajo Batista, y uno de los más agraciados con las
atenciones y reconocimientos del General. Era un clásico “niño bien” del Vedado Tenis Club y del Havana Yacht Club.
Sartre desató su imaginación existencialista
en esa visita con su reportaje Huracán en
el azúcar (publicado como artículos sucesivos en France-Soir del 28 de junio al 15 de julio de 1960, y el mismo año
recogida en una edición cubana). Y Otero, continuó tras su huella, y perpetró Cuba: ZDA (Zona de Desarrollo Agrícola), 1960, siguiendo la receta del ambiguo
intelectual parisino, quien persistía en querer considerar a Cuba como un
típico país del peor Tercer Mundo, víctima del monocultivo, atrasado y dependiente.
A Otero, criollo blanco, refinado y elegante, con relumbrantes y magnéticos ojos
verdes, es en gran parte presumible atribuir los juicios peyorativos y los
infundios gigantescos (como aquel tigre alimentado con los revolucionarios), de
Sartre contra Batista.
Racial y culturalmente, Otero era mucho más
afín con Castro (blanco, hijo de español y exalumno de los colegios de Dolores
y Belén), que con Batista (mestizo de origen paupérrimo y autodidacta), a pesar
de la cercana relación de su padre con el General, quien llegó a imponerle la Orden Carlos Manuel de Céspedes, la más
alta y honrosa del país. Ambos, además, compartían la condición de muchachos
sostenidos económicamente durante mucho tiempo por sus laboriosos padres.
Algún día habrá que reconocer y estudiar a
profundidad el factor racista subyacente en la llamada “revolución”, pues gran
parte de la oposición a Batista lo criticó y se burló de su condición de no
blanco puro, y además el apoyo mayoritario de negros y mulatos de extracción
popular hacia su gobierno. Basta ver la nómina de los opositores –civiles y
guerrilleros- para apreciar la enorme proporción de cubanos blancos de clase
media y alta, y muy contados negros, como refleja el mejor barómetro de esa meritocracia
totalitaria que es el Comité Central del PCC original, con la presencia –más
bien simbólica- de contadísimos miembros de la raza negra.
El papel cómplice de Jean Paul Sartre
también es un tema muy interesante de esta obra. Sartre fue uno de los primeros
vendedores (merolicos les dicen) de
la tesis del subdesarrollo cubano republicano como justificatorio de la
“revolución” castrista, y en esas filas se integrarían rápida e inopinadamente
otros como Antonio Núñez Jiménez, el inefable “Toñito Cuevita”, otro de sus solícitos
anfitriones, al frente entonces del truculento INRA, organismo expresamente
creado para monopolizar la agricultura cubana y demoler lo construido por el Banco de Fomento Agrícola e Industrial (1950)
creado por Prío y afirmado por Batista. Sartre ignoró entre muchas otras cosas,
que Batista había fundado instituciones fundamentales para el progreso
económico del país, como la Financiera
Nacional de Cuba (1953), el Banco
Cubano del Comercio Exterior (BANCEX), y el Banco de Desarrollo Económico y Social (BANDES), ambos en 1954.
Todas estas entidades proyectaban la diversificación productiva y la
distribución más equitativa de la riqueza nacional, creando oportunidades
crediticias para sectores más amplios.
Sartre venía a Cuba en misión de campaña,
como la expresión corpórea del “intelectual comprometido”, es decir, del
pensador que acepta adoptar un catecismo prestablecido, y con una ideología que
le sirve de anteojera y mordaza a la vez: venía
a ver sólo lo que quería ver. Revestido de entrada como reportero
parcializado, se forró con el atuendo eurocentrista de un antropólogo en función
de propagandista, un espíritu moralmente superior, representante del Iluminismo de Izquierda, portador de la
verdad única y de la antorcha reivindicatoria y redentorista, un taumaturgo
iluminado, como un nuevo redescubridor después de Colón y Humboldt; sin haber
dedicado antes ni siquiera un leve intento de esfuerzo intelectual para
documentarse sobre la realidad latinoamericana, y especialmente cubana; vino a
“dictar cátedra” como Magister, con un puñado de conocimientos sujetos con
alfileres muy superficiales, formando un delgado barniz, como la avanzada
filosófica del existencialismo de izquierda, de inspiración marxista, con un
tenebroso y oscuro pasado personal durante la ocupación nazi de Francia, y una
hoja de servicios patrióticos falsa e inflada, y como el adversario ya frontal
del pensamiento liberal y democrático representado por los mucho más coherentes
Raymond Aron y Albert Camus. Asumió con deleite su misión de intelectual orgánico
y comprometido, pero duró poco su himeneo con el castrismo, pues, aunque se plegó
totalmente al deseo del dictador, aún resultó insuficiente su pleitesía: fue
apartado y desechado una vez cumplió con su utilidad como “compañero de viaje”
o “ingenuo aprovechable”. Pero al llegar a Cuba Sartre era el candidato
perfecto: predispuesto a favor de la “revolución”, adecuadamente prejuiciado
sobre el período anterior, y con una clara conciencia de hacer valer una
consigna ideológica.
