Wednesday, January 17, 2018

Fulgores de Fulgencio: ¿Fue Batista un “populista”? (II)

Alejandro González Acosta, México, UNAM.

¿Fue Batista un “populista”? Definitivamente, no. En todo caso, fue un gobernante popular, que es muy diferente. Los populistas se caracterizan, sobre todo, por prometer irresponsablemente lo que saben (o quizá creen que sí) no pueden cumplir. A pesar de su casi inexistente educación formal, obligado por su humilde origen, e impulsado por un afán de superación personal, Batista supo convocar y reunir a los especialistas más destacados y convocarlos alrededor de un proyecto de gobierno. Su talento natural y despejado, que muchos de sus cercanos detractores reconocen, no sólo posibilitó la formación de un equipo de asesores, a quienes escuchaba, sino la creación de un estilo de gobierno. Durante sus períodos de mando, Batista no sólo ayudó decisivamente para crear las condiciones de un desarrollo sustentable, sino que respetó los principios esenciales que lo posibilitaban y además, y esto no es asunto menor, colocó en los puestos decisivos para alcanzar los logros propuestos, a los mejores y más capacitados hombres para ello, con destacadas personalidades como Emeterio S. Santovenia, a quien le encargó la reestructuración del BANFAIC (Banco de Fomento Agrícola e Industrial de Cuba, creado en 1950), con tal amplitud de criterios que sin distinción de “ideologías” al historiador marxista y antiguo militante comunista (del Partido Comunista Francés) Julio Le Riverend Brussone, luego implacable represor desde la Biblioteca Nacional de Cuba “José Martí”, disfrutó de una de sus direcciones más estratégicas hasta 1959. Y tampoco desdeñó escuchar opiniones de otros comunistas ortodoxos como Juan Marinello, Carlos Rafael Rodríguez y Salvador García Agüero, a quienes agració con los nombramientos de “ministros sin cartera”, los cuales distaban de ser simbólicos y testimoniales, según se ha tratado de menoscabar: sí opinaban y sí decidían en el Consejo de Ministros, como señaló Andrés Domingo Morales del Castillo.
Batista, todo lo contrario de su sucesor, sí reconocía, apreciaba y respetaba el talento de sus colaboradores más escogidos, que eran de los más graneado de la intelectualidad cubana: en su equipo estaban, además de Santovenia, el doctor Joaquín Martínez Sáenz, Presidente del Banco Nacional de Cuba, y el preclaro ingeniero pinareño Amadeo López Castro, al frente de la Comisión de Fomento, quien logró –con su grupo de activos colaboradores- la Ley de Coordinación Azucarera (extraordinario convenio para la protección de los medianos y pequeños productores, de avanzada a nivel continental), que Batista respaldó decididamente desde 1937. Batista estableció también el Banco de Desarrollo Económico y Social (BANDES) en 1955, organismo de breve pero prometedora vida, que se sumó a otras entidades creadas en el batistato para diversificar la economía cubana más allá de la excesiva concentración en la industria azucarera. Quizá este fue uno de los primeros proyectos para reducir el monocultivo y la monoexportación en la isla.
Varios analistas de la política económica impulsada por Batista no dudan en calificarlo como un keynesiano intuitivo, lo cual resulta congruente con su afinidad hacia una socialdemocracia responsable para las condiciones latinoamericanas. El ideario social de Batista proponía un compromiso responsable y solidario del capital con los obreros y campesinos, a través de un cuidadoso entramado regulado por las leyes, como un balance de intereses complementarios, estableciendo en el país la adopción de una función social para la propiedad privada. Fueron estas premisas las que posibilitaron una alianza –estratégica más que táctica- entre Batista y los comunistas cubanos, y que muchos de sus líderes expresaran sinceramente su admiración y reconocimiento, no sólo nacionales, sino también extranjeros, como el poeta Pablo Neruda.
