Friday, January 19, 2018

Fulgores de Fulgencio IV: El “malo de la película” (Final)

Por Alejandro González Acosta, Ciudad de México.

Eduardo Lolo ha sintetizado admirablemente el balance de aquella República “de Generales y Doctores”:
… Y aunque todo lo anterior no implica que la Cuba republicana fuera el Paraíso Terrenal, no es menos cierto que resulta difícil de entender y doloroso de reconocer que prácticamente todo lo anterior se haya revertido dramáticamente, en extraña degeneración del mármol en barro. Ello se debió al hecho de que las deficiencias en el orden político arrastradas desde la Colonia, y de alguna forma mantenidas por la Intervención Norteamericana, siguieron en la república un desarrollo semejante a los aspectos positivos señalados. Por un lado, de lo bueno se pasó a lo mejor; por el otro, de lo malo a lo peor. La interrupción periódica del orden constitucional en forma de cuartelazos, asonadas palaciegas, revueltas caudillistas, intentos de perpetuidad en el poder, corrupción administrativa a todos los niveles y otros males resultantes destruyeron la República no obstante todos sus logros. Junto al sueño sublime hecho realidad, se fue agigantando una pesadilla no menos real. Al final vencieron las sombras, que devoraron hambrientas casi todas las luces cultivadas desde la Colonia. (“Mayo es el mes más cruel”).
A través de la Historia, la arquitectura es el testimonio sólido y palpable de la cultura en cualquier país. Ella es el arte que nos permite habitarlo: vivir dentro de él es una forma de utilizarlo y que al mismo tiempo nos utilice. Residir en una casa nos transforma, nos condición y nos hace diferentes. Si Dios hizo al Hombre “a su imagen y semejanza”, los hombres han hecho sus casas a la medida de sus sueños. Y cuando la casa se convierte en país, la transformación es más profunda y perdurable. Podrán borrarse y olvidarse las palabras, pero las obras quedan ahí como testimonios de sus afectos y temores, de quienes las construyeron y las habitaron. Las grandes civilizaciones dejaron su huella histórica en sus monumentos: Egipto se recuerda por sus pirámides, Grecia por sus templos, Roma por sus edificios y caminos… ¿Y la Cuba que tiene un presente continuo desde hace 57 años, por cuáles monumentos se recordará? ¿Qué quedará, tangiblemente, después del “experimento” que inició en enero de 1959? ¿En qué monumentos y restos se aplicarán los arqueólogos del futuro?
En la América Latina generalmente los períodos de prosperidad económica y bienestar material se han acoplado con regímenes autoritarios. Así fue en el México de Porfirio Díaz y la Venezuela de Marcos Pérez Jiménez. Y Cuba no es la excepción: los gobiernos de “orden y progreso” en la isla, como los de Mario García Menocal, Gerardo Machado y Fulgencio Batista, significaron un importante avance material cuyo testimonio palpable aún puede comprobarse en los restos arquitectónicos que se dispersan por toda la isla.

Sin embargo, en Cuba, como en otros países latinoamericanos, ha prevalecido una curiosa pulsión autodestructiva: precisamente cuando han transcurrido estas etapas de prosperidad, se han fermentado y levantado oscuras fuerzas disolutivas que han operado en sentido contrario: los momentos de bienestar fueron sucedidos por etapas convulsivas: la revuelta de La Chambelona para el Mayoral de Chaparra, la Revolución de 1933 para el Asno con Garras, y la Revolución de 1959 para el Hombre de la Grulla.