Si para algo sirve el estudio de la historia-
nos recuerda Machover- es para tratar al menos que los errores no se repitan
tan milimétricamente como suele suceder. La obnubilación momentánea es explicable
y hasta justificable, pero cuando la miopía o ceguera voluntaria se convierte
en crónica e irreversible, ya resulta muy preocupante. Esto podría hacernos
pensar que las sociedades más preparadas y conocedoras de su historia serían
también más resistentes a estos errores, pero no suele ser así, pues los
acontecimientos actuales confirman lamentablemente la perseverancia para
cometer dislates en países con cualquier nivel de desarrollo.
La misma prensa camelada, el propio sector académico norteamericano deslumbrado que
vio con calurosa y franca simpatía a Fidel Castro y repudió en masa a Fulgencio
Batista, es semejante a los que hoy están entusiasmados candorosamente por los
“cambios”, ni siquiera epidérmicos ni cosméticos, de su hermano heredero de la
satrapía, Raúl, y de su fantoche interpósito Miguel Díaz Canel. La posición de
éste es la misma de un diligente mayordomo o mayoral, quien acude presuroso para
satisfacer las indicaciones de su hacendado y representarlo en los puntos a los
que el otro ni se digna visitar.
La extraordinaria, preocupante y ya
perversa perseverancia en el error, parece demostrar el lugar asignado por ese
sector académico de “las buenas conciencias y el “pensamiento políticamente
correcto”, en su distribución de papeles en la escenografía mundial, para Cuba
y el resto de la América Latina: el laboratorio de las más peregrinas ideas
nocivas, las cuales condenan, no a un siglo, sino a mil años de soledad, orfandad
democrática y hegemonía caudillista.
Sartre es agradecido con su generoso
anfitrión, y produce aceleradamente invectivas y falsedades: cambia epítetos
por mojitos, insultos por daiquirís, escupidas por habanos. Mordaz como
siempre, Cabrera Infante lo retrató como “el Bizco, mirando con un ojo el Ser y
con el otro la Nada”. Y fue igualmente de las primeras víctimas –terminales- de
esa aguda disentería ideológica que también el novelista definió como “la
castroenteritis aguda”.
No estuvo solo en la defenestración de sus
decepcionados anfitriones: pronto se le juntó otro izquierdista ingenuo, K. S.
Karol, quien creyendo prestar un gran servicio a la causa castrista, publicó Los guerrilleros en el poder y sólo
recibió la acusación del propio Castro de ser un “agente de la CIA”, como era
usual en él con sus imputaciones sin pruebas. Tanto uno como otro fueron de los
primeros agentes y luego sujetos fusileros del “asesinato de la reputación”;
rápidamente, la triste historia de su relación con Castro, les demostró lo fácil
que se intercambian los papeles en el paredón de la moral revolucionaria: hoy podías
estar frente al muro y al rato siguiente recostado a él, enfrentando los
fusiles.
Machover reseña con grandes pero
reveladores trazos lo que fue La Habana en los años inmediatos anteriores al desastre
progresivo de 1959. La capital cubana era como la Ciudad Maravilla, la Ciudad
Esmeralda del Mago de Oz, el París de las Américas -así se le conocía- con
tiendas como El Encanto y su Salón Francés, y las exclusivas de
Christian Dior, Flogar, Fin de siglo y La Época... Una urbe repleta de vida y de esperanza, movida por una
fiesta perpetua y con sueños de grandeza…
El hedonismo pagano fue abatido por la austeridad:
una rencorosa Esparta santiaguera siempre desplazada de la historia, sometió finalmente
a una Atenas habanera, hedonista y despreocupada. Aquella asombrosa Acrópolis
batistiana, la Plaza Cívica, no sólo
era un modelo latinoamericano excepcional en el momento (Brasilia aún ni se
proyectaba, pues comenzaría apenas en 1956), sino la propuesta inicial para una
reurbanización de la capital y luego de todo el país. La prenda codiciada se
convirtió en el primer hurto castrista, al auto adjudicársela implícitamente y
rebautizarla como Plaza de la Revolución,
que era como decir, la Plaza particular
de Fidel Castro. Paradójicamente, sin proponérselo, Batista fue, también,
el escenógrafo de Castro, pues plantó el decorado para sus perfomances posteriores.