Son los hechos y los documentos los que imponen considerar a Batista no como un sátrapa tropical –según se ha encargado de fijar la historiografía que lo denigra, incluso desde el exilio político- sino como un auténtico luchador por los intereses de la clase trabajadora, que lo aclamó numerosas veces y sostuvo su apoyo hasta el final, en contra de las fuerzas lideradas por la pequeña y mediana burguesía y sostenida por el gran capital, a quienes lógicamente tuvo que afectar en sus intereses. Su discurso en la Conferencia Anfictiónica de Panamá en 1956 lo confirma puntualmente. Quizá esto explique también el malestar que cierto sector del empresariado nacional profesó contra el mandatario, así como las regulaciones que aplicó en el recién fundado Banco Nacional de Cuba y las prioridades establecidas en la Financiera Nacional de Cuba. Al caer Batista, y junto con él, el proyecto modernizador cubano, el régimen castrista implantó en 1960 la inoperante pero dócil Junta Central de Planificación (JUCEPLAN) de tristísima y ruinosa memoria.

Batista creía, como buen keynesiano, en un Estado fuerte pero acotado. El BANDES, complementado por el Tribunal de Cuentas –extraordinario avance contenido ya desde la Constitución de 1940- creaban un sistema de contrapesos contra el poder absoluto del Estado sobre los ciudadanos: era una fuerte autoridad ejecutiva, pero limitada, regulada y balanceada, con una marcada presencia de la consulta a los sectores sociales (sindicatos, empresarios, líderes políticos de oposición…)
El apoyo que Batista brindó para la elaboración ecuménica de la Constitución de 1940 distó de ser algo coyuntural y de conveniencia política: su ideario social y económico se identificaba plenamente con el modelo propuesto por la carta magna cubana. No era asunto de coyunturas, sino de esencias. Su actitud era mucho más estratégica que táctica: apostaba al futuro más que a un presente inmediato. Tenía la idea de una Cuba no aislada ni enquistada, sino inserta en el mundo, como un país que pudiese satisfacer sus necesidades básicas a partir de una agricultura, ganadería y economía entregadas a las necesidades del mercado, donde además se apoyara la exportación de bienes de consumo externo (el tabaco, el ron, los minerales, el azúcar) e interno (el turismo), y buscaba pragmáticamente la prosperidad del país y sus ciudadanos, ajeno a etiquetas ideológicas y alejado de propósitos trascendentales y globalistas. Era, en esos términos, un gobernante, un estadista doméstico, no grandioso, sólo ajustado a una realidad y satisfecho con el progresivo y equitativo bienestar de sus gobernados, con una Cuba reducida sensatamente a sus límites geográficos, sin ningún propósito redentorista, ecuménico, o apocalíptico. Era, sencillamente, un hombre sensato. En ese sentido, un José de San Martín, que prefiere alejarse cuando no lo aceptan. Todo lo contrario del tremendismo de un proyecto majestuoso -y a qué precio- de un Bolívar poseído por la idea de trascendencia, de inmortalizarse en la gloria de todos los tiempos a costa del sufrimiento y el sacrificio de su pueblo: un Fidel Castro, por ejemplo.
Batista y Castro representan pues las antípodas respectivas, como en su época más de un siglo antes lo presentaron Bolívar y San Martín. El decursar de los acontecimientos ha demostrado quién tenía la razón. Hay pues que revisar los saldos históricos y ajustar las mirillas para guiar la brújula en la búsqueda de un camino que finalmente nos ofrezca un horizonte mejor, sobre todo, más realista.  El ajuste de un “liberal hobesbiano”, un “optirealista” (como en la visión estadística de Hans Rosling), y sobre todo el “posibilismo” que ofrece con testaruda persistencia la realidad, esa tumba de los proyectos utópicos.
Hoy América ofrece el paradójico panorama donde el “populismo” es más bien una opción que amarillea entre viejos y maduros, añorantes de otras épocas de sueños siempre frustrados, pero perversamente persistentes. Los más jóvenes piensan con mayor realismo, ajustando sus perspectivas a las posibilidades concretas y las metas que suponen. El populismo ha sido en realidad la enfermedad infantil del izquierdismo, así como este lo fue del comunismo. Todas estas utopías han terminado en pesadillas, pero los pueblos –los electores efectivos- empiezan poco a poco a desperezarse de sus ensueños y asumir una estimulante realidad, aceptando las reglas del mercado y la posibilidad de empoderamiento que brinda el liberalismo económico, regulado por leyes, aplicadas con equidad y sabiduría.