No le pertenece en exclusiva al pueblo cubano esa asombrosa capacidad de autodestrucción, esa invencible tendencia para perjudicarse en sus mejores intereses, como una dialéctica centrípeta-centrífuga, un movimiento de ying y yang, creador-destructor, en un permanente y extremo movimiento pendular que nos ha llevado comúnmente “del azafrán al lirio” en palabras de un certero poeta, o más popularmente, “de palo pa’rumba”. En otras palabras, lo que le confió El Viejo Gómez a su querida Manana, en términos tan confidenciales como desesperados: “Estos cubanos, o no llegan, o se pasan”. Esa ha sido nuestra maldición. Esa, nuestra sostenida condena de Sísifo.
Tal pareciera, como glosa de lo anterior, que mientras los empresarios y profesionistas cubanos y el pueblo en general hacían su tarea de hacer avanzar, impulsar y progresar al país durante los primeros cincuenta años de la vida republicana, por el otro lado abundantes políticos y militares se dedicaban egoísta y miopemente a sabotear todo lo anterior: una suerte de trayectorias contiguas, no paralelas, sino divergentes, pues mientras una procuraba el ascenso, la otra lo impedía, frenaba, sujetaba, lastraba y precipitaba inevitablemente hacia la caída. Un vuelo de Ícaro interrumpido por la soberbia, combinado por una incesante e irresponsable tarea de Penélope, destejiendo en la noche de la ambición lo que se urdía en el día laborioso. Un empeño estéril de Sísifo, siempre empujando la piedra que casi en la meta se despeñaba, y le devolvía al comienzo en una eterna condena de promesa incumplida y propósito siempre fallido.
Podría decirse que esas contradicciones impulsaron al país hacia su ruina y su crisis actual sostenida y crónica, pero eso no reflejaría la triste realidad de la tragedia: nadie lo empujó, fue el propio país quien no dudó en dar los pasos necesarios para despeñarse, mientras aplaudía irresponsablemente. Pocas veces se ha visto un espectáculo de suicidio colectivo semejante y a esa escala: toda una muchedumbre vociferando “paredón, paredón”, “armas para qué”, “elecciones para qué”, “para lo que sea”, “ordene, comandante”, “esta es tu casa” … ajustándose milimétrica y festivamente el dogal al cuello. Nadie nos lo hizo: fuimos nosotros mismos, los ya nacidos y los aún por nacer. Convencidos de que era “nuestro momento estelar”, en realidad fue el auto-holocausto de un país, amenizado con tambores y maracas de aquel grotesco “socialismo con pachanga”, en una conga interminable y autodestructiva: “La ORI, la ORI, la ORI es la candela; no le digan ORI, díganle candela ...”
Y en esa hoguera, gloriosa, gozosa e irresponsablemente nos metimos de cabeza. Y por eso hoy somos polvo, pero nada enamorado, sino lleno de temores y dolores. Lo que construíamos con las manos, ajena del empeño la cabeza reflexiva, lo destruíamos con los pies. Por eso el personaje emblemático de Cuba debe ser no un prócer epónimo ni un conspicuo benefactor, sino un irresponsable y autodestructivo Chacumbele. Él nos define y nos retrata en su espejo: somos sus reflejos de Narciso. Como el pobre trapecista celoso José Ramón chacón Vélez, también resultamos víctimas del equilibrio. Y esos polvos trajeron estos lodos. Es algo muy triste y cierto: sus hijos ganaron a Cuba… y luego la perdieron. Y así vamos: “lo que trajo el barco”, dice una clásica de hoy, con certera y sincera amargura, Zoé Valdés.

Pero mucho antes, el fundador de los exilios y los dolores cubanos, José María Heredia, lo había esculpido en versos imborrables y premonitorios: “Dulce Cuba, en tu seno se miran / en el grado más alto y profundo / las bellezas del físico mundo / los horrores del mundo moral…” Es un sino terrible. Un destino inevitable quizá. Un pathos sin areté, una catarsis sin ananké. Una terrible parábola. Justicia poética. Inapelable. De ahí que, desesperados los cubanos en su hybris, se entregaran al deux ex machine: la hecatombe como su estado natural. Y por eso, contradictoriamente gozosos, en el fondo nos complace torturarnos, pues hacemos del dolor y la añoranza, de la frustración y la melancolía, una profesión: Heautontimorúmenos, Terencio entre nosotros. Y todavía dicen que los griegos son viejos… Son nuestros contemporáneos más que nosotros mismos. Porque ellos también, frente a los enemigos persas y los envidiosos espartanos, crearon, forjaron y perdieron su democracia: el Areópago eligió mal, como suele suceder. Y al final, Esparta triunfó sobre Atenas. Y hablando de Atenas y los griegos, es inevitable regresar al comentario sobre arquitectura.
La silueta arquitectónica de la Cuba actual -tan cautivante para algunos- sigue siendo, en lo esencial, la expresión palpable de las obras de tres presidentes republicanos: Mario García Menocal, Gerardo Machado Morales y Fulgencio Batista Zaldívar. Y los tres padecieron la tentación de prolongar su mandato, como si además de la ambición personal tuvieran el propósito arquitectónico de fabricar e inaugurar el país. No sólo quisieron construir las instituciones sino edificar sus recintos. Pretendían hacer la historia y cambiar el paisaje. Quisieron diseñar la patria.
Tenían muy cerca el modelo egregio tanto de sus logros como de sus excesos: el mexicano Porfirio Díaz Mori, quien también construyó su patria, pero se excedió en el mando y tuvo el grave problema de envejecer. Y hasta contrataron al mismo paisajista, el célebre Forrestier. El gran error de Díaz, además de envejecer, fue abrigar la entendible vanidad de inaugurar las obras que había construido: salvador de un país deshecho por cuarenta años de anarquía y guerras civiles, quiso coronar su obra con el botellazo consagratorio que diera curso a la nave procelosa de la República de Paz, Orden y Progreso. Por eso, después de haber anunciado su retiro, se decidió por competir una vez más: tres meses después que inaugura el Monumento a la Independencia, estalla la “revolución” liderada por el hijo y nieto de dos de sus más favorecidos devotos, los patriarcas de la familia Madero. Al embarcar en el Ipiranga apenas en mayo de 1911, Díaz envió por un amigo en común un terrible y auspicioso mensaje para Madero: “Dile a Panchito que ahí le encargo el tigre. A ver cómo le va…” “El Tigre” revolucionario devoró a Madero y su vicepresidente Pino Suárez, en menos de dos años. A mí me recuerda la despedida de Batista en el Campamento de Columbia, antes de tomar el avión para República Dominicana… Nos dejó con El Tigre. Pero, antes, todos los cubanos (algunos más, otros menos), le abrieron la puerta de la jaula a la fiera.

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