Como en tantos otros desastres, la arquitectura
castrista ha sido un fracaso total, constructiva, estética y urbanistamente
considerada. Un gobierno unipersonal, totalitario y absoluto, como el de Castro,
desaprovechó lo único que podía justificarlo, arquitectónicamente: no debía
respetar, consultar ni negociar un replanteamiento del paisaje; podía hacer y
deshacer a su antojo sin nada ni nadie que lo enfrentara, como sucede en los
estados de derecho democráticos; y sí hizo y deshizo, pero mal, muy mal, carente
de un criterio estético –y tampoco social- para perjudicar el perfil de las
ciudades cubanas con sus bodrios que, al menos, por fortuna, han sido
minúsculamente escasos, lo cual es su única virtud: una ambiciosa y
vanguardista Escuela de Arte, más inconclusa que la sinfonía de Schubert; un
banco faraónico devenido en disfuncional hospital, que tardó en construirse más
que las pirámides de Gizeh, y un restaurante leninista cuyo nombre es sinónimo
del país y del efecto sobre las billeteras de sus presuntamente proletarios
consumidores: Las Ruinas. El escaso
resto son los galpones de los Médicos de la Familia y las koljosianas Escuelas
en el Campo, ya en franca extinción por inanición.
Nuevo Catón El Viejo, desde el fondo de su
alma puritana Castro se propuso destruir hasta sus mismas bases esa Nueva
Babilonia, esa Sin City luminosa, que
se burló cruelmente de él tantas veces, por palurdo y desaseado, y donde recibió
el más desacralizador de sus títulos, otorgado enfática y unánimemente por sus
mismos compañeros de universidad: Bolae’Churre.
“Delenda est Habana”, musita cada
noche antes de dormirse, pistola a la cintura y con las botas puestas que no se
quita ni para dormir, según testimonios creíbles, desde la lujosa suite 2324 del piso del Hotel Habana Hilton, recién inaugurado por sus laboriosos financieros,
los afiliados del Sindicato de Trabajadores Gastronómicos de la República de Cuba,
sus verdaderos dueños, y no Mr. Conrad Hilton, propietario sólo de la franquicia.
Sin buscarlo ni quererlo inicialmente, Cabrera
Infante resulta al final el entusiasta trovador melancólico de La Habana de
Batista (a quien combatió y criticó acerbamente, pecado juvenil que después
pagará con creces junto con otros más), no la de Castro, quien será su implacable
Ángel aniquilador. El novelista, como aquel Boabdil que suspiró desde el Sillón
del Moro en la Alpujarra granadina, al volverse para mirar por última vez la ciudad
de la Alhambra, pudo quejarse también: “Ay de mi Habana”. A él le tocó el papel
de entonar el triste canto del cisne y, luego, retorcerle el cuello.
La muy sui
generis “dictadura” de Batista es lo menos parecido a lo que en el medio
latinoamericano se entiende como una dictadura clásica, de rompe y rasga y de
tiempo completo, sin medida ni tasa. La Habana se mostraba como la ventana
vanguardista de lo que en poco tiempo más podía ser el resto del país, un escenario
de creciente y sólida prosperidad, garantizada por el cuerpo de leyes y decretos,
y la creación o fortalecimiento de instituciones, cuyo funcionamiento no podría
haber sido ni medianamente exitoso sin contar con virtudes políticas propicias como
son una estabilidad material y seguridad jurídica. Las débiles democracias
latinoamericanas de casi todo el siglo XX, no fueron en gran parte, ni son todavía,
modelos de ninguna de ambas virtudes.
Un formidable espejismo para incautos revolucionarios
encegueció a Cuba, o casi toda. El tóxico sortilegio y la hipnosis colectiva del
nuevo encantador de serpientes, se cernió sobre todos, incluso los más
despiertos, o quienes solían serlo, como Jorge Mañach o José Lezama Lima; ellos
creyeron ver en el advenimiento de un salvador, una necesaria purificación
redentora sustentada por un peregrino misticismo tropical, de la mano de un
nuevo mayoral mesiánico y vindicador. El Ángel
de la Jiribilla acudió presuroso, sonrojado, pudibundo e ingenuo, a
denunciar al inquietante Bustrófedon
por exhibicionismo pornográfico y atentado a la moral pública.
El primero de enero de 1959, con Castro planeando
sobre el país, fue la Hora Cero de la
desgracia nacional. Pretenderá entonces que la Historia comienza y termina con
él, mucho antes de Fukuyama. Querrá dejarlo todo a su paso “sic tabula rasa” y sólo en eso tendrá éxito,
el único triunfo palpable de su trayectoria nefasta. Así como el agua del
bautismo borra todos los pecados, su revolución será la inundación purificadora,
la nueva eucaristía no del pan (cada día más escaso), sino del fuego (cada
momento más intenso), y suprime todas las memorias molestas: sólo sobrevivirán
los recuerdos útiles para la causa, y si estos no existen, se fabricarán
diligente y disciplinalmente por los nuevos escribanos aplicados, y si ya estaban,
pero no resultan adecuados, se deformarán convenientemente: porque la
“revolución” es dueña no sólo del futuro y del presente, sino del pasado.