Con su propia legitimidad, Batista sanciona y consagra la legitimidad de la Constitución de 1940 y la afianza y consolida con su acción. Su magnífico ejemplo de no pretender contender de nuevo en 1944 –a pesar de las demandas de sus colaboradores, bien o mal intencionados- fue loable, aunque lo olvidó pronto, quizá movido por otras urgencias.
Es quizá ese el instante –fugaz pero brillante y ejemplar- más luminoso y glorioso del constitucionalismo cubano. Por eso frustra las expectativas existentes sobre los siguientes mandatos, pues tanto Grau como Prío, tuvieron gobiernos fallidos e inmorales. Lo que ganó en prestigio la legalidad cubana entre 1940–1944, lo perdió rápidamente en los ocho años siguientes, con los dos gobiernos “auténticos”, entre 1944-1948-1952. Se explica en ese contexto que el incruento golpe de 1952 fuera no sólo reclamado y demandado, sino aplaudido y apoyado mayoritariamente, con excepción de algunos sectores muy combativos e intransigentes, con intereses muy marcados.
Luego todo esto, obviamente, se suprimió, porque tenía que ser suprimido. El modelo estatal que impone Castro es el de un Estado todopoderoso, sin límites ni cotas, con un propósito superior intangible que justifica todos los excesos: el pretendido bienestar del pueblo… Nunca se ha explicado bien lo que significan en ese modelo ni el “bienestar” ni “el pueblo”, ese ente amorfo. Luego, ese concepto de “bienestar” fue sustituido retóricamente por la “dignidad y soberanía”, burdos disfraces para ocultar el fracaso. Cuando un gobernante habla para “el pueblo” en vez de “los ciudadanos”, algo empieza a descomponerse, pues la estratagema de manipulación es evidente. El “terrible dictador” Batista aceptaba y promovía ese sistema de pesos y contrapesos, que su sucesor, el “magnífico líder benéfico” suprimió, para llevar adelante su proyecto “bienhechor”, plenamente convencido que la bondad de su causa y la legitimidad de su sueño justificaban cualquier exceso, pues, como dijeron los franceses de 1789 y él asumió con entero beneplácito, “la revolución es fuente de derecho”.
Más allá del nombre y sus circunstancias, tan vilipendiado el primero y tan ignoradas y desvirtuadas las segundas, lo más importante, trascendente y rescatable es el saldo final incontrastable, y que por inevitable comparación resulta hoy abrumador. El saldo histórico de Batista y lo que él significó y quienes se agruparon bajo su bandera, es abismalmente superior al de la actualidad: de la cima a la sima, Cuba ha protagonizado como víctima uno de los descalabros mundiales más espectaculares en los últimos 60 años, que, aunque la oficialidad del régimen se empeñe necia y obtusamente en negar, ya ni maquillando sino intentando una cirugía reconstructiva mayor, puede ocultar esa empeñosa y testaruda opositora que es la realidad, su principal enemiga.
Batista no fue (ni quiso serlo) un líder, sino un conductor; un aglutinador propiciador, más que un tirano egocéntrico. Posiblemente eso mismo lo perdió, dadas las características de la Cuba que gobernó y lo arrojó del poder, configurando el peor atentado contra sus propios intereses, el triste suicidio de un país. Porque más que el caudillo de un país, se sentía el arquitecto de una nación. Por supuesto, aunque influido por modelos heroicos como Napoleón Bonaparte y José Martí, Batista carecía de una noción de él mismo como un Mesías; en todo caso, era el “hombre fuerte” que reclamaban las especiales y complejas circunstancias por las que había derivado históricamente la política insular, siempre presa de apetitos, ambiciones y egoísmos inenarrables, que marcaron la trayectoria de su apenas medio siglo de vida republicana, hasta conducirla finalmente al despeñadero irreversible.

Las cifras y las estadísticas pueden acumularse, de ambos lados, de forma casi infinita: pocas veces dos “verdades” han sido tan contrastantes, lo cual indica la certeza de que una de las dos es necesariamente falsa. Pero más allá de los guarismos y fórmulas, hay una piedra de toque para identificar el metal espurio del auténtico: Cuba, país con una antigua historia tradicionalmente de inmigrantes, desde 1959 se ha transformado en uno de emigrantes, sin haber padecido ninguna plaga, epidemia ni desastre natural: su hecatombe ha sido obra de los hombres, o mejor, de UN hombre, quien impuso su omnímoda voluntad a un grupo de cómplices solícitos y atemorizados.
La epidemia que ha asolado el país es una ideología represora que encarcela al individuo y el desastre ha sido el resultado evidente y monstruoso de un país en ruinas físicas y morales. ¿Cómo explicar y menos aún justificar que un país tenga más del 20% de su población fuera de sus límites nacionales y la cifra siga aumentando, y eso a pesar de todas las restricciones tanto del emisor como de los receptores?
¿Qué tipo de país quería Batista? Esencialmente, un país sensatamente reducido a ofrecer una vida de mejoras constantes y progresivas a sus pobladores, alejado humildemente de los grandes escenarios de la Historia. Un país modestamente satisfecho, sin trompetas ni clarines, con la saludable y razonable satisfacción de las necesidades y los sueños de sus ciudadanos: un país a la escala sencilla y cotidiana de sus habitantes. No un país de héroes permanente e infinitamente sacrificados, sino de ciudadanos contentos y esperanzados con sus sueños y proyectos individuales de legítimo mejoramiento. Un país a la medida y en la exacta escala de su estratégica ubicación en el ombligo del mundo, en el cruce de las principales rutas comerciales y turísticas del planeta, adecuado a su esencia de ser lugar de acogida y reposo.
Todo parecía disponer a Cuba para este propósito: su clima, su territorio con amplias bahías y hermosas playas, una vegetación exuberante de permanente verdor, un territorio predominante llano y fértil, con una dilatada temporada de lluvias, temperaturas cálidas pero refrescadas por las brisas marinas, el carácter normalmente cortés y hospitalario de sus activos y diligentes pobladores, con una agradable combinación racial y una cultura rica y en expansión, hacía posible suponer que la Cuba del futuro sería el emporio turístico del planeta. Mientras la “visión” cubana de Castro era “heroica” –sin contar con la voluntad de sus ciudadanos, a quienes él, quisieran o no, guiaría por el sendero de la Gloria para construir su propio pedestal- la concepción de Batista fue, ramplona y sensatamente, doméstica. Un hombre que amaba entrañablemente a su familia no podía condenar a su familia mayor, la nación, a un destino que la comprometía, todo lo contrario de Castro, que por la inexistencia de un sentido familiar –su misma vida lo demuestra, si no bastaran los testimonios de sus propios hijos y hermanos- no le importaba en lo más mínimo los destinos individuales de los ciudadanos, atento sólo a su engrandecimiento: Ad maioren gloriam mea. Pro domo sua.
Castro infundió la noción judeo-cristiana del odio a la riqueza, de la repulsión a la comodidad y la prosperidad: de la Atenas que podía y debía ser Cuba, se empeñó por obra de su monstruosa personalidad egoísta y megalomaníaca en transformarla en la caribeña Esparta contemporánea. Sustituyó la pluma por la espada, el automóvil por el cañón, la paz por la batalla permanente, y en primer lugar, contra sus propios ciudadanos, en esta inacabable guerra incivil de casi 60 años que hoy continúa.
De esta suerte, en la Cuba de los años de la década de 1950 se reprodujo el enfrentamiento de las dos formas de entender a la américa Hispana que pulsearon 120 años antes: la visión del autoritario Simón Bolívar, con una concepción individualista del poder guiado por una causa superior bajo su absoluto control, y la de un José de San Martín sensato, consciente de la diversidad que pretendió unificar, aceptando la diversidad y la coexistencia de fuerzas disímiles, pero complementarias. Una vez más, como en su momento original, la causa más sensata perdió ante la otra, más ejecutiva y grandiosa, pero con un costo mayor de sacrificios y fracasos.