El boicot
de los partidos políticos contra las propuestas de negociación y acuerdo
presentadas por Batista y su equipo (responsabilidad absoluta y puntual de sus
líderes individuales), impidió cualquier solución civilista al conflicto creado
y atizado por ellos mimos. No advirtieron en su ceguera, su vanidad, su orgullo
o su mezquino egoísmo estúpido, que, de esa forma, al deslegitimar todo, se estaban
también autodesligitimando y desautorizando ellos mismos. Cavaron su propia
tumba, y con ella, la de la incierta y frágil república, facilitando el trabajo
final del sepulturero de las instituciones que acechaba no muy lejos, Quinto
Jinete del Apocalipsis, ya con la pala en la mano para entonar el requiescat in pace liberticida,
definitivo y total.
La legitimidad de las elecciones de 1954 y
1958 fue dinamitada concienzuda y suicidamente por la oposición, no por Batista.
Cada medida propuesta por éste para negociar el conflicto y solucionarlo, fue rápidamente
ripostada con otra contrapuesta negativa y descalificadora, cerrando todas las
vías de alivio patriótico del problema, y engordando el caudal de la gran inundación
que vendría después, cubriendo al país. Batista sacrificó su prestigio
democrático (ganado a pulso en 1940), por la efectividad política necesaria
para el progreso y bienestar del país (que atropelladamente lastimaría en 1952
con el Golpe de Marzo). Buen jugador,
Batista sopesó las probabilidades y colocó su apuesta: pero perdió. Sus
oponentes cerraron el juego. La fortuna le fue adversa y los intereses organizados
contra él y su proyecto, fueron demasiados y lo superaron ampliamente. Levantó
una ola que después no pudo aplacar a pesar de todas sus concesiones. Si el
juego hubiera durado más, y con otros jugadores menos peseteros, quizá habría
ganado y con él, Cuba. Hoy ya no se hablaría de Batista, y menos, de Castro.
En virtud de aportes como este de Machover
y varios estudiosos más, Fulgencio Batista se aprecia cada día más con todas
sus luces y sus sombras, como el más grande estadista cubano del siglo XX por
su visión y proyecto, y paradójicamente, también quizá el peor político, por
sus resultados.
En esta tragedia, la dramaturgia de Castro
se impuso desde el principio, pues fue concebida e interpretada en tono
heroico. Para la izquierda mundial, carente entonces de figuras emblemáticas
(el “padrecito” Stalin había muerto en olor de maldad en 1953), fue una
bendición. Joven, exaltado, con un perfil legendario, oriundo de una isla
exótica que nadie ubicaba muy bien y sólo de identificaba por sus habanos, en
un continente telúrico donde aunque dentro epistemológicamente dentro del mundo
occidental, la prédica y la praxis racionalista nunca se asentaron debidamente ni
echaron raíces profundas; de verbosidad incontenible en los tiempos cuando la televisión
ya comenzaba a empujar a la radio, a pesar de sus reiterados fracasos y sus
excesos peligrosos como con los misiles rusos, y el derrumbe de la patética Zafra de los Diez Millones (su primero
de muchos reveces convertidos en pírricas victorias), resultó anormalmente
simpático y logró grabar en la psique mundial, con el jubiloso entusiasmo
colaborativo de los medios y las academia de elite, su perfil griego, despojado
ya de su referente humano: se convirtió en la estatua invencible, en el
monumento unipersonal de la revolución mundial y en el valor transcendido de su
significado, válido por él mismo: el símbolo de sí mismo. Y por su desesperante
supervivencia, en un mito; además, por su longevidad, el último de los mitos
del siglo XX, que vio figuras admirables de distintos signos ideológicos, y se prolonga
incluso venenosamente en el XXI.
Mañach fue uno de los primeros incautos
“compañeros de ruta”, pero fue prontamente desechado; a él le seguirían muchos
otros: Carlos Franqui, Guillermo Cabrera Infante, César Leante… y la lista
continúa hasta hoy.
La tristemente famosa Revolución cubana, que rebasa cualquier intento de resumirla sucintamente,
permanece agazapada pero activa, como arqueológica advertencia, igualmente
virulenta para los ingenuos, lo cual nos recuerda con creces este oportuno libro
de Machover, que desmonta acontecimientos desconocidos o desvirtuados, los
cuales ofrecen nueva luz para tratar de entender mejor nuestra historia y así
procurar –es sólo un ingenuo deseo vagamente optimista- no repetirla.