Un Gran Sastre Mayor e inapelable despojó a los cubanos de sus trajes de Dril 100 y los obligó a vestir uniformes de milicianos, los finos zapatos bostonianos fueron sustituidos por incómodas botas de campaña, el jipijapa por la gorra de campaña, los festivos carnavales por desfiles militares, las carrozas por tanques y la Historia por un acto de incesante y eterno sacrificio. La Cuba que soñaron Batista y su equipo, como representación y condensación de sus factores integrantes y su papel en el presente del continente y de su futuro, fue demolida cuidadosa e implacablemente por la Cuba concitada por Castro y su camarilla: una negaba a la otra y por tanto, sólo podía sobrevivir una de ellas; por el momento, la última, pero la primera continúa pertinazmente prendida en el inconsciente colectivo de la Nación: a ella ha de volver, inevitablemente, en un acto de contrición y expiación de escala formidable y ejemplar.
En una de sus más reveladoras declaraciones, Batista no se concebía como un “policía” ni tampoco un “conductor”: la íntima y modesta comprensión de su papel era la de un “arquitecto de la Nación”, un unificador de voluntades, un forjador de destinos, quien conjunta los esfuerzos de distintos constructores para levantar un edificio, y esa vocación se concretó en numerosas obras que señalan su huella imborrable en el desarrollo de la nación cubana.
Cuando termine de desplomarse por su propio peso el engendro absurdo de la pesadilla castrista, quizá sólo sobrevivirán como pertinaces testimonios tétricos de proyectos anteriores, entre las ruinas humeantes, los últimos restos de lo que fue el pasado representado por Batista y los otros grandes constructores de Cuba: Gerardo Machado y Mario García Menocal. Muy poco, casi nada, por fortuna, sobrevivirá de la arquitectura “revolucionaria”, quizá sólo en un restaurante con nombre de rara y efectiva elocuencia: en el Parque Lenin (en cuyos árboles se ocultó Reinaldo Arenas, perseguido por la policía política, nuevo Tarzán cubano, famélico y acosado), “Las Ruinas”.
Los testimonios que mejor representarán este período serán, en difícil concierto polifónico, los libros del propio Arenas y de Zoé Valdés, Guillermo Cabrera Infante, Abilio Estévez, Leonardo Padura, Pedro Juan Gutiérrez, Eliseo Alberto y Antonio José Ponte, como los autores más destacados, entre muchos más. Cada uno de los desmesurados “proyectos” castristas, tendrá su epitafio literario: desde las monstruosas UMAP’s (Un ciervo herido, de Félix Luis Viera) hasta el atropello sistemático de las mujeres cubanas (Habana-Babilonia, de Amir Valle). Con estos proscritos, habrá que escribir la verdadera historia de la literatura y cultura cubana del futuro.
Ícaros a su pesar, los cubanos, juguetes prescindibles de una monstruosa voluntad, finalmente se han precipitado al mar, con las alas quemadas por acercarse demasiado al “sol revolucionario”, ese que, según frustrada profecía de un poeta inmolado por sus propios camaradas, sería como “la gran aspirina” universal, pero que terminó partiéndole el corazón en una oscura e ignota selva centroamericana.
Tristemente, en el cubano actual de la isla predomina la asombrosa bipolaridad de una egoísta apatía temerosa, con un exaltado –exagerado- disfrute momentáneo sin futuro: la desoladora y deprimente imagen reciente de un grupo de vecinos en medio de la calle y ante un edificio con peligro evidente de derrumbe, jugando dominó en medio de una inundación de aguas negras, es el símbolo de esta época. “Sobrevivir” como sea y que los problemas que nos afectan a todos los solucionen los demás. Curiosa combinación de la tortuga escondiéndose en su caparazón, o el avestruz metiendo la cabeza en la arena para enfrentar la tormenta que le pasa por encima y lo aplasta.  “El cubano, avestruz del trópico” (1938) dijo en temprana y clarividente fecha Enrique Gay-Calbó. El “desmesurado delirio de grandeza” condujo inevitablemente a la ruina y el derrumbe: patético hybris tropical que nos trajo esta némesis interminable.
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